miércoles, 26 de junio de 2013
Víctor Mesa, entre la impunidad y el debate
Eric Caraballoso Díaz
A fuerza de ser díscolo, de provocar con sus excesos
a tirios y troyanos, Víctor Mesa se ha convertido para Cuba en un mal
necesario. Sus explosiones, tan estrepitosas como la del volcán Krakatoa, han
sacudido los cimientos, no del beisbol cubano como algunos han querido ver –Víctor
no pasa de ser un síntoma, nunca la raíz–, sino del debate público en la mayor
isla del Caribe. Y lo han hecho principalmente para bien.
No digo que vaya a cambiar mucho, ni siquiera que
vaya a cambiar nada, pero solo por el hecho de desperezar esa adormecida
entelequia que ha sido por años la opinión pública nacional, el fenómeno Víctor
Mesa merece una lectura más feliz. La controversia, iniciada incluso antes de
que fuera nombrado director del equipo Cuba de pelota para el Clásico Mundial,
ha saltado el listón de lo estrechamente deportivo para instalarse en terrenos
como la ética y la permisividad social, con salpicaduras incluidas al tantas e
infructuosas veces cuestionado periodismo cubano.
El clímax de esta historia con tintes novelescos,
atizada por la rivalidad del también director del equipo Matanzas con el
cátcher villaclareño Ariel Pestano, llegó ciertamente con los play off de la ya
concluida 52 Serie Nacional, y hasta amenazó con hurtarle el protagonismo a la
discusión del título deportivo en sí. Por momentos, los espectadores,
camarógrafos y periodistas parecían más interesados en los gestos de Víctor
Mesa en el terreno, o en sus palabras y desplantes en las conferencias de
prensa, que en el desenlace mismo de los juegos. Y, en honor a la verdad, él se
mostró casi siempre dispuesto a complacer sus morbosas apetencias.
Hacia Víctor se enfilaron entonces y se siguen
enfilando todos los cañones. Únicamente los matanceros, agradecidos por hacer
de su hasta hace dos años desmotivada y perdedora novena un equipo calificado y
luchador, han roto lanzas a su lado. Ellos y algún que otro seguidor
incondicional del otrora estelar center field con el 32 en la espalda, que –dicho
sea todo– hay más de uno. No obstante, tengo la impresión de que aun estos se
han mostrado más tímidos en los últimos tiempos, menos incondicionales.
Y no es para menos. Tantos han sido los desenfrenos
de Víctor Mesa, tantas sus respuestas desafiantes y poses autocráticas, que
deja muy poco margen a la defensa. Su tozudez y volatilidad, sus decisiones
controvertidas, su encono hacia el más mínimo esbozo de crítica, han
deteriorado tanto su imagen pública como el fatídico iceberg descalabró al
Titanic. Solo que a diferencia del desafortunado capitán del transatlántico, el
mentor matancero no encaró de repente al iceberg en medio de la bruma, sino que,
sabiéndolo cada vez más cerca, no hizo nada por desviar su rumbo, e incluso en
ocasiones pareció acelerar los motores justo en su dirección.
No quiero, sin embargo, hacer más leña del árbol
caído. El propio Víctor se ha encargado de echar suficiente tierra sobre sí
mismo y sobre quienes, a pesar de los riesgos visibles desde el principio y
luego confirmados con creces por su cuando menos polémica actitud, han seguido
apañándolo, han seguido apostándole todas sus monedas, más por obstinación que
por cordura o inteligencia. Prefiero, por el contrario, enfocarme en el aspecto
más positivo que, al menos en mi opinión, ha suscitado toda esta historia.
Y es que al margen de sus presumibles cualidades como
director de beisbol, como estratega removedor del estatismo imperante en la
pelota cubana, como motivador de sus atletas y promotor –según sus propias
palabras– de una mentalidad de triunfo, ha sido su capacidad como generador del
debate público lo que ha terminado por encumbrar nacionalmente a Víctor Mesa. Porque
aunque en Cuba siempre se ha discutido de pelota, y mucho, incluso hasta los
extremos de la vehemencia, pocas veces estos debates han alcanzado las
dimensiones de ahora.
Tal vez los casos más cercanos en el tiempo sean las
últimas finales entre Industriales y Santiago de Cuba, cuando, con el vergonzoso
grito de ¡palestinos! como eco de una acendrada intolerancia, la pelota devino –una
vez más– en terreno –no tan– simbólico para dirimir históricas diferencias
regionales. Pero aun en aquellas ocasiones, aunque el debate trascendió el
marco deportivo y sus adyacentes, y llegó incluso a espacios de producción
intelectual –recuerdo un excelente artículo del ensayista Jorge Fornet en La
Gaceta de Cuba–, las conclusiones no pasaron mayormente de una crítica
colectiva a los exaltados, de aplicar el extintor al denigrante combustible del
regionalismo.
Esta vez la situación resulta diferente. No se trata
de antiguas divergencias revividas, de oposiciones con sedimentos simbólicos y
culturales alimentados por más de un siglo. No. Al cuestionarse a Víctor Mesa,
por sus posturas autocráticas y exabruptos, se discute del presente desde el
presente. Con él no solo se cuestiona al hombre y al director de pelota que es,
sino a todo el sistema que ahora mismo lo soporta. Puede que todo haya
comenzado por la interpretación de un toque de bola o un robo de base, de un
strike u otra jugada de apreciación, pero el irrespeto de Víctor a los demás
–árbitros, periodistas, espectadores–, e incluso a lo establecido, y la
impunidad con que manifiesta ese irrespeto, han terminado por llevar el debate
más allá de sí mismo, más allá del beisbol.
La piedra angular del debate no es, por tanto, su
para muchos incoherente filosofía beisbolera, sus tácticas al parecer más
asentadas en impulsos que en concienzudas reflexiones, o sus rigurosos métodos
de dirección. Ni siquiera su derecho a la defensa de tales métodos, tácticas y
filosofía, que sin dudas lo tiene. Lo cuestionable, lo cuestionado, el blanco
de tantas y tantas flechas lanzadas hacia él en las últimas semanas, es la
forma –fuera de toda forma– en que suele ejercitar ese derecho, y –peor aún– el
silencio cómplice, indolente, permisivo, de quienes, por sus cargos y
responsabilidades, deberían censurarlo.
¿Cuáles son los porqués de ese silencio? ¿Qué ponen
en evidencia sobre el funcionamiento de las estructuras deportivas, su
dirigencia, y, por extensión, sobre la institucionalidad de la sociedad cubana
en su conjunto? ¿Cómo repercuten en la credibilidad y sostenibilidad de esas
propias estructuras y los argumentos y disposiciones que las amparan? ¿En qué
medida pueden ser cuestionadas dichas estructuras, pública y masivamente, es
decir, puestas a debate más allá de espacios insuficientes y regulados –como
las dos páginas destinadas a las cartas de la población en el periódico Granma
de los viernes– sin que ello suponga otro silencio como respuesta? Estas son
algunas de las muchas preguntas que no solo yo me he hecho al calor del
fenómeno Víctor Mesa.
No nos llamemos tampoco a engaños. El mentor de
Matanzas no es el único indisciplinado consentido en este país, ni siquiera en
la pelota; pero, al menos en esta última se ha convertido en el paradigma
indiscutido, en el punto culminante. Quien explota muchas veces y a la vista de
todos termina por convertirse, con toda lógica, en sinónimo de dinamita. Por
eso acapara tantos, en mi opinión incluso –y a pesar de todo lo que he dicho
hasta ahora– excesivos, argumentos en su contra, tantas críticas de aliento
revanchista, por eso su nombre cebó carteles en los estadios y motivó la
catarsis de no pocos fanáticos.
Los medios de prensa también han desempeñado su papel
en esta polémica, un papel a ratos contradictorio. Mientras unos lo auparon
desde el inicio, y luego hicieron mutis ante sus erupciones e insolencias, o
apelaron lo más a generalizaciones y a miradas salomónicas al estilo del Víctor
bueno y el Víctor malo; otros lo satanizaron, lo hostigaron en demasía, dándole
más relevancia de la que realmente merecía y convirtiéndose, al menos desde la
perspectiva del propio enjuiciado, en sus antagonistas naturales en esta
historia.
Faltó, sin embargo, al menos como norma, el análisis
más profundo, la observación menos epidérmica y contextual, que superara el
accionar de Víctor Mesa y se adentrara en las causas e implicaciones de su
comportamiento –y el de otros–, no solo para el deporte, sino para la sociedad
cubana en general. Mucho más ricos, por participativos, fueron los foros
propiciados por estos mismos medios de prensa en sus versiones digitales –en
especial en Juventud Rebelde y Cubadebate–, espacios en los que los foristas
opinaban a partir del artículo publicado y saltaban sin tapujos a las aristas
más peliagudas del tema, defendiendo por encima de todo su propio criterio.
Lástima que este prometedor debate haya ocurrido en un medio como Internet, tan
poco accesible para la mayoría de los cubanos que viven ahora mismo en la isla.
Con el fin de la Serie Nacional, el eco de las
discusiones sobre Víctor y la impunidad de sus excesos se ha ido apagando.
Nuevos aspectos, unos estrictamente deportivos –como la conformación del próximo
equipo Cuba– y otros de más amplio significado –como el visto bueno oficial a
la contratación de peloteros cubanos en el exterior– ocupan ahora la atención
de fanáticos y periodistas. El fenómeno Víctor Mesa no debería, sin embargo,
quedar en el olvido. Su capacidad para alentar el debate, para mover los ánimos
y avivar las ideas, demuestra la necesidad latente en la sociedad cubana de
fomentar espacios de polémica y concertación social, de cultivar con mayor
conciencia y convicción la cultura del debate. En ello está mucho más en juego
que el desenlace de un campeonato de pelota.
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