sábado, 24 de septiembre de 2016
“MI SOLEDAD TIENE CIEN AÑOS” de Maylín Ross Torres / MENCIÓN / V Concurso Caridad Pineda In Memoriam 2016
De pequeña siempre fui una niña sola.
Rodeada de gente, de la abuela que cosía con nostalgia, del hermano que
desarmaba los carritos para descubrir de qué extraña materia estaban
hechos, de mi madre que tejía y destejía sus manteles, esperando un amor que
nunca volvió. La esencia es que en medio de todo me arrullaba la soledad. A
veces me paraba en la puerta de la casa del tío, en las perdidas lomas de
Palmarito de Bueicito y contemplaba el palmar, la vista se perdía en el
horizonte confundida con las lomas, era entonces cuando las tojosas comenzaban
su ulular, entre dos luces, anunciando la llegada de la noche. Muy pocas cosas recuerdo
de los juegos, ni de las muchachas que todas tenían. Era la rara del aula, con
mis motonetas y mis blusas blanquísimas de no jugar en el receso y nada de novios,
eso era caca.
La vida me puso un accidente, caí
desafortunadamente de un segundo piso y mi columna lo sintió. Ya en Santiago de
Cuba, madre y yo desandábamos por los pasillos, consultas y más consultas,
dolores a la hora de poner el yeso, tratamientos infructuosos que no dieron
resultado y que pararon en una operación en el Hospital Hermanos Ameijeiras.
Recuerdo, eso sí, lo distraída que era y no pude aprender a tejer, por lo de
zurda y la poca paciencia de mi abuela Ada. Se me quemaban el arroz y los
frijoles y mi mamá me castigaba. En esas horas de estar en casa comencé por
buscar revistas con crucigramas que no podía llenar, pero mi inquietud se
notaba y mi madre como un soplo de luz puso en mis manos un tesoro de papel: me
regaló un ejemplar de El amor en los
tiempos del cólera,
de García Márquez.
No sé qué me gustó más, si el amor trunco, si
la soledad de Florentino o la bendita forma de decir del autor. Devoraba una y
otra vez las páginas con el ansia de encontrar más y no llegaba a saciarme. Así
pasaron los meses y cuando tuve que trasladar mis consultas a la Habana mis
padres tuvieron la dificultad de acompañarme. Mi madre encinta, mi padre
siempre ocupado con su uniforme verde olivo y en varias ocasiones tuve que
viajar con la ferromoza y una tía me esperaba en la terminal de trenes.
Poco a poco aprendí a caminar cerca los
portales de la Habana Vieja. Muchos vendedores de libros viejos acomodaban sus
ofertas y esa vez la distracción o estuvo. Miré uno por uno los ejemplares y
cuando lo vi respiré profundo, no sabía nada de la historia, ni de cuánto
podría influirme ese texto que asomaba en medio de los otros, Ediciones Huracán
y una portada llena de verde y amarillo, con bananos y un título imponente:
Cien años de soledad. Nadie lo recomendó, el vendedor indiferente no
apreció mucho mi pago. Ahora pienso con risa que lo compré por un precio de dos
pesos cuando ahora hay que tener espíritu para coleccionarlos.
Aún recuerdo su olor, sus páginas amarillas
y su firme compañía cada vez que regresé a la capital, como eterno compañero y
siempre la pregunta de mi madre ¿Por qué siempre el mismo si hay otros? Fue
así, un romance que dura hasta hoy, estuvo conmigo durante la hospitalización,
con mis dolores, luego con mis quince años, luego en pre, más tarde en la
universidad, ahora en mi mesita de noche. Perdí la cuenta de las veces que
releí sus páginas encontrando siempre un nuevo detalle que antes pasé por alto.
Fue tanta la emoción, que recuerdo con nitidez el haber sentido el frío en la
nariz cuando Aureliano conoció el hielo. Una cosquilla recorrió mi cuerpo al
tiempo que Remedios la bella se elevó al cielo y entre la rabia y la impotencia
admiré la terquedad de Amaranta de conservar su virginidad hasta morir.
Todos sus personajes se me parecen un poco,
todos están solos o abandonados. La historia del libro se fue tejiendo con mi
realidad. Quise ser Remedios definitivamente, quizás porque era bella y yo
ansiaba serlo aunque no quería perderme en el cielo. Necesité el amor de José
Arcadio y Rebeca, esa brutal posesión sobre la hamaca a la hora de la siesta.
Sentí pena por Pietro con sus juguetitos de ensueño y leve hombría. Lloré por
José Arcadio Buendía perdido en su marasmo de pensamientos, solo y atado a un
árbol donde lo encontró la muerte.
También encontré similitudes entre los míos
y si no las inventaba. Mi abuela no murió de cien años, pero sí ciega y sola de
la peor soledad. Mi hermano menor es otro de los locos de Macondo con sus
fantasías y extravagancias, mi madre que no piensa en suicidio pero se condenó
sin pareja y yo como Meme me castigo con el silencio. Vivo en un pueblo rodeado
de pecado y en el que las historias son tan absurdas en ocasiones que cuando me
preguntan, siento la tentación de decir que soy de Macondo donde llueve
interminablemente y el agua se despeña calle abajo por su condición empinada
aunque le faltan las piedras blanquísimas como huevos prehistóricos.
Si me preguntaran nuevamente cómo marcó mi
vida este libro a ciencia cierta no sabría decir si fue por la historia, por
sus personajes o por la forma de contarla. Las historias son más hermosas y
ricas por la forma en que solo Gabriel García Márquez la escribió. Lo irreal
parece cierto, lo increíble una verdad que nadie puede refutar. Podría añadir
que me provocó un afán de búsqueda y así encontré El general en su laberinto, Crónica de una muerte anunciada, El coronel no tiene quien le escriba y muchos otros.
Envidié por mucho tiempo la pluma de Gabriel,
su aparente fácil decir, su imaginación sin límites y traté en vano de contar
mis historias, intento trunco. Nunca he podido escribir un cuento, apenas estas
palabras, pero me volqué a la poesía y tenemos tanto en común ese libro y yo
que lo titulé Cómo armar soledades. A mis 41 años he leído mucho. De
tantos géneros y tantos autores que en ocasiones olvido, algunos me gustaron
más que otros, guardo con cariño preciados títulos, otros no pude terminarlos,
pero cuando vuelvo la vista atrás puedo verme niña otra vez con ese libro entre
las manos, acariciándolo, sintiendo su olor a viejo y sonrío porque mi madre
además de la vida me regaló la mejor de las soledades.
DE LA AUTORA / Maylín
Ross Torres (La Habana, 1974)
Licenciada en Educación especialidad Lengua
Inglesa. Escritora. Diplomada en Periodismo, Asesora y Locutora de Programas
Radiales. Premio Provincial Talleres Literarios 2006. Mención Juegos Florales
2007 y 2008. Premio Luisa Pérez de Zambrana 2013. Tiene poemas publicados en la
Antología Los hijos del verso y un libro personal Como armar soledades, 2009. Publicó además un texto en la revista
Ventana Sur 2012. Actualmente prepara un poemario y trabaja en
una antología de poesía erótica masculina en Songo La Maya. Labora como Asesora
y Locutora en la Emisora Municipal Sonido SM de Songo La Maya.
--TODOS
LOS PREMIOS / TODAS LAS FOTOS en:
---GRAN
PREMIO: “Las cien no soledades”: Aracely Aguiar Blanco
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