miércoles, 1 de octubre de 2008

CRÓNICAS ÍNTIMAS: El juego de damas y el cuarto del terror



Reinaldo Cedeño Pineda
escribanode@gmail.com

Odio la siesta. Odio esa pausa vespertina, esa duermevela. Nunca pude entrar en razones por más que me explicaban la necesidad de aquel descanso. ¿De qué cansancio hablaban?

En la casa de mi abuelo Cucho, el silencio era la palabra de oro.

Me encantaba el piso, el quicio, como decían los mayores. El patio enlosado siempre estaba lustroso, y allá me tiraba bajo el banco de carpintero, a disfrutar la frialdad del mosaico contra mi cuerpo. Por nada del mundo hubiese cambiado esa sensación en medio del calor de Santiago, que caía de los techos y hervía en las calles.

Un pedazo de madera pasaba a convertirse en barco, en una rastra, en una carroza. El agua, la carretera y las luces las ponía yo.

Era el juego de la imaginación, en silencio.






El juego de damas

Aquella casa del elegante Reparto Sueño, sólo se alegraba cuando mami Otilia y mi abuelo jugaban damas. Con sus propias manos, había hecho la pequeña mesa y sus largas gavetas para guardar las piezas eran toda una obra de ebanistería.

Cuando jugaban, cuando estaban pendientes del sobrevuelo de las fichas y de las estrategias, el mundo podía venirse abajo sin que lo notaran.

Si mami Otilia ganaba ―hecho que sucedía con no poca frecuencia―, su canto de victoria era inconfundible:

―Yo soy la “machaza” de esta casa

Lo saboreaba. Había un regusto, un énfasis, y a veces, hasta una risilla mal disimulada que sacaba a mi abuelo de sus casillas, lo que era ya decir, en un hogar donde su palabra era ley.

Al calor del juego podía desatarse un amago de discusión a la que me asomaba con los ojos de asombro. Casi siempre se extinguía pronto, como un soplo, sin dejar huellas… menos aquel día en que la partida se convirtió en torneo, las derrotas se enlazaron unas a otras y “la machaza” soltó una carcajada. Una es un decir…

Se llegó a hablar de divorcio. Y si hubo una guerra de fútbol alguna vez, esta era la de las damas.

Promesas hubo de no jugar más, amenazas de arrinconar la mesa, de destruirla… pero pasado un tiempo, cuando entrechocaban las miradas, ambos cedían al placer inefable de una partidita.

Aquel acontecer ―el de las damas, digo― sólo sucedía de vez en cuando. Y en las tardes en la casa de Sueño llegaba inexorable, agazapada, la terrible hora de la siesta.



El cuarto del terror

En el ala izquierda de la sala, abría sus puertas la habitación de mi hermana.

Verdad que tenía un baño interior lo que otorgaba al lugar cierta jerarquía, cierto status, que su enorme ventana podía abrirse hacia la calle, que por ella se había asomado alguna vez una mirada indiscreta y que por eso sólo se abrían sus tablillas, que era además el espacio íntimo de una señorita… pero con todo, era sólo el cuarto de mi hermana, hasta que pasó aquello….

Contó, con la mano apretada contra el pecho, que entrada la madrugada sintió una mano fría ―firme y firme― que la sujetó por una pierna, que vio el rostro y la estampa de una vieja. Y que apretó sus ojos, con fuerza, y volvió apretarlos… hasta que la imagen se esfumó en el aire.

Mis abuelos le restaron importancia:

―Estabas soñando, sentenciaron.

Yo en cambio, que había escuchado con atención, no quería entrar al cuarto, sin importar si era de día o era de noche… pero justo aquel era el lugar señalado de la siesta De la terrible siesta.

(Mi hermana andaba lejos, becada, en sus estudios de ballet. Allá por el Camagüey de llanos infinitos)

No había Dios que me hiciera dormir, pero mis abuelos cumplían invariablemente su descanso vespertino. Y me tocaba hacer silencio, ir a dormir, ¡a descansar, muchacho! en el cuarto de mi hermana, en su cama, cerca de la ventana…

Me ganaba una desesperación que nadie comprendía. Las horas colgaban pesadas sin pasar. Miraba el reloj interrogándolo, porque aún no había aprendido a saber de horarios ni de minuteros.

Como no tenía autoridad para desobedecer, ni tamaño para replicar, tenía que conformarme cuando las puertas se cerraban detrás de mi. Empecé a revisar el pequeño reino de mi hermana centímetro a centímetro. Todos los días un poco. Y una tarde de esas, empeñé mi brazo y abrí su mesa de noche. Que fuera lo que Dios quisiera...

Los libros apretujados sin orden, en tan pequeño espacio, se desparramaron.

Al principio, me acerqué a ellos con rabia, con unas ganas irrefrenables de lanzarlos contra la pared, de rasgarles sus hojas… pero la curiosidad venció a los impulsos.

No sé como empezó todo. No sé si entendía todo lo que leía. No sé como las tardes de la siesta se transformaron en las tardes de la lectura…

En el cuarto del terror me encontré con El Capitán Tormenta y El Capitán Blood, Las aventuras de Tom Sawyer y Sandokan, Alicia en el país de las maravillas y Oros Viejos, Robinson Crusoe y Honorata de Van Guld, La isla Misteriosa y La vuelta al mundo en ochenta días…




(Yo no sabía a ciencia cierta quienes eran Salgari, Mark Twain ni Julio Verne…)

Tres veces me leí Veinte mil leguas de viaje submarino. Ejerció sobre mí una extraña fascinación de la que nunca he podido librarme, acaso por aquellos exotismos de los mares del sur, por las rarezas de animales y plantas. Desde entonces, lo ignoto se me abrió como el camino a recorrer. Un día le dije a mi hermana que me lo había ganado, el libro, y no se lo he devuelto todavía.

Todos empezaron a sentirse satisfechos por el niño que… ¡al fin! había aprendido a dormir siesta.

Yo les miraba, y les miraba, mientras hacía guiños al capitán Nemo que había salvado mis tardes a bordo del Nautilus. ¿A dónde nos llevaría nuestro próximo viaje?

CRÓNICAS ÍNTIMAS anteriores:

---Mamá Yoya y Papá Luis:

2 comentarios:

Maykel dijo...

Primera vez que dejo una traza, es que estoy leyendo sin apuro, como a sorbos, cada una de tus crónicas íntimas. Sabes devolverme al pasado afín que no tuvimos: yo también leí esos libros, vi fantasmas en los cuartos de nadie y tuve una abuela monumental.
Mis hermanos y yo -mira qué afanes-encontramos un texto de historia medieval y nos hicimos feudales. A mí me correspondió reinar y tuve la mano muy dura. Fui derrocado a los pocos días y tuve el privilegio de saber qué experimentó Luis XVI cuando lo cazaron en Varennes. Por tirano, la Convención también me dio una paliza...
Creo que voy a contarlo por mi parte y así iran mis crónicas al lado de las tuyas.
Un abrazo monárquico.

Adrián Quintero Marrero dijo...

Yo no escribiría una entrada como esta. Por eso la agradezco...Y la agradezco también porque al leer imagino al narrador oral, contando estas historias en los parajes de mi "tierra del sol amada"...Ojalá sea pronto..