Reinaldo Cedeño Pineda
♠ Palabras de homenaje al maestro Eduardo Rivero Walker. FIDANZ. Fiesta de la Danza. Teatro Heredia, Santiago de Cuba, 17 de diciembre de 2011
El 13 de mayo de 1971 se estrenó en el Teatro García Lorca de La Habana, una obra llamada Súlkary. Han pasado cuarenta años, pero la pieza sigue incólume, cada vez más intensa y se ha convertido en un ícono de la danza cubana y caribeña.
Su creación llevó al coreógrafo al arte egipcio, a las pinturas rupestres del Sahara, a las tallas en madera. Un año antes, en Okantomí, había recreado la máscara de la realeza divina de Benin, de tal modo, que dejó estupefacto al público de la mismísima Nigeria, en pleno corazón del país yoruba.
Para Eduardo Rivero Walker, la danza no se trata de músculos, sino de espíritu. No se trata sólo de una demostración técnica sino de un cosmos creativo donde la investigación constituye sostén y sustrato de la historia danzaría que se representa en escena.
Historia de un Ballet de José Massip inmortalizó su imagen con el machete de Ogún. Brilla el metal filoso en su pelea con Shangó. El brazo de Eduardo Rivero es un huracán movido por el viento.
No vengo a hacer toda la historia del muchacho de San Isidro y Marianao que un día recibió un telegrama en su casa del maestro Ramiro Guerra y pasó del cabaret Venecia de Santa Clara a fundar el Departamento de Danza del Teatro Nacional de Cuba, luego Danza Nacional de Cuba y Danza Contemporánea.
Vengo apenas a poner mi voz en el homenaje a un artista que ha recibido aplausos en todos los continentes, que ha creado compañías en El Caribe y Europa, que ha recibido las más altas condecoraciones de la cultura cubana. Este año se cumple una década de habérsele concedido el Premio Nacional de Danza, otra hermosa razón para el tributo.
Mantener un colectivo artístico requiere una llama perenne de pasión, para que ningún aire la apague, para que ninguna angustia la derribe. Mas, Eduardo Rivero es de la raza buena, de los que aman y fundan, de los que no se rinden.
Cuando a finales de 1988 decide crear en esta ciudad, la compañía Teatro de la Danza del Caribe demostró no solo su generosidad, sino el afán por dotar al territorio y al país de una agrupación que sintetizara el eros, la plasticidad y el ser del Caribe. El Caribe va en su propia sangre, pues Jamaica le toca por vía materna.
Eduardo nunca ha dejado de bailar, lo hace cuando camina por estas sus calles, lo hace sobre todo, a través de sus alumnos. Santiago de Cuba tiene muchas razones para agradecerle.
Una mañana en su propia casa, me entregó una confesión, una tesis:
―Yo quería mover las estatuas, me dijo.
Cuando bajé del piso diecisiete, de su casa en la Avenida Victoriano Garzón, cuando me despedí de Xiomara, su esposa, me llevé la respuesta en los labios que hoy hago pública: Él es de los elegidos, de los que ha sabido cumplir sus deseos. Aquí le dejo un abrazo en nombre de Santiago, a Eduardo Rivero Walker, el hombre que ha sabido mover las estatuas.
Honrar, honra
Muchas gracias.
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