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Alguien dijo que la realidad acaba poniéndole cola a la fantasía. No sé quién lo dijo ni acaso importe. Será como aquello de que los cubanos si no llegamos nos pasamos, que alguien dijo que dijo Máximo Gómez; pero que nadie ha leído.
Desenredándome de los diretes, toda esta didascalia la ha provocado el N. 43 de nuestra Revista SIC, nuestra porque desde Santiago de Cuba plantea un diálogo sobre esos creadores que nos encontramos día a día en las polvorientas calles santiagueras, en las soleadas calles; con los artistas que de tan tercos no han dejado de soñar, de soñarnos, de encontrarnos.
De encuentros y desencuentros (pilotes del mismo puente) tratan estas líneas, paralelismo entre las letras y la realidad. Nada es más real que el libro de nuestra propia vida, más extenso o más breve, según el don que se nos dispuso o el tiempo que nos fue dado.
El primer encuentro es el de la guantanamera Mireya Piñeiro con Fina García Marruz. Por conocer a Mireya, puedo verla asomada al volumen Hablar de la poesía, inflamada en el diálogo con la poeta y ensayista, como quien teje versos en lo callado de la hoguera —como Boti tallaba su diamante en su aldea—. Y luego, me la imagino leve, ante la Fina física y mortal ―que viene de sus años, de una fina manera de sosegar al Cintio conferencista—, y apenas le regala a la desconocida una formalidad amable que el tiempo disolvió de sus recuerdos. Pero los desencuentros pueden ser feraces cuando en el ademán se adivina el viento, cuando se escucha el callado estruendo de lo que no se dijo…
Eso es el ensayo “La poética de Fina García Marruz… como pretexto” de Mireya Piñeiro, un entresijo para hablarnos de todo, de ella misma —que el tangible individuo es más importante que la abstracta humanidad—; para decirnos, evocarnos acaso, la serenidad de la poesía, su augusta e inacabable reserva, su volcán; para tocar a Virgilio y al Benny, a los “origenistas”, guiados por el cayado de Lezama, y a Fina al fin, que cuenta como la habrá maldecido aquel ladrón que arrebata su bolso para encontrarse con cinco centavos y un manojo de cuartillas.
Mireya Piñeiro Ortigosa, otra vez, con una filigrana.
Aida Bahr —refugiada bajo las dos iniciales de su nombre— abre las páginas a la narrativa de Lourdes González con Las edades transparentes y Gleyvis Coro Montaner con La burbuja, Premio de la Crítica y Premio UNEAC, respectivamente. Son dos generaciones, dos temperamentos y dos geografías.
La una, desarrolla su trama en un central azucarero oriental a inicios de la década del setenta y la otra, ubica la acción en Minas de Matahambre en la primera década del siglo XX. Barh nos remarca “la raigambre poética, la prosa con verdadera delectación” de Lourdes; y “el lenguaje conciso y casi nervioso” de Gleyvis, ambas —nos advierte― con personajes complejos y coherentes que desbrozan camino entre escaceses y mezquindades, represiones y envidias, entre sueños y terquedades (otra vez la palabrita), porque la reseña y las novelas, hablan de la Cuba verdadera.
El profesor (y martiano confeso), Arnoldo Fernández Verdecia nos entrega el paso, más bien el eco de Guillermo Vidal en Contramaestre, en su curiosa teoría de la “guillermomanía”. De sus deslumbres ante el autor de Matarile, de su aferramiento tenaz al terruño natal, de la certeza de que “las palabras son lo único que nos queda, lo único que no emigra, lo único que permanece”.
A seguidas Yunier Riquenes García, que ya no necesita presentación, vuelve sobre alguien que conoce muy bien, el narrador Jorge Luis Hernández, que es hablar de Soler, de Santiago y de sus circunstancias. Al comentar su libro El relumbre del Oro, se detiene en cuentos como “El esfumador” y “Memoria”, en la visión de un santiaguero ante la caída del Muro de Berlín, y en la ficción de alguien que se despierta un día para descubrir que todo su mundo ha cambiado de manera dramática.
Regocija encontrar asimismo, un acercamiento a la poesía de Reynaldo García Blanco. La exégesis de Yanetsy Pino nos entrega algunas de sus claves poéticas: la expresión de lo innombrable y el diálogo con la otredad, la reescritura desmitificadora de los grandes héroes y el rejuego del tiempo y el espacio, que le permiten al poeta ubicarse en cualquier época y abaixar las velas. Presumo que se trata de la síntesis de un trabajo más amplio, porque el método y la academia asoman; pero en todo caso, resulta el acercamiento a un escritor convertido ya en una voz imprescindible de la poesía cubana contemporánea.
La poesía de Eliécer Barreto Aguilera, antecede al cuento de “Decía Carlos”, de Emerio Medina, antecedente de un libro de próxima aparición. Lenguaje minimal, con la fuerza de un brote. No me resisto a transcribir un breve fragmento: “Yo hacía mis cosas con Lisandra también. Se lo dije a Carlos cuando estábamos en el balcón. Se lo dije para que viera que yo también podía hacer mis cosas…”.
Un libro de Jorge Ibarra Cuesta es siempre una buena nueva, afirma el investigador Rodolfo Sarracino, a propósito de Encrucijadas de la guerra prolongada, lectura sobre la coyuntura histórica que representó el fin de la Guerra de los Diez años y los hechos que condujeron al Pacto del Zanjón y a la Protesta de Baraguá, el rostro bifronte de un mismo tiempo. El artículo destaca lo que el autor llama “civilismo a ultranza” y se acerca al microuniverso de aquella etapa, a sus yerros, sus excesos, sus hombres y sus glorias.
¿Imaginan al guionista de Ladrón de bicicletas y Humberto D en la terraza del Hotel Casa Granda? Tal es el recuerdo del que nos hace partícipe Raúl Ibarra Parladé. Es un alarde de la memoria que recoje en la bruma casi, aquel instante en que se encontró con el adalid del neorrealismo italiano. No sé porque me viene a la memoria el encuentro de Ricardo Repilado con Lorca. Será por que ambas confesiones son muy sinceras, aún con ellos mismos. Y no digo más.
Sólo que la revista nos ofrece una fotografía del también guionista de la cinta cubana El joven rebelde, asido a un tridente —como un personaje él mismo, ni como un labriego ni como Neptuno―; sino al modo de un viajero impenitente a punto de llegar (o tal vez de partir) detenido un instante como una concesión muy especial.
Luego vendrá aquella exploración sobre el periodismo cultural (“Periodismo cultural es CRITERIO”) que hice a propósito del décimo aniversario de esta publicación y que SIC tuvo a bien no dejar en la oralidad del momento. En verdad es una mirada frente al espejo.
Una mirada desde el ardor y el desafío que representa el trabajo diario ante las subjetividades de la creación y su multiplicidad infinita; ante los retos de decodificar y hacer comunes, los lenguajes de una escena teatral, un acorde o un trazo de pincel; a partir del difícil equilibrio de la opinión, ejercida casi instantáneamente, con la obra recién salida del horno, sin el beneficio reflexivo de la distancia.
La personalidad de Erick Grass “un nombre y apellidos raros para marcar con palabras sonoras el decursar de una vida”, según apunta él mismo, se revela en el trabajo más extenso de este número. El director de arte, vestuarista y escenógrafo que ha puesto su mano en cintas como Miel para Oshún (Humberto Solás), El Benny (Jorge Luis Sánchez) o Madrigal (Fernando Pérez) con sus experiencias y visiones. Es el cineasta Carlos Barba quien lo trae hasta nosotros, pero —aunque se afirme en blanco y negro― en rigor, no se trata esta de una entrevista: es una descarga, una introspección y un pretexto. Ya advertí cual era la marca de SIC 43.
Finalmente, la revista toca algunos de los eventos que han reunido en la ciudad a lo mejor de la oralidad durante la VII Bienal (Zaylen Clavería) y el IX Taller y Concurso Antonio Lloga in Memoriam. La radio, siempre cercana, pero siempre preterida, padeciendo la orfandad escandalosa de memoria, sujeta aquí al menos, un momento de su trayectoria. Ojalá sea luz para artículos similares. Como siempre, la publicación nos reserva su contracubierta a un creador de las artes plásticas, esta vez con las imágenes captadas por el lente de Silveira.
Aquí les dejo la revista SIC N. 43 (Editorial Oriente, Santiago de Cuba, julio-agosto-septiembre 2009), sometida, como otras, a los avatares de la impresión; pero siempre enhiesta. Martí afirmó que “leer una buena revista es como leer decenas de buenos libros”. Y, una vez más, tuvo razón.
// NOTA:
Esta presentación debió ser leída el 14 de diciembre de 2009, Día del Trabajador de la Cultura, en el Taller Cultural "Luis Díaz Oduardo"; pero el momento aguardado llegó tardío y sobre todo mal formulado. No suelo perder tiempo ―en el apremio de tantas cosas por hacer— buscando responsables para hecho tan nimio. Sólo que, como las palabras escritas a solicitud de la Editorial Oriente, quedaron en el papel, sin estrenar, aquí las dejo. Por elemental coherencia.//
2 comentarios:
Me gusta cuando escribes sobre Santiago. Éxitos.
Allí estuve que pena no haber escuchado esos criterios sobre SIC
Una lectora
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