A Ivonne
Galiano, por el sueño
A Eduardo Heras, por la certeza
Acababa
de llegar a Ciudad de la Habana. El reloj marcaba una cercanía mínima a las dos
de la madrugada y no tuve más remedio que esperar en la Terminal hasta que
amaneciera. Caminé unos tres kilómetros embobado con las construcciones, los
parques, el tránsito incesante y el bullicio de la urbanidad. ¡Estaba en la
capital de todos los cubanos! Una gloria diría, sí, una gloria.
Después de unas cuantas preguntas logré
llegar a Fe del Valle, residencia que acogería a los veinte estudiantes del
grupo nacional para el Curso de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Subí
al piso tercero por indicación de la camarera y, ya en la habitación, solté el
maletín y caí sobre la cama como una piedra. Fueron catorce horas de viaje y
una larga madrugada, nada mejor que un buen colchón para ese recio antecedente.
Desperté
con el ruido, ya estaban allí jóvenes de casi todas las provincias. Pávido salí
del cuarto y me saludaron como si me conocieran de la vida entera. Nos sentamos
en el lobby y después de las presentaciones formales comenzaron a hacer los
planes para la semana. Entre unos tragos de vodka logré amortiguar un poco los
nervios, ¡todos lo notaron! Es bastante difícil para un guajiro de los montes
de Mayarí, llegar de súbito a un lugar tan lleno de rarezas; aunque el raro era
yo, creo.
Siempre quise ser escritor, gustaba de moldear
los eventos y hacer que las cosas sucedan a mi modo. Entre libros me enmarqué
en una soledad inherente. Los pocos amigos me tildaban de una vejez prematura
por aborrecer la estridencia del reguetón y considerar un lujo las tardes de té
y tertulia. No tuve mucha ayuda, pero comencé a participar en algún que otro
concurso para lograrlo. Cuando me llamaron del Centro Onelio fue como si de
aquel auricular se hiciera un camino para mí. Conocería a mucha gente del medio,
aprendería la técnica y sería alumno de Eduardo Heras León, a quien consideré
excelso desde mis lecturas principiantes de Los
pasos en la hierba, Cuestión de
principios...
Poco a poco la vergüenza y la introversión se
fueron saliendo de mí sin que lo notara. Todos se encargaron de ello. Las
clases, las salidas nocturnas y el amor incondicional me fueron haciendo uno
más de "la gran familia del Centro Onelio", como decía la señorita
Ivonne. Hasta aquel día.
Era la sección de la tarde del veintidós de
enero. En el aula el profesor Eduardo comenzó a contar un pasaje de su vida,
una especie de narración oral a la que le prestamos una atención inmutable.
"Me acerqué a la fila por curiosidad,
como todo cubano que ve una cola..." La admiración se apoderó de mi más
que cualquier otro sentimiento mientras escuchaba a aquel hombre medio mestizo
y medio chino, hacernos semejante relato. "Dentro todo era superior, algo
así como mágico: la decoración, la música, los olores..." El aula sufrió
una metamorfosis: las paredes desaparecieron, en su lugar una balaustrada
sellaba el cuadrilátero y hermosas enredaderas salían de las jardineras con
helechos hasta formar, en lo alto, un techo de hojas verdes que dejaba ver a
intervalos trozos de cielo; se podía escuchar con claridad una suave melodía de
violines, sentir el olor caliente de los hornos y las pizzas y los espaguetis
untados de salsas humeantes.
"Pensé que estaba viviendo un sueño, en
el menú había lasagna, sorrentinos, tortillinis... -para ustedes esto son cosas extrañas, pero para mí
fue una bendición-; por un momento creí que el camarero, gentil y persuasivo,
se aparecería con una pizza ácida y quemada después de mi pedido, pero no fue
así..." El profesor Eduardo habló con tanta exactitud que mi paladar
degustó el queso, las aceitunas, los raviolis;
creo que todos nos tragamos indistintamente la abundante saliva que sosteníamos
en la boca. "Pero lo más connotativo fue la botella de Lacryma Christi,
siempre fue mi tinto predilecto y ya lo pensaba extinto..." Y en el aula
probamos la bebida de modo que no se puede explicar sin violar las normas de la
sobriedad.
"La siguiente semana fui, pero no
había tal pizzería, pregunté a algunas personas que estaban cerca y me dieron
por loco; entonces decidí no contarle sobre esto a nadie para evitar poner a
criterio libre mi cordura, debió haber sido una ficción solidificada por el
deseo y el recuerdo de los buenos tiempos..." Sentí una marcada
desilusión, mis compañeros y yo nos miramos como tratando de escapar de la
sorpresa. "Hasta hace unos pocos años, en una reunión informal, uno de los
presentes contó que le había ocurrido lo mismo en la calle Consulado, era
definitivamente aquel sitio; en ese momento no dije nada relacionado con mi experiencia
anterior en la pizzería misteriosa, pero me dispuse a escribirlo; es el cuento
que le da nombre a mi último libro: Dolce vita."
La clase concluyó y algunos de mis compañeros
y yo, bajo la tutela de un avezado en el laberíntico medio capitalino, nos
dispusimos a obtener el libro. ¡Fue una verdadera odisea! Visitamos tantas
librerías que es imposible recordar el número exacto. Hasta que al fin, en la
esquina de Infanta y San Lázaro, encontramos una que tenía varios ejemplares a
la venta. Cada uno compró el suyo y regresamos a la residencia.
Eran
las diez y tanto cuando logré, con mil y una justificaciones, evitar la salida
nocturna. Casi todos se fueron a aventurar por la Habana. Subí a la azotea y,
acompañado únicamente por la soledad, comencé a leer el libro. Cada cuartilla
se hizo un mito. La sucesión de cuentos me inyectó una fuerza extraña, y en las
últimas páginas la Dolce
vita solidificó
mi intención de ser, tal vez algún día, un cachorro de León.
No sé cuando llegaron mis compañeros. La
claridad del día me sorprendió repitiendo las páginas. Bajé las escaleras y ya
todos se alistaban para la jornada matutina. Llegamos al aula y el profesor
Eduardo estaba ahí, como siempre, puntual y alegre. Yo me quedé en la puerta
unos segundos poseído por una inercia inexplicable. Caminé unos pasos. Frente a
él coloque el libro sobre el buró, imponente, sin valor siquiera para levantar
la mirada del suelo o decir una palabra. Me temblaban las piernas y hasta el alma
diría, si, hasta el alma. El interpretó mi silencio, tomó la pluma y escribió
pausadamente sobre la primera página
Ya todo acabó. Ahora estoy en mi mundo verde
haciendo poesía con el sonido que produce el arado al sajar la tierra e
inventándome historias en las que los bohíos son castillos y las cabras y los
bueyes los humanos más perfectos. Probablemente Eduardo Heras León no me
recuerde. No sabe que es Dolce
vita el primer libro que un autor dedicó para mí. Que
encontré entre sus líneas los pilares, el ímpetu, las ganas interminables de
hacerme en el arte de las letras.
Cada vez que tomo un lápiz y un montón de
papeles en blanco, antes de escribir, abro su libro en la primera página y lo
dejo ahí, sobre la mesa, hablándome. Y es su dedicatoria manuscrita la magia en
la que me hundo hacia una sobria certeza.
DEL AUTOR / Frank Lugones Cuenca (Mayarí,
Holguín, 1984)
Graduado
en Geodesia y Cartografía. Miembro del Taller Literario José María Heredia. Ha
obtenido premios en el concurso provincial León de León y Lengua de Pájaro en
los años 2011, 2012, 2013 y 2014, en varios géneros. Premio nacional Sigifredo
Álvarez Conesa, 2012, en cuento. Mención en los Juegos Florales Santiago de Cuba,
2015 y 2016. Finalista en el concurso Caridad Pineda in memoriam, 2014.
Graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, 2014.
-TODOS
LOS PREMIOS / TODAS LAS FOTOS en:
---GRAN
PREMIO: “Las cien no soledades”: Aracely Aguiar Blanco
---“Un
libro: Novelas y cuentos de Voltaire”: Federico Gabriel Rudolph (Argentina) /
PREMIO CAPÍTULO INTERNACIONAL / V Concurso Caridad Pineda In Memoriam
---“EL
LIBRO QUE ME TOCÓ VIVIR” de Yecenia Ramírez Sosa / Premio AUTOR NOVEL y trabajo
más premiado / V Concurso Caridad Pineda In Memoriam 2016
__ “Sobre
EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA”: Mireya Chico Díaz / PREMIO
TERCERA EDAD / V Concurso Caridad Pineda In Memoriam
http://laislaylaespina.blogspot.com/2016/09/sobre-el-ingenioso-hidalgo-don-quijote.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario