A mi madre, la otra
Úrsula
Un huracán, una
intensa sequía o un temblor de tierra son acontecimientos demoledores. Ante estos
fenómenos repetimos una y otra vez: la naturaleza es impredecible. Sin embargo,
por mucho que nos afecten, cuando el tiempo pasa, comienzan a formar parte de
nuestros recuerdos, del imaginario popular y luego los evocamos ante la
inminencia de un nuevo evento.
Pero la lectura
del libro, de aquel que no sabes con exactitud cuándo ni cómo llegó a tus manos,
con el que estableces un diálogo en soledad y un pacto para siempre, que relees,
repasas y cada vez encuentras algo distinto en él; jamás se convertirá en
recuerdo o evocación, sino en una presencia viva de la que no podrás
desprenderte aunque lo intentes.
Esa magia, ese poder imantador de “mi libro”
quizás no alcancen a todos los que se acerquen a él, aun cuando se trate de
lectores especializados o críticos que reconozcan sus valores estilísticos, su
importancia literaria. Y es que no me refiero a un examen académico, sino al goce
del espíritu, a ese que solo conseguimos cuando el propósito de la lectura es
el disfrute.
Si bien los
estudiosos han insistido en la intencionalidad del Gabo al recrear el tema de la soledad, una vez que entras en
contacto con Macondo, su ambiente y sus personajes, tendrás una eterna compañía.
Eso han representado para mí y todavía más: la posibilidad de un permanente
intercambio con amigos y familiares que vivimos la aventura de transitar el
camino de Cien años de soledad.
Cómo atrapar a
la familia Buendía, cómo describir a las personas que la integran y, que más
que personajes, los percibí como seres humanos reales que afrontan los
conflictos más comunes y también, a ratos, los más insólitos ¿Son los
representantes de una extraña raza? Mejor, los de una fibra nada ajena a
nuestra manera de ser y sentir , recreada con todo el oficio de quien ha sabido
captar las más profundas esencias humanas para darnos un José Arcadio, un
Aureliano, una Amaranta o varios de ellos.
En estos tiempos
en que tanto se habla de la necesidad de
transformar el panorama económico de mi país, siempre que conozco a un hombre
que emprende un negocio con cierto desconocimiento, pero con un brillo
esperanzador en su mirada y una enorme terquedad, siento que estoy ante aquel otro,
el de los pescaditos.
Mi prima Diana,
con una fuerza arrolladora a pesar de su edad, emprende proyectos constructivos
para salvar una casa en ruinas y su
pasillo lleno de plantas, con la convicción de que saldrá adelante de esa
“fiebre de restauración” para conservar el patrimonio familiar. En ella distingo
a Úrsula Iguarán, esa que me acompaña de vez en vez cuando voy al cementerio
para repetir en silencio: soy de este lugar porque aquí tengo mis muertos más
queridos; la misma que afirmaba con toda certeza el estar esperando que culminara
la lluvia diluviana para finalmente amanecer muerta un jueves santo. Esta fecha no es mera
coincidencia sino una alegoría a toda una vocación de servicio, al
desprendimiento y la agonía, al gozo y la tristeza y al mandamiento del amor:
“amaos los unos a los otros como yo os he amado”.
Una tarde, al
regresar de mi trabajo, encontré a mi madre, ya muy vieja y enferma, empeñada
en medir fuerzas con su bisnieto. Era Úrsula que, en medio de una situación tragicómica, se defendía de los
suyos diciendo: “estoy
viva”.
Regreso siempre
a mi personaje más querido. Ella entrega al lector una imagen múltiple de
mujer. Sus preocupaciones y ocupaciones, sus dolores y esperanzas, su energía
física, su afán por mantener la casa y
la familia frente a todos los
contratiempos de su vida centenaria, han sido el resorte principal para encontrarla
tantas veces fuera de las páginas de la novela: en mi madre, en mi prima, en
amigas y por qué no, hasta en mí misma.
A menudo, reviso
si la ventana de mi baño en un tercer piso está completamente cerrada, no sé si
para evitar el frío o por temor a que se asome alguien, me sorprenda y en su
propio asombro pueda caer. También en varias ocasiones, desde mi balcón, he
visto a mi nuera inclinada en el suyo para tender una sábana y he experimentado
la sensación de que ella, bella y joven como Remedios, pudiera volar hacia un
lugar desconocido.
Durante varios
meses seguí de cerca el empeño de mi hermana por conseguir una ciudadanía
española: cartas y más cartas enviadas a alcaldías, ayuntamientos, registros
civiles en diferentes regiones, siempre buscando pistas sobre nuestro bisabuelo
y… nada. En más de una ocasión la llamé Fernanda del Carpio para quien la
comunicación con sus médicos invisibles se convirtió en obsesión.
Leo con
periodicidad la columna “Hilo directo” del periódico Granma y a cada rato resucita ante mí José Arcadio Buendía
pronunciando su frase favorita: “este es el gran invento de nuestro tiempo”.
Camino por una
de las calles céntricas de mi vieja ciudad y ante los más diversos artículos,
expuestos en catres y pregonados por vendedores muy parecidos a gitanos, añoro
la aparición de Melquiades en cualquier esquina.
Muchas noches no
logro conciliar el sueño ni siquiera con los ejercicios de retrospección o mis
oraciones: el desvelo permanece.
Entonces temo mucho padecer “la enfermedad del insomnio”.
La lluvia me
produce mucho miedo, casi patológico o al menos inexplicable para todos
aquellos que afirman lo agradable que es dormir mientras llueve. Creo que solo
aceptaría con beneplácito una lluvia de pequeñas flores amarillas como
aquellas que cayeron el día en que murió
el patriarca Buendía que tanto me recuerda al tío Miguelito.
Siempre que
aparece en la casa una mosca grande repito,
como decían mi abuela y mi madre: ¡Ah, hoy tendremos visita! Imposible olvidar
en esos instantes al Aureliano que nació
con los ojos abiertos, cuyas premoniciones se cumplían inexorablemente:
“alguien va a venir” anunció el día en que apareció Rebeca, la niña tímida que
comía tierra y a quien luego vi retratada en una parienta que de pequeña solo
consumía, a escondidas de sus padres, espaguetis crudos.
Recuerdo que mi
abuela contaba de parientes que muy bien pudieron llevar el apellido Buendía y
haber vivido en Macondo: Aida recibía los mensajes que su esposo le mandaba en
las estrellas a determinadas horas de la noche siempre que se ausentaba por
mucho tiempo del hogar al que volvía con muchos ímpetus para dejarla embarazada
y luego marcharse de nuevo, o Lando quien enloqueció a causa de los estudios bíblicos y debajo
de una mata de ciruelas, que bien pudo
ser un castaño, entonaba cantos religiosos día y noche hasta que lo llevaron a ingresar en un hospital de
dementes, de lo contrario hubiera podido morir allí.
En más de una
ocasión lloré frente a este libro así como reí en otras oportunidades con situaciones que son realmente divertidas: la confusión
con los gemelos José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo, la consumación del
acto sexual entre los fundadores de la familia, aun cuando por el incesto, nacieran iguanas de
esta unión; la petición de mano de
Remedio Moscote por José Arcadio (hijo) cuando la niña “ era impúber y aún se
orinaba en la cama” , ante la frase pronunciada por Úrsula con la mayor
serenidad para describir a los hombres de la familia: “Así son todos: locos de nacimiento” y con el ofrecimiento de Amaranta, a punto de morir,
de llevarle cartas a los muertos.
Dramatismo,
comicidad y lirismo se entremezclan una y otra vez en el libro como para lograr una especie de
equilibrio emocional en el lector. Así, las mariposas amarillas que anuncian la
aparición de Mauricio Babilonia de quien
se enamora desmesuradamente Memé, son al mismo tiempo augurio del amor y
de la muerte temprana.
El Macondo
originario me persiguió como imagen literaria y espacial durante una buena
etapa de mi vida, hasta que finalmente pude llenar ese vacío el día en que
visité uno de los primeros bateyes de mi provincia cuya vida social y cultural
se había desvanecido de la misma forma en que desapareció su central azucarero.
La llegada de un grupo de artistas y escritores en una Cruzada
Literaria inundó de alegría y esperanza aquel
ambiente
como si asistiéramos al nacimiento del ferrocarril o a la llegada de los
gitanos y con ellos el imán, el catalejo, la lupa o el hielo.
En los últimos
tiempos, ante el temor de las transformaciones que vienen ocurriendo en las
prácticas de la lectura, varios estudiosos acuden a frases como “la muerte del
autor a manos del lector” o la “transfiguración o muerte del lector”. Prefiero
coincidir con Jorge Luis Borges en aquello de que el libro no desaparecerá, sobre todo, Cien años de soledad, en cualquier formato:
impreso o electrónico, por el bien de las
futuras generaciones lectora
El anuncio de la
muerte de Gabriel
García Márquez conmovió
a muchas personas en el mundo entero. Sentí algo muy parecido a cuando muere un
familiar o un amigo verdadero. Recordé el final de su novela y lamenté
profundamente que al menos él no tenga una segunda oportunidad en esta tierra.
DE LA AUTORA / Aracely Aguiar Blanco
Graduada de la Carrera profesoral
superior de Español y Máster en cultura latinoamericana. Impartió clases de
Literatura por espacio de 15 años en el
Instituto Superior Pedagógico José Martí.
Luego se desempeñó como directora del
Centro Provincial del Libro y la Literatura de Camagüey desde el 1998 hasta el año 2011. Fue profesora del Centro de Superación para la Cultura y de la Filial del Instituto
Superior en Camagüey. Dirigió la revista Antenas desde el año 1998 hasta
octubre del 2011. En la actualidad está
jubilada.
--TODOS LOS PREMIOS / TODAS LAS FOTOS en:
---“Un libro: Novelas y cuentos de Voltaire”: Federico
Gabriel Rudolph (Argentina) / PREMIO CAPÍTULO INTERNACIONAL / V Concurso
Caridad Pineda In Memoriam
---“EL LIBRO QUE ME TOCÓ VIVIR” de Yecenia Ramírez Sosa
/ Premio AUTOR NOVEL y trabajo más premiado / V Concurso Caridad Pineda In
Memoriam 2016
__ “Sobre EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA
MANCHA”: Mireya Chico Díaz / PREMIO TERCERA EDAD / V Concurso Caridad Pineda In
Memoriam
---TODOS LOS PREMIOS /
TODAS LAS FOTOS en:
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