Armado contra la fe /mato al cuerpo con el hierro/
y al ardor con la mirada. /Asesino soy de mi propio asesino.
(Fabián Suárez, Mis días en la tierra)
Si no pedí nacer por qué (...) tengo que morir.
(Adolfo Llauradó)
Con todo el deseo que puede abrazarme he asistido nuevamente a La Casona de Línea a apreciar el último espectáculo del grupo teatral El Público. En este caso su director Carlos Díaz nos presenta ¡Ay mi amor! con textos originales de Adolfo Llauradó y que Norge Espinosa trabajó para la escena.
Debo confesarle que tuve la suerte de presenciar un ensayo de este monólogo y quedé conmocionado ante la riqueza textual y gestual que exponía el proyecto, además de todo el armazón interno que el actor atorgaba al personaje. En dos enfrentamientos con la puesta en escena, no he recibido los calores que en aquellos días de La madriguera, Lester Martínez me ofreció.
No obstante, mantiene la esencia de Adolfo y es fiel a los móviles que en las grabaciones de Llauradó ―facilitadas por Jacqueline Meppiel (la viuda)― se pueden estimar. Es el espectáculo o la descarga ―como le llama su director― un tránsito por la vida del actor pero desde aristas poco conocidas y donde se llega a confesiones difíciles que agitan los sentidos.
Este Adolfo tan nuestro como el de Lucía, Un tranvía llamado Deseo o Retrato de Teresa, entabla su conflicto con el tiempo. Se debate entre ser lo que ha querido y necesitado siempre y la venida de ese fin que tanto detesta: la muerte. He aquí el personaje referido, que circunda la escena a cada momento más allá de la palabra. Las propias acciones nos remiten a la oquedad del sepulcro. La madre, el abuelo, el padre, los amigos que no están y el vacío por tenerle que decir adiós a los que a diario platican con él, son referentes que intranquilizan. Por otro lado la contraposición entre vitalidad y decadencia, persistencia y obstaculización, denuncian una verdad innegable ante la defensa de un objetivo: ser un artista.
Como ser humano me opongo al pasado que pasó.... dice Elena Burke desde "Mis 22 años" de Pablo Milanés. Tema que refuerza el discurso de ese que apela a los recursos más íntimos, para hacer valer sus verdades aparejadas todas a la ley natural y al devenir del proceso revolucionario. Se muestra todo de Adolfo ante nosotros, como alguna vez lo hizo frente a sus amigos.
Este vínculo Adolfo―Sociedad nos presenta caminos áridos y negados en muchos casos, pero con la fuerza de quien ha sufrido lo suficiente para tratarlos sin tapujos ni paños tibios. Se desnuda y motiva esa naturalidad con que se muestra su vida en confianza, seguro de la afable recepción que tendrá. Nos entrega su verdad y no le importan consecuencias. Vale más ese diálogo franco.
Recuerdo que cuando vi el ensayo en La madriguera, el texto funcionaba con mayor eficacia. En esta consolidación de la puesta en escena, ha habido un aumento de situaciones dramáticas que si bien informan sobre otras facetas del personaje, también dilatan por momentos el tránsito de las confesiones.
Muchas de las riquezas de la descarga se difuminan por la reiteración de características ya muy claras para el espectador. Vuelve en varias ocasiones sobre el tema de su sentido revolucionario y su amor por este país a pesar de los errores. Desde el momento en que se refiere a la UMAP y su inconformidad con este proyecto, se asume con claridad qué es Adolfo Llauradó frente a las páginas tristes de nuestro proceso revolucionario.
Sin embargo, entre los reconocimientos de este arreglo dramatúrgico está el gran sentido de la cubanidad. Adolfo, defiende la tierra sin la cual no fuera lo que fue, según el mismo asevera, y para demostrarlo toma un poco de la música, de esa gestualidad que lo particularizó y da a conocer los amores que lo ataron a esta Revolución. De ahí que refiriéndose a las injusticias y atropellos de los cuales fue objeto expresa: “Se acabó como se acaban las cosas malas como se arrancan las hierbas malas.”
También el juego con las etapas del actor me parece otro de los importantes logros de Norge. Los cambios que tiene el personaje al contarnos de su infancia, de su juventud o desarrollo artístico, responden a esos estados se exacerbación que Adolfo tenía de un momento a otro. Nos habla de cuando sintió los tiros del Moncada y sin haber hecho referencia aún a su viaje a La Habana, nos cuenta de aquella absurda recogida a los que vestían distinto(y que por ello los consideraban homosexuales, fueran o no) entre los que él se encontraba. Gracias que llevaba El Principito. El libro le dio tantas fuerzas que arremetió contra los guardias y se convirtió en un pequeño príncipe de igual manera. La urdimbre que se erige con estos saltos es diferente, entretenida, y otorga agilidad a la propuesta.
Carlos Díaz se apoya en lo ilustrativo para mostrar el universo controversial y trágico de un ser fervientemente cubano. Y lo ilustrativo no como recurso contrario o fatal sino porque el actor de El hombre de Maisinicú era de esta manera. No sabemos qué lo movía a comportarse de esta forma, pero él se apoyaba en la demostración de lo que decía para reforzar el criterio. Creo que tal vez se sentía más seguro o quizás pensaba como el Jerry de "El cuento del zoológico" de Edward Albee, que nadie te escucha bien cuando dices las cosas una sola vez.
La puesta podría, a su favor, entablar un contacto más acalorado con el público, pero se enfría en los constantes viajes de Adolfo–Lester al fondo del escenario tras la búsqueda de elementos que no trascenderán en la exposición de la gran situación dramática. Pienso en las seis maletas, que aún cuando tres guardan una vital relación con el discurso, otras como la que lleva las botellas y las copas, son irrelevantes. De igual forma el trasiego con las siete camisas se torna risible pero poco efectivo para el progreso de la trama pues aún cuando se mueve todo el tiempo, en este caso la palabra dice por sí sola.
Tanto andar de un lado para otro no le permite al actor, en un trabajo tan difícil como este, concatenar las escenas orgánicamente. Las zonas en que una acción se difumina y se imbrica con la siguiente, no se aprecian con claridad. Se crea un rompimiento en algunos nexos que me parece innecesario. Quizás cuando pase el tiempo y Lester gane en confianza se pueda apreciar un trabajo más preciso.
No obstante, ¡Ay, mi amor¡ gana la frescura de un joven intérprete y su visión desprejuiciada con respecto a Adolfo. Gana el aplauso de un público que se estremece al asumir las confesiones, y regala este espectáculo la figura de un maestro.
“Lester Martínez se ha crecido”, escuché decir a alguien al salir del teatro y me parece que esta persona tiene razón. Demuestra tener fuerzas para continuar con trabajos tan cargados como el que referimos. Nítido, y diciendo con claridad, mueve las fibras de tantos que asisten pues hay un trabajo sincero en la escena. Crece ante un trabajo que en varias ocasiones se halla en peligro de decaer debido a la inmensa cantidad de elementos, y se valora un dominio corporal que posibilita otorgar a la propuesta, un tono sugestivo imprescindible. Si en Las relaciones de Clara, Lester carece de intenciones, aquí nos enseña que tiene posibilidades para realizar un mejor teatro. Se ha trabajado, es innegable, lo cual me alegra.
No pienso que sea esta una puesta en escena pretenciosa sino que se trata de homenajear al maestro, al amigo, al Adolfo del pueblo, al de todos los días. Carlos ha tratado de hacer realidad un sueño a pesar del tiempo y lo ha hecho muy bien. He sido feliz por Adolfo y la memoria. Nos ha entregado al hombre que quiso vivir a pesar de no contar con el tiempo necesario. A ese que deseaba partirle le guadaña a la muerte y que hizo el bien porque la maldad se come nuestra alma. Nos ha premiado con este hijo ilustre de los cubanos que no se hizo a las ansias de las cucarachas sino que degustó cada parte de su cuerpo porque creció lo suficiente como para darse el lujo de tanto. Agradezco a Carlos Díaz sus horas y la posibilidad de comprender tantos secretos no solo de Adolfo sino de otros que en estas noches han relucido en mi mente.
La Habana 8 de Marzo de 2008.
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