lunes, 1 de octubre de 2007

FLOR LOYNAZ: LA POETA CON NOMBRE DE GENERAL

REINALDO CEDEÑO PINEDA

-¡General, soy tu hija, no tu esclava!

Las paredes hicieron silencio. Aquella niña no pasaba de los cinco años, pero no había temblor en sus labios al dirigirse a su padre, Enrique Loynaz del Castillo, veterano de la guerra de independencia cubana y autor del Himno Invasor.

Ante él, muchos adultos procuraban bajar la voz. Decían que era respeto, pero tanta vida le sostenía detrás, que algo de miedo había a mirarle a los ojos fijamente.

Flor, no era de las que bajaba los ojos, ni la voz.

Su hermana, Dulce María (Premio Cervantes, 1992) afirma que "no se pudo seguir con ella la antigua costumbre de ponerle una niñera o manejadora. No soportó a ninguna, las arañaba, las mordía hasta que se iban".

Le dirían Beba, porque aquello de bebita, la más pequeña; pero Flor era todo un bosque en gestación. No pareció bastar un general, y hubo dos, porque su nombre remedó a otro: el gallardo Flor Crombet.

Nacía una niña con nombre de general.

Reconcentró en sí el olor a sándalo de su madre Doña Mercedes, el fuego de su padre y el don especial de los Loynaz. Pero, fatigado tal vez el destino de prodigar tanto talento entre aquella familia, le exigió su precio: el del amor difícil, mellado siempre; y el de la soledad.

Flor ripostó con una rebeldía absoluta. Su vocación apuntaba a la medicina, pero su madre -distinguida en el trato social e igual de firme en el carácter- le hizo desistir; que sus hijas no serían esclavas de nada, ni siquiera de aquella noble profesión. Flor no osó contradecirla, mas no renunció del todo y se las arregló a escondidas para ayudar en la disección de cadáveres, eso dicen, y nada le viene mejor a su ardor.

Poco diremos apuntando que nació en La Habana en 1908, porque su energía pertenece decididamente a este siglo; nos parece que la encontraremos por esos caminos.

Tomó parte en las luchas políticas contra el Dictador Gerardo Machado (“el asno con garras” bautizado por Villena). Perteneció incluso al Directorio Estudiantil, pero la desilusión le rompe el alma. Empezará a mirar la política como un fondo, donde vivir la novela de su vida.

.Se desquitó a su manera de los años de educación finísima y paciente, de las capillas del jardín, de las orquestas familiares, de aquellos juegos de improvisación que no acababan nunca.

Parecía coleccionar suspensos, para tortura de aquellos profesores que llegaban unos tras otros a su casa. Al principio, el mundo venía a ellos. Quizá siempre consideró, allá en el fondo, que sólo uno está capacitado para juzgar, y ese era Dios.

Se colgaba joyas y diademas para irse al lecho, y al otro día -para el escándalo filial y del platero-, aparecían las cuentas aquí y allá, con su huella inequívoca.

No cabía dentro de los muros, ni aún cuando su madre decidió dar un espacio a cada uno. Ella quería atrapar el sol, pero tenía que mirar sus rayos traspasando los vitrales… por ahora.

La noche pasó callada
¿a dónde fue la canción?
Tras la ventana ojival
hay un ligero temblor…
Los cristales están fríos
aunque ya calienta el sol
y tras ellos una dama
- o una sombra- ¡sabe Dios!
pues el vitral de colores
no deja ver lo interior.

(“Drama medieval relatado en de diez versos
de ocho sílabas”, Flor Loynaz)

Su matrimonio con el arquitecto inglés Felipe Gardyn, se nos presenta como una inconsecuencia, el sometimiento ¡al fin! a una convención… si no supiésemos que ella no conocía conchas ni ataduras, más que la que se hubiera echado por cuenta propia. Dulce es categórica, respecto a esa unión: “lo dominaba como un juguete en la mano".

Si nos atenemos a sus versos, su amor, como los papalotes, se habría ido a Bolina, la "remota e inexpugnable Bolina".

En las afueras de La Habana se hizo su atalaya. De su puño y mente, diseñó la Santa Bárbara, su mansión en La Coronela. Buscó la amplitud, la altura, el aire…que mucho le había faltado; si bien tocó a Felipe levantarla de la imaginación y de los cimientos. Actualmente, el lugar es sede de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano.

Cuando a golpe de cincel y martillo, el prejuicio quiso borrar el nombre de la Hacienda, el mismísimo García Márquez (entonces presidente de la Fundación), impidió el ultraje. ¡Ese nombre se lo puso su dueña y lo tendrá ese nombre mientras yo viva!

Flor no escatimaba cariño, lo dispensó a las cosas más increíbles.

Al acondicionar la casona para el nuevo uso, hallaron empotrado uno de sus autos. La sorpresa dejó atónitos a quienes la conocían sólo de oídas…y la leyenda de la hermana más pequeña de los Loynaz no hizo más que crecer. Seguramente la punta de la hebra había que rastrearla en las frases que hablaban del "corazón de acero" y los hierros “con olor a mar”.

Vistos estos pasajes de su vida, casi es redundante señalar que su retrato es una tarea titánica. Inexactas o esquivas, desfiguradas o hiperbólicas, hasta grotescas… se presentan algunos intentos de tomarla como inspiración; a ella o a su familia toda.

Se afirma que lo hizo Alejo Carpentier en su novela El siglo de las luces, que algo de Flor hay en Sofía; mas las licencias de la creación están por doquier, y acaso no habrá que pedirle la fidelidad que jamás se propuso.

El cuadro fantasmagórico del filme Los sobrevivientes, de Tomás Gutiérrez Alea, es pura hipérbole. Y así, uno y otro, dejan la sed de reencarnarla un día en el celuloide, con supremo cuidado, para no profanarla.

El rastro de su voz sólo queda en la memoria de los más cercanos, y acaso sobrarán los dedos de la mano para contarlos. Escasas y extrañas han sido sus imágenes públicas conocidas. Siempre huyó del lente, celosa de su absoluta libertad.

Flor no era Flor, en aquella fotografía que la muestra tan joven, el largo traje y el rostro adusto frente al tocador. No lo era en esa otra imagen infantil, faz contra faz y cabello infinito, con un pie que se refiere a ella y a la hermana, como dos niñas feas.

No podemos tocarla en la imagen exhibida en el volumen Como estrella escondida (publicación póstuma de los poemas que lograron salvarle), con la naturaleza a las espaldas, y las facciones núbiles. No podemos alcanzarla cuando aparece recostada a una silla, falta de aliento, más bien depositada allí, cual reina ausente en un decorado.

Sólo es posible saludarla a lo lejos, adivinarle la silueta, cuando asciende la larga escalera de su Santa Bárbara, detenida un instante; como una concesión especialísima, a través del tiempo. No podremos verla, descolorida ya, fumándose la vida.

Tendremos que asomarnos al borde mismo de la metáfora; y tal vez con muchísima suerte logremos adivinarle una vida que no le cabía en el cuerpo.

Sabía mirar en los animales los ojos de Dios. Sus perros Trenino y Teodolfo, han entrado en la inmortalidad de manos de su dolor. Arrancó al cocinero dos conejos listos para convertirse en fricasé, y salió despavorida.

En una ocasión, compró todas las aves de un establecimiento para liberarlas… ante los ojos incrédulos del carnicero. ¿Fumigar? ¡Ni loca!, aunque le tuviera pavor a las cucarachas.

Dedicó todo un soneto a los seres minúsculos que deshacían su biblioteca:

Libros maravillosos y deshechos
Donde la traza y la polilla un día
Con hambre semejante al hambre mía
Aquí encontraron alimento y lecho

Viviendo estamos bajo el mismo techo
¡y bien conoce Dios cuánto querría
aplastaros a todas a porfía
si al corazón no repugnara el hecho!

Mas pienso en vuestras vidas pequeñitas
...................................................................
Es por eso que inclino la cabeza
Y se cruza de brazos mi tristeza

(“En mi biblioteca”, Flor Loynaz)

La madre tuvo que crear un asilo para perros: el Bando de Piedad, porque Flor llevaba a casa a cuanto se encontraba en el camino, sin importar cuantos tuviera ya. Y lo siguió haciendo hasta el final de sus días.

Tal vez, valga imaginarla en ese instante de concentración suprema, cuando la mente henchida va deprisa y tórnase baldío el esfuerzo por retener las letras sobre el papel; el segundo del rayo luminoso, donde se filtran los dolores, los desamores y el sueño; y empieza a destilar el verso palabra a palabra, con su milagrosa capacidad para ennoblecer las desgarraduras.

Cuando conocí a Dulce María Loynaz en su casa de 19 y E en el Vedado -justamente donde Flor pasó sus últimos días-, hubiera sido imperdonable no asistirme de su autoridad para que valorase la calidad estética de la obra de su hermana. Sabía que la pondría en una situación comprometedora; pero, la Premio Cervantes demostraría una vez más su agudeza:

"Yo pienso que ella ocuparía con justicia uno de los primeros lugares en la poesía cubana y más allá, no únicamente contemporánea, podíamos remontarnos más lejos; pero la opinión mía no la tendría en cuenta nadie, no sólo porque soy su hermana, y porque estoy muy unida a ella por lazos de sangre, sino además por lazos espirituales profundos que suelen valer más que los primeros".

Sin embargo su vida, con mucho, excede a la poesía. Le surgía tan fácil, que parecía tenerla a menos. Depositó su inspiración en las cosas humildes –un perro callejero, una hoja de papel- lo que cabía más a su religiosidad.

Se negó sistemáticamente a publicar nada, ni aún pidiéndoselo poetas de la talla de Juan Ramón Jiménez. No serían los hilos de la poesía -tan indefinibles- quienes la sujetaran.

Los más cercanos afirman que nunca tomó en sus manos un libro de Preceptiva, que no le iban barrotes a sus alas. El verso le asaltaba como un rasguño en la piedra, y lo estampaba en cualquier recado, en el papel más próximo, suelto, irrecuperable.

Pido licencia para acompañarle a la tertulia consoladora de Pinar del Río, con su batón verde fuera de tiempo. La tertulia de los nuevos amigos, cuando los viejos habían desaparecido: por muerte, o por descuido, o por conveniencia.

Permiso para mirarle los ojos llenos de aquellas arenas de Egipto, frente a las pirámides; hasta para entrar a su intimidad, levantar el dosel y ver dormida ante nosotros a Flor, una mujer que parece no haber dormido nunca.

Su pasión no conoció medianías. La libertad era su naturaleza, en una práctica siempre rara: la fidelidad a sí misma.

Afincada en la belleza interior -que la visible ya era vasta- no le importó cortarse el pelo al rape o fumar tabaco. Cuando las fuerzas se le salían por los poros, se iba a los bares a tomar ron; pero... ¡Ay de aquel que se atreviera a una obscenidad delante de ella!

Al propio Lorca, en sus días habaneros, lo arrastró con ella. Y de manos del granadino recibió una estampa de la Virgen de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba:

- De una virgen cubana para otra virgen cubana, le dijo.

Un día, Flor debió asumir un reto intempestivo lanzado por uno de los acompañantes de su comitiva. El personaje apostó: debía improvisar un soneto… ¡nada menos que un soneto!...en el poco trayecto que quedaba. Tal vez sonreiría, previendo un triunfo seguro, pero Flor asumió el desafío como pez en el agua:

Ya que el Doctor Abril quiere un soneto
Accedo a complacerle presurosa
Robaré los perfumes a la rosa
Robaré al ruiseñor su canto inquieto

Parece haberme dado un amuleto
La musa que se muestra generosa
Pues el verso me es fácil cual la prosa
¡Y terminado queda otro cuarteto!

De modo que de acuerdo a lo pactado
El vasito de ron apetecido
Espero que por fin me lo he ganado

Pues al Templete aún no hemos llegado
Y ya queda el soneto concluido
Doctor Abril, lo dejo complacido.

A comienzos de los cuarenta, Flor será huésped de Cruz de Piedra, casa de campo para enfermos mentales. No será demasiado esfuerzo imaginar a sus compañeros de infortunio, y la reacción de desconcierto de quienes le atendían, porque la lucidez no le abandona.

Ahí están sus versos: " y a enterrar sus locuras van los locos/ Lo llevan por un camino largo/ sin camino/ hacia blancuras de mármol.../ Callado: lo que fue alarido".

Tal vez la locura, su locura, era solo exceso de vida.

A veces cascada, cauce desbordado; otras, torre de asalto. Nada ni nadie se le pudo interponer; pero sabía brindarse y quedan testimonios amables de aquellos que visitaron su casa. Nunca tuvo hijos, pero sabía querer a los ajenos.

Por su ímpetu, Flor Loynaz es la Juana de Arco de nuestras letras.

Cuando el cáncer le atenazó, se tragó los ayes hasta que nadie pudo escucharlos. Ya lo habría escrito antes: "yo no quiero otra sangre que la mía/ ni fuerza ni salud si son ajenas". En las paredes de su cuarto daba gracias al señor: "porque me diste un corazón valiente".

Murió sola, en 1985, en su propia isla. Unos pocos, poquísimos, asistieron a su despedida. Y ello, sin dejar de ser dramático, era seguramente consecuente: lo había labrado así.

Sin embargo, hay una anécdota, escuchada en alguna parte, quizás consecuencia del mito, o de esos insondables sucesos de la vida que hemos dado en llamar milagro.

Cuando muere su hermana Dulce María (con todo un pueblo pasando por su ataúd) afirman los más cercanos que, por un instante, las facciones de Dulce María eran el vivo retrato de Flor. Sus facciones eran de una coincidencia impresionante.

Flor enterrada dos veces; concesión suprema de la hermana mayor, para que Flor recibiese junto con ella, el homenaje de toda la nación allí representada.

Es hora de entrar a Flor por el pórtico grande de la Literatura Cubana. Que su energía inimitable, no obnubile la grandeza de sus versos.

2 comentarios:

Rosalinda Laya dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Rosalinda Laya dijo...

...almas fuertes ...almas hambrientas ... que posiblemente buscan refugio o alimento ... o viven de la poesía...

Me gusta tu manera de ver a la poetisa justo desde donde existe... desde su fidelidad a si misma... desde su libertad...

Muy interesante tu manera de escribir... te sigo leyendo