lunes, 9 de febrero de 2009

LA CIUDAD DE LAS MOTOS


Antonio Desquirón Oliva



Verdaderamente, Santiago de Cuba es la ciudad de las motos. Cuántas son, no lo sé. Una vez vi por televisión a una persona que fijaba su número en unas veinte mil. No me parece exagerado: hay muchas. Pero hace unos años era diferente. No las recuerdo, al menos en esa cantidad, antes del Período Especial –o antes de los primeros ’90, para ser más precisos-.

Claro que siempre las hubo: un hombre que durante mi niñez se encargaba de traer a casa la Bohemia y el Carteles, además de comprar por encargo cualquier medicamento, y respondía al chinesco apelativo de Chan-lí –no tenía ojos rasgados ni pelo lacio, sencillamente lo llamaban de esa forma- poseía una. Sin embargo, el número de motos aumentó en mi ciudad hacia los años ’80, cuando muchos de los jóvenes que regresaban de estudiar o trabajar en los antiguos Países Socialistas, las compraron allá y las trajeron.

Claro que no estoy convencido de que todas las motos que transitan por las calles santiagueras hayan entrado a la Isla de esa manera. Hacia 1995 –por lo menos ese año comencé a servirme de ellas- las motos se convirtieron en taxis: el transporte público estaba mucho más deprimido que hoy debido a los años de “Período”, los dueños, generalmente gente joven, vieron en su vehículo una fuente de trabajo y ganancia.

La ciudad santiaguera –mucho más que otras de Cuba- ha visto privatizarse en gran medida su transporte público. No es que no exista respuesta del Estado, sino que comparativamente es pequeña y, hasta donde puedo ver, depende más del poder de compra del país, que de la sostenibilidad del sistema de transportación estatal actual.

Como es lógico, la circulación de los habitantes de una ciudad está sujeta a parámetros –duración de los viajes, períodos de espera, flujo, consumo de combustibles y otros insumos, agresión al medio ambiente, estado de los equipos, etc – que por principio sólo pueden ser responsabilidad del gobierno de la misma.

La iniciativa privada, en general poco controlable, en este caso no es un verdadero inconveniente porque está resolviendo un problema sensible: la transportación urbana. Hay que aclarar que el sector privado del transporte público santiaguero no está integrado solamente por motos, sino también por camiones, camionetas y una serie de vehículos poco definibles que a lo que más se parecen es a los antiguos “pisicorres”. La evidencia de que “el problema del transporte” santiaguero dista mucho de ser algo sencillo, aconseja que sea tratado por varias personas.

Pero sigamos con las motos: todas las quejas que el sistema de taxis acumuló y jamás ha resuelto, cesaron en pocos meses: los motoristas van a donde quieras, siempre tienen cambio, se averían poco, en general son amables, no suelen ser desaseados ni –por carencia de espacio, no creo que por otra cosa- tampoco te imponen un tercer pasajero con el que charlan de sus asuntos durante todo el viaje haciendo de ti –verdadero y único cliente- un intruso.

El trabajo del motorista –que es como se llaman en nuestra región a los que tripulan motos- es arriesgado: como suele repetirse, su propio cuerpo es “la carrocería de la moto”. Su cuerpo y el del pasajero. Ya se sabe que en caso de accidente, ninguno de ambos tiene protección, como no sea el casco que con muy buen tino ha obligado la ley a que lleven ajustado.

Hay que decir también que es uno de los trabajos menos fatigosos de los que atañen al transporte público particular –y de todas maneras lo es: imaginen estar expuestos al tránsito citadino y al sol durante muchas horas, sin contar con los imprevistos del propio equipo-.

El chofer de un camión o camioneta debe levantarse muy temprano, revisarlo, limpiarlo, “habilitarlo” –que es como se llama coloquialmente al hecho de ponerle combustible, más revisarle al agua y el aceite-, deben tener un ayudante, gastar mucho en piezas de repuesto, combustible, gomas, acumulador, estar siempre ojo avizor pues no se sabe qué puede surgir, salir a trabajar todos los días con un cierto espíritu de aventura que le permita manejar a su favor las mil y una situaciones posibles, desde una crecida de río, hasta una mujer de parto. El motorista no. Puede levantarse incluso minutos más tarde que cualquier trabajador, desayunar bien –la comida es sagrada para ellos- vestir sus ropas deportivas, y salir “a luchar la calle”.

El motorista ejerce cierto poder, cierta capacidad de seducción sobre las féminas –legítima o no- parece que la práctica les da la razón: universalmente, quien vive de conducir motos, correrlas, o posee alguna y la utiliza constantemente se ha convertido en un sex symbol, digno hasta del cine pornográfico:

En realidad muchas jovencitas se sienten estremecidas por la atención del un motorista o por montar en una moto a la entrada de la escuela, frente a sus amigas. Como estas distinciones por lo general implican compensaciones nada platónicas, a las muchachas que por la frecuencia de sus viajes mostraban en su pierna la quemadura del tubo de escape del equipo, se las llamaba “gasolineras”.

Como ser motorista comporta un cierto modo de vida libre, arriesgado, de shorts, pulóver, gafas de sol y zapatillas, comidas callejeras caras y a deshora, para muchos jóvenes ello es un sueño.

Como el motorista gasta mucho, también debe ganar mucho: o sea, que difícilmente deje de trabajar por la lluvia, o por sentirse indispuesto, o sencillamente por cambiar de actividad. Sin embargo, para nada el motorista es un trabajador modelo o un hombre nuevo, pues pertenece a un cierto tipo de folclor urbano, a una picaresca muy de nuestros días.

La moto es uno de los símbolos del Santiago de Cuba de hoy y por ello es un error ignorarlas. Tanto demonizarlas –a ellas y a sus tripulantes- como glorificarlas es un error: expresión de la dinámica actual de nuestra ciudad, pueden decirnos mucho si las miramos con objetividad y, cuando nos haga falta, nos servimos de ellas sin miedo ni complejos. Cuabitas, enero 16 de 2009


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