viernes, 22 de octubre de 2010

La vida sigue igual


Jesús García Clavijo

irenec@medired.scu.sld.cu

El 23 de enero de 1911 quedó abierto definitivamente el puente del parque Almendares, por la avenida 23 del Vedado (según un artículo del periódico Juventud Rebelde, domingo 11 de abril del 2010, página 9). Antes de llegar a la punta del mismo, existió el BRAC (Buró de Represión Anticomunista), donde fueron torturados y asesinados muchos jóvenes revolucionarios antes de 1959.

Ahora, en ese lugar hay un parque y en el centro crece un flamboyán.

En un concurso 26 de julio, Manuel Cofiño López fue premio con un libro que se llama Tiempo de cambio, casi me lo supe de memoria como todos sus cuentos y novelas. Uno de los cuentos del libro se llama “Donde ahora crece un flamboyán” y fue por donde supe la historia de ese parque.

Conocí a Manuel Cofiño López, perseguía la presentación de sus libros y tenía curiosidad por saber quien escribía tan lindo. Gordito, no muy alto, medio calvo, joven, sonriente y buena gente. Cofiño era mi autor preferido de esos años de amores con Ramona.

Murió joven -no pudo defenderse de un artículo que apareció en una revista-, donde aseguraban que plagió un cuento. Es una lástima que no hayan reeditado sus obras, son pura poesía. Todo muy sencillo como deben ser las cosas imprescindibles.

En ese mismo parque -debajo del mismo flamboyán-, en el banco que da de espaldas a la calle 23, Ramona me dio el si -en esa época se usaba eso todavía-. Hoy se acortan las gestiones y los trámites sexuales.

Ramona trabajaba cerca del parque, pero vivía en un reparto muy lejos. Realmente vivía más lejos, era de Guantánamo -la provincia más oriental de Cuba-, pero ya estaba parando con una tía en la capital de todos los cubanos, de la cual no ha vuelto más.

En esos primeros años de Revolución, se hizo un plan de hacer escuelas para mujeres campesinas en La Habana y prepararlas en diferentes esferas de la vida. Toda la Quinta Avenida se llenó de campesinas muy jóvenes y lindas que usaban uniformes de acuerdo a lo que estudiaban y era hermoso recorrer sus calles en las tardes, cuando salían de clases.

Entonces los nombres eran normales: Marta, Carmen, Rosa… no como ahora tan difíciles, tanto que uno nunca llega a entenderlos ni a recordarlos: Yuniesqui, Yaumara, Yurisnelquis… en fin, eso no importa, pero sí sé que todos le decían Cebolla a Ramona y así también le decía yo. Nunca le pregunté por qué ese sobrenombre… pero Cebolla era una mujer muy hermosa y tenía medio batallón tras ella.

Lo que me costaba ir a verla al reparto donde vivía (pero Cebolla… era Cebolla y a esa edad uno no mira las distancias) no importaba, y yo era el hombre más feliz del mundo con mi Cebolla por La Rampa, paseando por malecón o metidos en un cine -luego, fuimos a otros lugares más adecuados para otros menesteres-… pero los inicios fueron así.

Por ella tenía un fuerte rival, Pedro -compañero de la carrera- de muchas posibilidades económicas por su familia pequeñoburguesa y además era de La Habana, aspectos que me ponían en franca desventaja -automóvil incluido-, donde el padre lo recogía religiosamente a la salida de la escuela.

Ramona se quedó conmigo y me creí el “duro” de la carrera y eso afianzó mi confianza en el amor y en los poemas que dedicaba junto a mis tertulias literarias que creía le gustaban a mi compañera. No duró mucho.

La historia de Cebolla vino porque me puse a oír música y salió Julio Iglesias con una canción que se llama La vida sigue igual -esa fue una película de aquellos años de Cebolla que rompió taquillas, luego la vi y no me pareció tan buena… la película-; pero en aquellos días cebollinos me venía bien el melodrama y las canciones de Julio Iglesias.

Entonces mientras reescucho La vida sigue igual, con Cebolla al lado, regresé a La Habana y a esos años lindos de la juventud.

Esos años, esas canciones y esos recuerdos, quise compartirlos con ustedes, porque quizás a alguno también le guste la canción y la recuerden.

Supe de Ramona por diferentes vías, pues manteníamos la misma especialidad laboral y eran frecuentes los encuentros hasta que perdimos el contacto y muchos años después volví a verla en su casa, por mediación de un amigo común…

Aclaramos cosas del pasado y recordamos esos tiempos de la escuela, del parque y los libros de Cofiño que dejaron gran influencia en mí -lo aclaro, no sea que me digan que plagié también uno de sus cuentos.

Quedamos de vernos en la noche después que ella saliera del trabajo. Me defraudo cuando encuentro a los amigos de entonces… además del último parte de los muertos, veo el tiempo que no siento pasar.

Uno regresa a una ciudad y se da cuenta que nunca se fue. Como muchas veces regresa a una mujer que no se ha ido todavía.

Cuando hablé por teléfono con ella fue distinto, su voz pareció juvenil como en aquellos días, alegre, cómplice y curiosa.

El tiempo, sus formas no serían las mismas –pensaba-, ni sus senos aquellos que dibujaba imaginando. Tampoco debo ser lo mismo.

Me confundieron sus conceptos mucho tiempo -la vida para ella tenía tonalidades distintas- y no me importaban mucho con tal de sentir la confianza y la paz que ella me daba y sentía. Los recuerdos son gigantes que nos superan muchas veces.

Su sonrisa de primer año o su cuerpo de tercero, o su despedida de graduados, su cuerpo… ¿Por qué uno siempre anda pensando en el cuerpo?

Realmente no ha cambiado tanto -la pensaba desgastada, pero es la misma-, los mismos ojos y los mismos senos punzantes de las clases de inglés.

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-Vivo sola, -me dijo- no te extrañes, a veces las mujeres lindas, como decías, somos las más desgraciadas. No tuve suerte y ya vez, trabajo y más trabajo, y ese reloj, para decirme que 24 horas pueden ser muchas, o ninguna. Llamaste con el mismo tono jodedor de la universidad.

-Te equivocas, allí era el más serio, recuerda que nunca tuve suerte con las novias…

-¿Y yo? Nunca supe qué fui para ti.

-No importa, vine a verte después de tantos años y no para reproches. Cuéntame de tu vida.

-Antes no te gustaban los "cuéntame tu vida", lo recuerdo bien.

-Mañana regreso a mi ciudad y La Habana se queda lo mismo que antes, casi vacía, casi fría, casi sola.

-Como yo. Conservo tus almanaques todavía. Miro tu letra y recuerdo la mano debajo de las mesas en la biblioteca. Pedro me jodió la vida, además de joderte a ti.

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Ramona me dejó una noche de sábado por Pedro, se casó con él y tuvieron una hija -se llama como ella- y vive con el padre fuera de la Isla. No le guardo rencor, fue su elección aunque no le fuera bien. Nadie predice el futuro.

Toda su vida se le complicó en un silencio enorme y un aislamiento del mundo, hasta esa noche que la volví a ver y se desahogó en confesiones que reanudaron una amistad que no debió terminar nunca.

El mundo es pequeño cuando el amor descubre.

Ramona -la más linda del aula, la más inteligente de la clase, la muchacha de los senos dibujables, la penosa de las colas- que escondía la cara cuando pedían el último; la de los tres años de espera y dos extraordinarios en inglés; estaba como antes, rodeada de misterios, con las ideas en los jueves de pase -sus piernas abiertas, con la miel rodando entre sus muslos- mordisqueándose el dorso de una mano y la otra rozando lentamente, mi mente y sus rodillas.

Menos mal que el 23 de enero de 1911 quedó abierto definitivamente el puente del parque Almendares, por la avenida 23 del Vedado, porque si no, ¿dónde me hubiera sentado con Ramona a guardar tantos recuerdos?

Mayo 2010


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