viernes, 22 de octubre de 2010

ESTAMPILLAS DE CORREO

Jesús García Clavijo

Cuando niño pasaba horas mirando las estampillas de correo de los sobres que un tío de mi mamá dejaba en la casa de otra tía, donde me crié toda mi infancia. Después coleccioné estampillas -uno siempre colecciona algo en su vida-, pero dejé de hacerlo al ingresar en los estudios secundarios que exigían tiempo y las estampillas pasaron a un cajón que se perdió, luego de acompañarme durante largos años.

Muchas cosas terminan perdidas sin darnos cuenta, a pesar del tiempo y su importancia.

Una mañana fui al correo a comprar estampillas para mi padre -que las usaba en su trabajo- y recordaba aquellas de mi infancia.

Hay recuerdos difíciles de saltar.

Allí -esa mañana- pensando en estampillas conocí a Maura, que estaba en las mismas gestiones y sola como yo.

Maura se convirtió en algo importante para mí, siempre alegre, complaciente y puntual, con su cara de virgen y su cuerpo menudo como su vida.

Las mañanas con Maura eran fiestas, terminábamos mirando por la ventana un árbol que intentaba ser de limón y nunca supimos finalmente de qué era, porque solo nos interesaba todo el amor que sentíamos, hablando de cosas importantes -como identificar los insectos que subían irremediablemente por el tronco de la planta- o el silencio de mirar el techo largo rato, siguiendo la luz y sus horarios.

A veces, saltaba de la cama, reía, actuaba como en un gran teatro, abría las sombrillas, los abanicos, pintaba mariposas en las paredes, palomas en el aire, dejaba besos en el espejo con las notas de “Amor eterno” y “Soy feliz”, que al final borraba para que nadie lo supiera y nos envidiara la vida.

Se ponía mis camisas –el azul le quedaba mejor con su piel morena y su pelo revuelto y oloroso a mar o yerbas sagradas- después entraba en calma, se sentaba en mis rodillas y me decía: Hablemos de nosotros como si fuéramos a ser lo que quisiéramos y no lo que podemos como siempre pasa. Me miraba entonces largamente, tratando de hacer cada momento, eterno.

Nuestro tiempo -todo el tiempo- vivió en ese cuarto, ninguno quiso otra cosa más que transcurrir en esas paredes donde decía mis textos -mirándola desnuda como si escuchara con la piel- y ella, con los ojos de quien descubre algo nuevo o tiene un sentimiento de ahora y después, o siente cosas como nunca antes.

Es difícil conocer los misterios de una mujer, cuando escucha más allá de los oídos.

Pasaron muchos años de amor -porque cuando nos volvimos a ver - pareció que era ayer que nos habíamos despedido, la última vez, arrancándole una rama al limonero de la ventana y un pedazo a la montaña que se podía sentir - cuando me sorprendía con una caricia indiscutiblemente de ella- y sus ojos y su voz eran únicos en la tierra.

Si uno se encuentra con el amor, el tiempo toma otras dimensiones.

Imaginé como sería la vida, si se abrieran todas las sombrillas de la tierra y el cielo se llenara de mariposas con su risa.

Ahora -cuando la tecnología nos aleja de las estampillas de correo- añoro aquellos años de mi infancia -donde el tío de mi madre dejaba los sobres- y yo las coleccionaba, o quizás me preparaba para coleccionar recuerdos.

Uno nunca sabe, y algunos se pegan en la vida y no se borran, ni van para un cajón olvidados por el tiempo.

Hay mujeres tremendas -que se quedan en nosotros- como estampillas de correos.

Septiembre 2010

1 comentario:

Layza María dijo...

Siempre es agradable encontrar un relato diferente y tan bien contado en esta red loca de tanto blogs unos mas insignificantes que otros.
Excelente!! Me encantó =)

Paz!