Me parecía que estaba soñando, que estaba flotando… me comentó una tarde. De eso sabía: de flotar, de hacer soñar a los demás. Me lo dijo en su propia casa, al lado del piano, al lado de los girasoles de la popularidad que la revista Opina, que sus seguidores le propiciaron.
viernes, 20 de mayo de 2016
FARAH MARÍA: Más allá del malecón...
Esa muchacha va a ganar, masculló una de las
favoritas al galardón. Cuando la vio descender de la escalera rumbo al
escenario, cuando la vio danzar en el aire, su mirada se tornó vidriosa. Va a
ganar, repitió…
El jurado deliberó hasta la madrugada. Las
participantes, en un salón contiguo, tampoco podían dormir. El oráculo se cumplió: Farah
María ganó el Gran Premio del Festival Orfeo de Oro 1976, entonces, una de
las vitrinas de la cancionística internacional en Europa del Este.
No fue solo Bulgaria. En esa propia década se acreditó el premio de
interpretación en Dresde, en el difícil Sopot y hasta en Tokio. En el Festival
Mundial de la Canción Yamaha, fue la sensación con Recuerdo de aquel largo viaje
de Raúl Gómez. La estoy escuchando.
Atesoro un
video del Guzmán 1981, aquel concurso que tanto aportó a nuestra música, que
tanto rigor devolvió a la televisión cubana. Cantan La Lupe de Juan Almeida, a
cuatro voces: Amelita Frades, Beatriz Márquez y
Elena Burque. La última en salir es Farah. Los aplausos arrecian. El
cable del micrófono da un pequeño tirón que ella sabe sortear con elegancia. Aparece
en todo su esplendor.
Me parecía que estaba soñando, que estaba flotando… me comentó una tarde. De eso sabía: de flotar, de hacer soñar a los demás. Me lo dijo en su propia casa, al lado del piano, al lado de los girasoles de la popularidad que la revista Opina, que sus seguidores le propiciaron.
Me parecía que estaba soñando, que estaba flotando… me comentó una tarde. De eso sabía: de flotar, de hacer soñar a los demás. Me lo dijo en su propia casa, al lado del piano, al lado de los girasoles de la popularidad que la revista Opina, que sus seguidores le propiciaron.
Fue la gema del
cuarteto que integraron Memé Solís, Miguel Ángel Piña y Héctor Téllez, antes de
su carrera en solitario. Un tango como Adiós
muchachos o un cha cha chá como El Alardoso, parecían escritos para ella.
Algunos de los boleros que cantó por la geografía española, también. Interpretó a grandes autores, pero siempre
supo cual era su cuerda, siempre supo escoger a sus acompañantes.
Cierto que fue
modelo en sus inicios, que tomó incluso clases de ballet; pero ella
subió un escaño en eso de pulir lo que
natura le dispensó. Tejió su red, haló
el cordel, rindió a todos, hasta que le bautizaron como “La gacela de
Cuba”, como “La gacela que canta”.
Podía aparecer ante las cámaras. Podía cantar en
las arenas. Podía subir a las tablas con un vestido glamoroso. Siempre sensual,
pero jamás grosera. Los hombres querían tenerle cerca. Las mujeres, envidiaban
su figura. Era un “dolor de cabeza”.
Tengo muchos amigos que cuentan conmigo. Provengo
de una familia numerosa, será por eso que me gusta compartir. Y siempre estoy
buscando la felicidad, me confesó a
media voz, con una insospechada timidez, con auténtica modestia.
En 2012,
Enrique Pineda Barnet la invitó a su polémica cinta Verde, verde. Farah es la dama omnipresente que vigila, que
asiente, que critica. Le basta una mirada. No fue su primera vez en el cine, ni
su primera actuación especial.
Hay una pieza musical que le ha perseguido. Se la
pedían en cualquier sitio, en cualquier momento. Casi no hay que nombrarla.
Ella le entregó a la inspiración de Enrique Jorrín, todo su donaire. Hizo del pequeño tema, un exitazo.
Alguna vez se dijo que “el tiburón” no se refiere precisamente a un
escualo. Resulta metafórico bautismo hacia
aquellos que van al malecón y a otras zonas afines… para erotizarse.
Muchos le agasajaron por sus setenta años. No lo
podían creer. Nos resistimos a que el tiempo pase sobre las personas que
admiramos, a que le rocen las tristezas. Las queremos siempre vencedoras.
Farah María es una época, un estilo, un sueño. Es
la novia de toda una generación de cubanos. Y nos acompaña, eternamente grácil, con un duende
imbatible: “Yo no me baño en el malecón…”
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