sábado, 22 de diciembre de 2012

“DON JOSÉ y YO” / Relato ganador del I Concurso Caridad Pineda In Memoriam como autor novel


(Instante en que Noel Pérez García es reconocido como autor novel en el Concurso Caridad Pineda in memoriam. Biblioteca Elvira Cape, Santiago de Cuba /Cortesía Patricia Aportela)

Autor: Noel Pérez García

El que Don José y yo nos encontráramos era cuestión de tiempo. O del destino, si así lo prefieren. Sucede que, como dicen, quien busca encuentra. Y ambos, Don José y yo, andábamos inmersos en una búsqueda. Claro; nuestras pesquisas transitaban caminos diferentes: yo registraba los anaqueles de libros del Club Minerva de la Biblioteca Nacional José Martí, en esos tiempos en los que todavía leerse un libro era lo más importante del mundo, incluso que las exigentes clases de la Universidad de la Habana; y Don José hurgaba entre las infinitas estanterías de la Conservaduría General del Registro Civil, que se extendían por pasillos alargados y estrechos en los cuales, para no extraviarse, los empleados se guiaban desenrollando carretes de hilo, como Ariadnas contemporáneas.

Cómo se cruzaron caminos tan dispares, es un misterio que aún no resuelvo. Tal vez, por el asombro común del hallazgo, por ese instante en el que nos saltan todas las fibras del cuerpo cuando se adivina, más que ver, el objeto buscado.

Ese asombro fue, para Don José, una mujer desconocida, un rostro sin historia aparente (y eso, bien lo sabía el anciano, era imposible) que apareció en una Partida de Matrimonios de las tantas que a diario pasaban por su mano, mientras alimentaba su carpeta de recortes sobre personas famosas.

Para mí, la maravilla fue descubrir a un hombre que lucha desesperadamente contra su soledad, y se sumerge en una investigación como si en eso le fuera la vida (¿será que su vida depende del resultado de esa búsqueda?).

Así, ante dos fascinaciones diferentes, que tal vez son una misma, Don José y yo unimos nuestros caminos. Él se entregó por entero a la búsqueda de una mujer sin nombre (que tal vez tiene en sí, como Don José, Todos los nombres del mundo) y yo, extasiado, lo seguí en su faena.

Tras él recorrí todas las penumbras del Registro Civil; salté algunas cercas, violé incluso alguna puerta; me adentré en extrañas cavernas donde descubrí unos simpáticos enanos de barro; conocí a Pessoa en una posada de la capital portuguesa, mucho después de sobrevivir el cerco de la ciudad; me dejé besar por el perro de las lágrimas; incluso vi volar a un manco sobre el Convento, cuando todavía éste no eran más que un montón de piedras. En una ocasión logré burlar a la muerte (aunque gracias, lo reconozco, a su amor por la música clásica), en un país donde nadie quiso votar y fui de los que temió por la vida de ese milagroso pescador que pasó quién sabe qué tiempo metido en una extraña nube en medio del lago, donde Dios y el Diablo jugaban a definir destinos.

Tan maravillosa fue la travesía que, cuando regresé, todavía buscaba con la vista a Don José, para agradecerle y organizar nuevas búsquedas y aventuras. Pero Él ya no estaba. Era un 18 de junio de 2010. José Saramago había muerto.

Murió cuando menos preparado yo estaba para recibir esa noticia (¿alguna vez lo estaré?). Apenas tenía 87 años. Apenas; porque esas décadas no eran propios de una mente tan lúcida, tan fértil. Su cuerpo debió tocarle a otro.
Cuando lo conocí, Don José me dijo: “El azar no escoge, propone”.

Ahora veo cuánta razón tenía el sabio. El azar puso ante mí un libro, que luego se convirtió en miles de páginas. Esa fue su propuesta. Yo la acepté.
Don José me llevó a Saramago. Saramago fue mi Don José; el que me llevó por los cauces de las páginas leídas y (necesariamente) releídas. El que me espera, lo sé, en esas páginas por leer donde, tal vez, Don José y yo volvamos a desandar mundos extraordinarios. Donde una vez más, la muerte nos deje escapar entre sus intermitencias de enamorada.


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