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Cada cierto tiempo alguien se aparece con un anuncio apocalíptico o con una “verdad absoluta”, como si se la hubiera revelado el mismo Dios. Aquella frase de que “Una imagen vale más que mil palabras”, es una de ellas. Su expresión es radicalmente reaccionaria, porque subestima a la palabra, la minimiza y la ningunea.
La expresión, sin embargo, no resiste un análisis a profundidad por varias razones, sobre todo por una: para anunciar el predominio de la imagen, para transmitir este mensaje… curiosamente no se pudo prescindir de adverbios, sustantivos, pronombres y verbos: es decir, de las palabras.
En segundo lugar, una imagen sin palabra alguna, por espectacular o evocadora que sea ―piénsese en algunas fotografías tan famosas como la niña quemada por napalm en Vietnam, que avanza despavorida con los brazos abiertos; el Che de Korda mirando al horizonte, las faldas levantadas de Marylin―, aún esas estarán siempre sujetas a determinadas precisiones.
¿Quién tomó la imagen?, ¿Cuándo lo hizo?, ¿A propósito de qué? ¿A qué hora? ¿En qué lugar de este mundo?...
Una imagen que ahora mismo puede ser pura actualidad, mañana necesitará un pie, un párrafo, una historia. Toda imagen es una historia sintetizada, una historia contenida, el latido de una historia, el pórtico de ella.
Por si fuera poco, una imagen está sujeta a las subjetividades, mediaciones culturales y percepciones del individuo.
La famosa serie de uno de los fotógrafos más famosos del siglo XX, el norteamericano Robert Mapplethorpe (1946-1989): un hombre plegado sobre sí en diferentes ángulos ―un hombre negro y desnudo― al que en un segundo plano se le observa el miembro viril; o aquella otra de de un hombre blanco de espaldas, dividido a la mitad por una marca de luz y sombra, los músculos marcados y las piernas semiabiertas… es para unos el sumum del arte fotográfico, el erotismo trabajado, el descubrimiento de una nueva sensualidad. En cambio, continúa siendo para otros, una imagen pornográfica y más de una galería, más de un país la ha rechazado.
Seguramente no los verá igual una mujer que un hombre, una persona de orientación heterosexual que otra de orientación homosexual, una persona de estudios universitarios que un analfabeto, eso por no entrar en el campo de los ateísmos y de las religiones.
Los conceptos ―que el caso citado pudieran ser erotismo, sensualidad, pornografía― no son barrera para el pensamiento humano. El pensamiento humano los sobrepasa y crea los suyos propios. Al fin y al cabo un concepto es una síntesis, una abstracción que un humano o un grupo de ellos, nos legó.
Un documental sobre un hombre en faldas o una fotografía del hecho nada tendrá que ver si es tomada en Santiago de Cuba ―ya presumimos que podría pasar― que en Escocia ―y su tradición de los kilts―.
A la Gioconda de DaVinci se le han buscado cuantos misterios se puede imaginar, se le ha medido incluso que por ciento tiene de indiferencia, de alegría, de sensualidad; se ha dicho incluso que tras aquella sonrisa se escuda un hombre…
Las pinturas de Rubens son un hito en la historia del arte, pero a la luz de hoy aquellas mujeres fofas, tal vez se hubieran quedado sin nadie que las pintara, a no ser que el colombiano Botero hiciera de ella una de sus esculturas gigantes.
Una imagen depende siempre de los ojos de quien la mire.
UNA PALABRA SALVA
Habrá que rectificar aquel anuncio apocalíptico. Una palabra, un palabra ―con todas sus intenciones y dicha como Dios manda― evoca mil imágenes. Ese poder de sugerencia es precisamente el sostén de la radio a la que se le anunció la muerte tantas veces; pero que cada vez está más cercana de la gente.
¿La televisión versus la radio, por encima de ella? Tampoco.
No abundamos aquí sobre la penetración de la radio, la bondad de su señal, o su poder de ubicuidad, porque eso ya se ha dicho. Nadie podrá negar las virtudes de la visualidad televisiva, sólo que esta, a la vez que nos amplía la perspectiva, nos distrae de la idea que se transmite y que supuestamente quiere fijar, con una multitud de elementos sucedáneos.
Alberto Cortés se vestía siempre de negro. Afirmaba el célebre intérprete argentino que de otra forma la gente se distraía de sus canciones.
Un colgante moviéndose, es suficiente para perder el hilo de una conversación, o un rostro hermoso que nos impacta, o “el último grito de la moda” de una camisa o un peinado. ¡Oye, qué vieja está fulana, qué delgado está fulanito!, ¿dé quien será la pintura detrás de la locutora?… y así una infinitud de situaciones nos apartan de la idea transmitida… todo eso, válido sólo para personas videntes, claro está.
Un especialista en la oralidad como el colombiano Adolfo Colombres ha precisado que antes de la escritura estuvo la palabra desnuda, cantarina, la palabra ágrafa. La escrituridad montó en su carro a la palabra hablada y la empujó por el mundo.
Lo escrito busca siempre su origen primitivo. Lo escrito es lo hablado sostenido en el papel, lo escrito lleva aquel callado estruendo del que hablara Lezama. ¿Cuántas veces no habremos leído en voz alta los signos trazados por nuestra propia mano o las palabras tecleadas en una pantalla, para detectar algo que anda mal?
Aunque lo escrito tiene “sentido de eternidad” ―ahí están las tablillas mesopotámicas y los papiros egipcios―, unas comillas jamás podrán reflejar la infinitud de matices que acompañan la cadena hablada. No hay signo de admiración o de interrogación, no hay puntos suspensivos que pueden acercarse la euforia, la tristeza, las suspensiones… que una persona dejó entrever en una conversación.
Los signos de puntuación ―no hay que obviarlo― son apenas una convención, un acuerdo social que intenta acercarse al lenguaje hablado. Es sólo la interpretación de un texto escrito, lo que hace que esas letras se levanten. Bien lo saben locutores, conductores, comentaristas, declamadores, maestros de ceremonia, despedidores de duelo y periodistas.
La locución es pues, el acto de convertir en verdad lo que se escribe, me dijo un día una experimentada locutora. Es la letra reconvertida en su semilla.
Una sola palabra hablada puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte, físicamente hablamos: ¡Cuidado!
Una palabra hablada puede ser la diferencia entre la vida y la muerte, espiritualmente hablamos: “Te amo”.
A La Palabra predicada con palabras ―a la fe despertada por las palabras― se han confiado muchas religiones con siglos de subsistencia.
No hay palabras buenas ni malas per se. Cada palabra pervive por su uso, y muere sin esta. Cada palabra tiene su circunstancia. ¿Quién se atreve a calificar de obscena la palabra, la exacta palabra que decimos cuando nos damos un martillazo o cuando recibimos un susto inesperado?
En cierta ocasión un griot africano ―uno de esos juglares que va de pueblo en pueblo con sus leyendas y sabidurías a cuestas― sorprendió a todos en una conferencia cuando habló de la no-palabra. Por ello, los africanos entienden la frase huera, vacua, carente de significado, adormecedora, pura articulación.
Frente al papel en blanco, el micrófono o la cámara, hemos de evitar por todos los medios, la no-palabra: la filosofada de segundo orden, el discurso vacío, el floreo, la desesperación por llenar los minutos, la verborrea…
Ve uno tantas cosas diariamente, que se pregunta quien ganará la controversia: ¿la palabra o la no- palabra?
LAS DOS MITADES DE LA RADIO
Se equivocan los que afirman que la radio es el imperio de la palabra hablada. Esa es una apreciación superficial. La radio es mitad hablada y… mitad escrita. La “literatura radial” es una “forma especial” de escribir que ha llevar en sí los códigos propios y los destinatarios, casi siempre inmediatos… pero de ese acápite hablaremos en otra ocasión.
Los encargados de evaluar esa “literatura radial” necesitan una sacudida. Y otra, los encargados de evaluarlos a ellos. En muchos programas del área "no dramatizada", la presencia de los asesores es cuestionable. Allí subsisten demasiadas complicidades e insuficiencias, sobre todo demasiada permisibilidad. Todo ese sistema organizativo, obsoleto, necesita una sacudida monumental, porque a su sombra nacieron y viven todas estos vicios. Siempre me he cuestionado que un programa de radio se evalúe por su guión, y me lo seguiré cuestionando. Un guión presupone a los artistas que le darán vida (actores, locutores, operadores de sonido, musicalizadores, efectistas…) y sin ellos no tendrá razón de ser, será papel mojado.
Un programa que sólo puede realizarse con su puesta en bocina, con una armónica coordinación de todos sus elementos, jamás debería evaluarse por un guión “en frío”. Eso no quiere decir, sin embargo, que no justipreciemos el papel (esencial) del escritor de radio, el escritor de palabras escritas que tendrán que ser habladas a posteriori.
Para organizarlo todo, lo primero que se ha de organizar son las ideas. Las ideas “viajan” de la mente a las palabras. Al fin y al cabo el lenguaje, es la envoltura del pensamiento. Apenas estoy ajustando el calibre de aquello (y aquellos) que sueñan por la oreja, como diría Joaquín Borges Triana.
Las palabras acaban atrapadas en el guión. El actor, el periodista, el conductor… acaba transmitiendo sus ideas a través de la palabra hablada que antes ha sido pensada y puesta por escrito. La palabra vuelva siempre a su remoto origen: el habla. La palabra existe para ser hablada. Parece un trabalenguas, pero no lo es.
Una palabra no es simplemente una palabra: una palabra es la expresión de un pensamiento, una palabra nos viste mejor que cualquier traje, porque tipifica inmediatamente a quien la porta. Una palabra define.
La expresión radial es una cadena de intenciones, cuyo eslabón inicial es la palabra. En lo que algunos llaman “la era de la visualidad”, el poder de la palabra hablada sigue incólume.
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