Reinaldo Cedeño Pineda
¿Nuevo cine latinoamericano? Cada diciembre, la interrogante halla su respuesta con la amplia muestra del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana.
Es un festival que ha sido fiel a su compromiso de ser punto de reunión, vitrina para la filmografía de la región. Una cita fiel y sin interrupciones, a contrapelo incluso de una economía de la Isla que tras la desintegración de Europa del Este, sufrió un golpe demoledor en los años noventa.
Sin embargo, la historia no comienza en la capital de la mayor de las Antillas, ni es tan reciente como pudiera acaso suponerse.
Pero… ¿cuándo nació el nuevo cine latinoamericano? ¿Existe acaso una identidad entre países tan diversos? ¿Puede acaso lograr espacio entre la invasión de cintas norteamericanas y su sistema de estrellas?
Primero habrá que afirmar con orgullo que la historia del séptimo arte en esta parte de América comenzó por México, poco tiempo después que el cinematógrafo de los Lumiere entregase sus asombros en París, en el estertor del siglo diecinueve.
Luego el lente azteca abrió paso a sus historias.
Algunos críticos a la vista de los años, se atreven a mirar aquel cine de oro por encima del hombro, insistiendo en su carácter comercial o en la reiteración de fórmulas estéticas… olvidando tal vez que de esas tragedias pueblerinas, que de esas sensibilidades y esa tradición también estamos hechos.
Olvidan tal vez que fue un cine que pudo resistir el embate de Hollywood. Un cine que habló en español con sus propias estrellas:
Cine hecho desde los ojazos de La Doña, María Félix y de María Candelaria- Dolores del Río; desde las gargantas y el sombrerón de Jorge Negrete o Pedro Infante.
Cine desde la mano mágica de Emilio “El Indio” Fernández, la fotografía de Gabriel Figueroa y la versatilidad de Pedro Armendáriz. De los enredos de Cantinflas, y por supuesto, del cine grande de Don Luis Buñuel de Los olvidados (1949) que jamás se olvidan. Y de la épica inconclusa de Eisenstein con ¡Que viva México!
Más al sur, Argentina dio paso a un cine aséptico de señoritas casaderas y grandes mansiones, lo que se ha dado en llamar “las películas de teléfonos blancos”. Un cine de tanguedias…. pero que rescató el sonido inmortal de Carlos Gardel y entregó una madreselva a Libertad Lamarque.
Desde la Pampa, llegaron también, un clásico de ambiente rural: Las aguas bajan turbias (1952, con Hugo del Carrill). Leopoldo Torre Nilsson dará un puntapié a la decadencia de la alta burguesía tradicional con La casa del ángel (1956). Fernando Birri trae un muestrario de la infancia paupérrima de la gran ciudad en su documental Tire- Dié (1958), las inolvidables manos tendidas de los niños tras un tren.
Hay un intento de gran sacudida: La hora de los hornos, (Fernando “Pino” Solanas y Octavio Getino, 1960) pero sobrevendrá la larga noche de la dictadura...
Por otra parte, el gigante sudamericano asombra al mundo. Brasil deja atrás la comedia fácil y el pintoresquismo con samba incluida, para girar hacia las profundidades.
El Cinema Novo constituyó una revolución estética que tuvo su eclosión en los cincuenta y cuya influencia no se ha apagado jamás. Sus obras emblemáticas se movieron entre la experimentación y el delirio, la tragedia desgarradora de la ficción y el afán testimonial cercano a la documentalística.
Desde esa exuberancia casi barroca, emergieron las antológicas Dios y el Diablo en la tierra del sol (1964) y Antonio das Mortes (1969), de Glauber Rocha o Vidas secas (Nelson Periera Dos Santos, 1963)
Y es que América Latina urgía de una mirada hacía sí, hacia sus dramas y bellezas... un nuevo cine.
ENTRE EL DRAMA Y LA ESPERANZA
Un cine múltiple, hecho con los riñones y las ansias. Cine entre el drama y la esperanza de la gente común. Cine de coproducciones, de alianzas entre la técnica, el arte y el financiamiento.
Cine desnudo que en sus mejores títulos alcanza también alta factura estética. Cine de afectos especiales y no de efectos especiales.
Viña del Mar en 1967, tal vez fue un punto de partida, con el entusiasta apoyo del inolvidable Aldo Francia y su conocido Club; pero La Habana retoma en 1979 aquel intento frustrado en Chile. Sin olvidar, por supuesto, a Cartagena de Indias, la cita más antigua de la región.
Nuevos íconos y nuevos nombres integran la imagen latinoamericana.
Desde el estaño y las alturas de Bolivia, Jorge Sanjinés fundó el grupo Ukamau (1963) para captar las realidades del altiplano. En sus filmes, el dolor y la luz cobran nombre: Yawar Malku (Sangre de Cóndor, 1969) y La nación clandestina (1989).
El maestro Sanjinés, uno de los padres del nuevo cine latinoamericano, intentó explicar la singularidad del séptimo arte de la región:
“Los latinoamericanos podemos hacer el mejor cine del mundo, porque somos ricos en humanidad, en sinceridad, porque somos una potencia en historia y en ternura”
Argentina es pura lava, explota el volcán desgarrador de sus desaparecidos con La noche de los lápices (1986, Héctor Olivera), el vuelo de la muerte en Garaje Olimpo (1999, Marcos Bechis) o La historia oficial (Luis Puenzo, 1984, Oscar a la mejor película extranjera), con una pareja de lujo: Norma Aleandro y Héctor Alterio).
La mirada de María Luisa Bemberg se mueve en la trama de historias íntimas y exclusivas con Camila (1984) o Yo, la peor de todas (1990), esta última sobre la musa increíble de Sor Juana Inés de la Cruz.
Federico Luppi conmueve al tajar su lengua en la célebre Tiempo de revancha (1981) y encarna el miedo en Últimos días de la víctima (1982), ambas de Adolfo Aristaraín. Mientras, Fernando “Pino” Solanas canta la gran oda, la de la emigración (Tangos, el exilio de Gardel, 1985), la nostalgia: Sur (1987) y el latrocinio infamante del desgobierno en Memoria del saqueo (2003).
Una para la sonrisa, la maestría de Antonio Gasalla como la inolvidable Mamá Cora en Esperando la carroza (Alejandro Doria, 1985). Y otra para la persistencia de filmar en cualquier circunstancia, cine dentro del cine en la excelente La película del rey (1985) de Carlos Sorín.
Argentina y el episodio desastroso, el drama oculto de Las Malvinas revisado por Tristán Bauer en Iluminados por el Fuego (2005)
México vuelve.
Y se abre de par en para a un ícono de las artes plásticas americanas, Frida Khalo en Frida, naturaleza viva (Paul Leduc 1983) con Doña Ofelia Medina. Para filmar, el director debió hipotecar sus bienes.
María Rojo se afirma gran dama del cine latinoamericano tras la versatilidad mostrada en cintas de la talla de María de mi corazón (1979) o La Tarea prohibida (1992), ambas de Jaime Humberto Hermosillo; El callejón de los milagros (1995, Jorge Fons) o Danzón (1991, María Novarro).
Ernesto Gómez Cruz recuerda al cine de oro con su interpretación de El imperio de la fortuna (1985) y en Profundo Carmesí (1996) ambas de la mano directriz de un clásico de nuestro cine, Arturo Ripstein.
Alejandro González logra el éxito con el drama entrelazado de Amores perros (2000), mediada una revelación, la de Gael García el mismo al que tocará corporizar nada menos que al Che en Diarios de motocicleta (2004), la cinta brasileña de Walter Salles.
Brasil sigue escribiendo con imágenes su historia más reciente.
La música de Chico Buharque hace bailar a todo el continente al compás de una historia callejera, Ópera del Malandro (1986, Ruy Guerra). Sonia Braga hipnotiza con Doña Flor y sus dos maridos (1976, Bruno Barreto) y convence en Tieta de Agreste (1996, Carlos Diegues). Ambas toman el argumento del maestro de la novela, Jorge Amado.
Brasil mira a sus demonios: Memorias de la cárcel (Nelson Pereira Dos Santos, 1984), sus luchas: Ellos no usan smoking (1985, León Hirszman) o Bye, bye Brasil (Carlos Diegues, 1979) y a sus fabelas: Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002).
El corazón de un país rico lleno de pobres, se dibuja en la premiadísima Estación Central de Brasil (Walter Salles, 1998) con el dúo inolvidable de la cartomántica Dora (Fernanda Montenegro en una actuación perfecta) y el niño Josué (Vinicuis de Oliveira).
Cuba desde su reto permanente, aporta su visión al cine latinoamericano.
Humberto Solás presenta la historia de la Isla a través de una mujer en diferentes épocas: Lucía (1968 y una indomable Raquel Revuelta), retrata el oportunismo (Un hombre de éxito, 1996) y hace un magnífico retrato coral de una sociedad en Barrio Cuba (2005)
Tomás Gutiérrez Alea analiza la revolución cubana desde la perspectiva de un intelectual en Memorias del subdesarrollo (1968). La película ha sido considerada en más de una encuesta, como el mejor filme en la historia del cine latinoamericano.
Alea –más conocido por “Titón”- construye una oda a la tolerancia sexual y de pensamiento desde Fresa y Chocolate (1993), mientras su compatriota Enrique Pineda Barnet atrapa a una artista de teatro enfrentada a la miseria de su tiempo (La bella del Alhambra, 1989, Premio Goya, con el protagónico de Beatriz Valdés).
El cubano Santiago Álvarez es uno de los precursores del vídeo clip en el mundo con seis minutos sobre la discriminación en los Estados Unidos al compás de la música de Lena Horne en la fuerza de Now! (1965).
Daysi Granados –para algunos, el rostro del cine cubano- logra el reconocimiento internacional al encarnar a una mujer que exige la igualdad en Retrato de Teresa (Pastor Vega, 1979); mientras desde el animado, Juan Padrón crea un verdadero ícono, un héroe criollo contra el colonialismo español, Elpidio Valdés y su larga saga.
En tiempos recientes, Fernando Pérez, actualiza la imagen Cuba, con sus desesperanzas y sueños en su trilogía Madagascar (1996), La vida es silbar (1998) y Suite Habana (2003).
Otras cinematografías se acercan, debutan. Algunos títulos se hacen su lugar en la preferencia internacional.
Francisco Lombardi (Perú) es ya todo un clásico con La ciudad y los perros (1985) y con Caídos del cielo de1990, logra el Goya a la mejor cinta extranjera de habla hispana.
Colombia en la memoria fílmica con La estrategia del caracol (Sergio Cabrera, 1993), la descarnada realidad de la droga (La vendedora de rosas (Víctor Gaviria 1998) o la reciente Rosario Tijeras (Emilio Maillé, 2005, con la eficiente actuación de Flora Martínez). Y con la mejor cinta de aquella serie basada en historias del “Gabo”, Gabriel García Márquez, la fantástica Milagro en Roma (1987) de Lisandro Duque.
Venezuela destaca con la crónica de la conquista de América en Jericó (Luis Alberto Lamata 1998), las obras de maestro Ramón Chalbaud (El pez que fuma, 1977) y una reciente lista de propuestas.
Desde República Dominicana, Ángel Muñiz logra todo un suceso con el encontronazo demoledor de un caribeño en el monstruo neoyorquino, Nueba Yol (1995) y Jacobo Morales (Puerto Rico) descubre la sonrisa y traza el perfil cotidiano en Lo que la pasó a Santiago (1989). Uruguay abre su pequeña ventana con Whisky (Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, 2004)
Chile vive hoy una eclosión, tras aquel clásico del cine latinoamericano, El chacal de Nahueltoro (1969) de Miguel Littin, retrato sobre la huella corrosiva del poder. Y el imprescindible Patricio Guzmán con La batalla de Chile, 1977), sobre el gorilazo de Pinochet, el golpe de estado en el país más largo del mundo.
¿Quién podrá negar a estas alturas, la existencia del cine latinoamericano?
Un cine que se renueve en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños (Cuba), en la creación de maestros y novísimos, en el aliento permanente de Gabriel García Márquez. Cine de los Tucanes de Río y Las Indias Catalinas de Cartagena.
Un cine irreductible que sabe emerger de las soledades, siempre en campaña. Cine enhiesto frente a las distribuidoras y los monopolios, que no ocupa aún el espacio merecido; pero al que no se ha podido ningunear.
El cine latinoamericano es un asombro. Es un milagro que siempre aprovecha el último aguacero para echar nuevos brotes.
1 comentario:
Te falta ver la película peruana "Bajo la piel", en mi opinión la mejor cinta peruana de todos los tiempos. La última que vi "Muero por Muriel" también resulto interesantes.
Publicar un comentario