jueves, 27 de septiembre de 2007
Festival de la Radio Cubana: EN EL REVERSO DE LOS PREMIOS
Reinaldo Cedeño Pineda
A la radio cubana no le faltan voces, pero no hay peor sordo que el que no quiere oír. Tal vez, obnubilados por los premios de cada año, el Festival de la Radio se ha resistido a ver el reverso de sus propios galardones. Y lo peor, pretende erigirse en el Top-Ten de la programación radial en el país.
Esa consideración ha viciado el objetivo del Festival y es la causa de tanto desaguisado.
Treinta Festivales son suficientes para el análisis.
Comencemos por las bases. En ellas se establece que los programas a concursos deben haberse transmitido en una fecha determinada, pero ahí está la primera trampa. ¿Quién controla que efectivamente sea así? ¿A quién le interesa apegarse a esas bases? ¿En la práctica, es posible hacerlo en las mil y una categorías convocadas?
Muchos programas ganadores (¿quien lo ignora?), son resultado del “laboratorio”, de largas horas en los estudios buscando la perfección. No han sido transmitidos en el lapso señalado, incluso algunos no han sido transmitidos en absoluto, sino que se les acomoda en una fecha, a discreción.
En un concurso de prensa escrita, por ejemplo, esto no pudiera pasar: la obra quedaría descalificada. Ningún autor podría enmendar lo ya publicado y luego enviarla a concurso. En la radio, evaluados y evaluadores cumplen un pacto de silencio: En las convocatorias a nivel de emisoras, municipio, provincia y nación, todos se hacen de la vista gorda.
¿El Festival se ha olvidado del carácter efímero de una puesta en bocina? Tal vez, sus caminos poco prácticos, son los responsables y generan en sí la burla de sus bases.
Si se admite que la práctica es el criterio de la verdad… ¿Por qué no se cambian sencillamente las bases y se termina con tanta incongruencia? ¿Por qué no se convoca a la participación de programas transmitidos o no?
La propia concepción del Festival propicia la trampa.
¿Habrá que buscar la espada para desatar el nudo?
Y es que el Festival de la Radio pretende formarse un juicio de la programación real transmitida en las emisoras, con los programas presentados a concurso, ignorando que varios de ellos no son los programas que se radiaron, aunque se llamen de la misma manera y en la ficha entregada, en el papel, cumpla “estrictamente” con las bases emitidas. He ahí, a mi entender, un error de procedimiento
Podrán decirme que no son todos, que los espacios dramatizados y algún que otro tipo de programas, han sido tomados de la transmisión efectiva… pero a estas alturas, desafortunadamente, la tendencia es otra: las emisoras liberan a sus realizadores de cualquier compromiso diario en pos de fabricar el posible programa ganador. Pregúntese a conciencia y se sabrá.
Digo más: el gigantismo de las convocatorias, insufla a esta fabricación de programas, en el afán de ganar un premio.
La paradoja toma el batón: a veces, no se convocan tipologías de programas que ya tienen arraigo, y sin embargo, se da espacio a temas especiales que “invitan” a la creación de programas, mas para complacer la convocatoria del Festival, que para responder a la necesidad de la audiencia.
¿Acaso es pecado querer presentar a concurso la mejor obra posible? No, de ninguna manera; mas el pasar gato por liebre, en materia de concurso, hablando en cubano, no tiene otro nombre que engaño (un autoengaño sin sentido, un engaño múltiple), aunque venga “envuelto” en no sé cuantas consideraciones.
Si se entiende un premio de la radio como el reconocimiento a un colectivo de realización, va mi aplauso.
Cada premio obtenido honra, y lo hace doblemente, cuando se ha conseguido a base del talento y entrega, a contrapelo de las carencias materiales, con la ayuda de una emisora vecina, pero…tomar los resultados del Festival de la Radio para evaluar, o acaso, aquilatar de una u otra forma la programación habitual es un dislate. Clasificar a toda una emisora o a una provincia, por el valor de los premios es, cuando menos, un exceso.
Es hora de buscar otros mecanismos (¿monitoreos más efectivos, nominaciones por territorio?...) que quiten al Festival ese peso extra que amenaza con hacerle zozobrar, que sacude el deseo de muchos de participar en él. Y lo dejen en la médula, un encuentro de arte radial.
Hay reticencia a admitirlo, pero lamentablemente así sucede.
El Festival se ha vuelto un agobio, una presión para realizadores y directivos. Quizá sea hora de revalorar su frecuencia anual. Se le ha dado tal relevancia que eclipsa al resto, al trabajo diario y consagrado de algunos… que no reciben premios.
Todo no acaba ahí.
El Festival de la Radio no debe confundirse con una gala de premiaciones; debía ser esa fiesta prometida; y sobre todo, un instante ideal de intercambio, de reflexión para mirar la radio por dentro, para mirarse. Mucha falta que hace.
El Festival de la Radio apostó a un bando inequívoco en la larga discusión de la radio esencialmente vista como arte o canal. Sin embargo, algunos han tomado el Festival como un pico, como un fin y no como una consecuencia, una derivación natural de lo que se hace cotidianamente.
No se ha creado ningún espacio que a nivel nacional transmita los programas ganadores (a menos de gestiones personales y eventuales) a pesar del viejo y justísimo reclamo de la gente de la radio y del seguro beneplácito de la audiencia. Eso vale más que un trofeo, un diploma o una cantidad de dinero.
Entonces, el Festival ganaría en coherencia y seguramente, de buena gana, muchos más quisieran estar representados en sus sesiones y concursos.
¿Y qué decir de la memoria? Se repite la necesidad de archivar los mejores programas. Sé que hay pasos, pero aún tímidos y aislados. A mi modo de ver, va faltando más recursos; pero también conciencia.
Es hora de dejar las lamentaciones sobre pérdidas irremediables y establecer pasos concretos para conservar lo mucho de valía que producen las emisoras cubanas. Es una tarea pendiente para todos, desde el nivel municipal hasta el nacional.
¿Habrá que seguir soñando con las radiotecas?
Si para algo debiera servir el Festival de la Radio, es para eso. Para discernir cuales son los espacios modélicos a seleccionar, sin que sean los únicos candidatos al archivo que los salve. Las nuevas tecnologías, seguramente simplificarían este proceso, sin pensar que todo está en la mano.
Vale recordar que aunque los concursos estén muy de moda (mediado más de uno por razones comerciales), la apreciación de una obra de arte tiene un carácter subjetivo; por lo tanto, el jurado somete la obra en cuestión a su arbitrio. Y ha de asumirse cada premio como una consideración, no como una regla.
Por otro lado, un asunto a reconsiderar, son los dictámenes de los programas no ganadores por parte del jurado del Festival Nacional. La mayoría, son personas prestigiosas, avaladas por un sólido trabajo en el medio, pero….¿hasta dónde será efectivo someterlos a estas consideraciones, en medio de largas sesiones de escucha?
Verdad es que se han buscado fórmulas para el festival, mas cada localidad tiene sus características y sus números. Eventualmente, estimular la competición por territorio puede tornarse desleal y hasta absurda. Un festival no es una carrera de cien metros planos.
El Festival de la Radio puede ser una guía; pero no debe imponer la dinámica a la programación radial cubana. En todo caso, ha de devenir de esa programación de manera natural.
Es hora de que el Festival de la Radio Cubana se detenga a observar el reverso de sus premios, so pena de formalismo, de irse desinflando y ser una caricatura de sí mismo
A la radio cubana no le faltan voces, pero no hay peor sordo que el que no quiere oír. Tal vez, obnubilados por los premios de cada año, el Festival de la Radio se ha resistido a ver el reverso de sus propios galardones. Y lo peor, pretende erigirse en el Top-Ten de la programación radial en el país.
Esa consideración ha viciado el objetivo del Festival y es la causa de tanto desaguisado.
Treinta Festivales son suficientes para el análisis.
Comencemos por las bases. En ellas se establece que los programas a concursos deben haberse transmitido en una fecha determinada, pero ahí está la primera trampa. ¿Quién controla que efectivamente sea así? ¿A quién le interesa apegarse a esas bases? ¿En la práctica, es posible hacerlo en las mil y una categorías convocadas?
Muchos programas ganadores (¿quien lo ignora?), son resultado del “laboratorio”, de largas horas en los estudios buscando la perfección. No han sido transmitidos en el lapso señalado, incluso algunos no han sido transmitidos en absoluto, sino que se les acomoda en una fecha, a discreción.
En un concurso de prensa escrita, por ejemplo, esto no pudiera pasar: la obra quedaría descalificada. Ningún autor podría enmendar lo ya publicado y luego enviarla a concurso. En la radio, evaluados y evaluadores cumplen un pacto de silencio: En las convocatorias a nivel de emisoras, municipio, provincia y nación, todos se hacen de la vista gorda.
¿El Festival se ha olvidado del carácter efímero de una puesta en bocina? Tal vez, sus caminos poco prácticos, son los responsables y generan en sí la burla de sus bases.
Si se admite que la práctica es el criterio de la verdad… ¿Por qué no se cambian sencillamente las bases y se termina con tanta incongruencia? ¿Por qué no se convoca a la participación de programas transmitidos o no?
La propia concepción del Festival propicia la trampa.
¿Habrá que buscar la espada para desatar el nudo?
Y es que el Festival de la Radio pretende formarse un juicio de la programación real transmitida en las emisoras, con los programas presentados a concurso, ignorando que varios de ellos no son los programas que se radiaron, aunque se llamen de la misma manera y en la ficha entregada, en el papel, cumpla “estrictamente” con las bases emitidas. He ahí, a mi entender, un error de procedimiento
Podrán decirme que no son todos, que los espacios dramatizados y algún que otro tipo de programas, han sido tomados de la transmisión efectiva… pero a estas alturas, desafortunadamente, la tendencia es otra: las emisoras liberan a sus realizadores de cualquier compromiso diario en pos de fabricar el posible programa ganador. Pregúntese a conciencia y se sabrá.
Digo más: el gigantismo de las convocatorias, insufla a esta fabricación de programas, en el afán de ganar un premio.
La paradoja toma el batón: a veces, no se convocan tipologías de programas que ya tienen arraigo, y sin embargo, se da espacio a temas especiales que “invitan” a la creación de programas, mas para complacer la convocatoria del Festival, que para responder a la necesidad de la audiencia.
¿Acaso es pecado querer presentar a concurso la mejor obra posible? No, de ninguna manera; mas el pasar gato por liebre, en materia de concurso, hablando en cubano, no tiene otro nombre que engaño (un autoengaño sin sentido, un engaño múltiple), aunque venga “envuelto” en no sé cuantas consideraciones.
Si se entiende un premio de la radio como el reconocimiento a un colectivo de realización, va mi aplauso.
Cada premio obtenido honra, y lo hace doblemente, cuando se ha conseguido a base del talento y entrega, a contrapelo de las carencias materiales, con la ayuda de una emisora vecina, pero…tomar los resultados del Festival de la Radio para evaluar, o acaso, aquilatar de una u otra forma la programación habitual es un dislate. Clasificar a toda una emisora o a una provincia, por el valor de los premios es, cuando menos, un exceso.
Es hora de buscar otros mecanismos (¿monitoreos más efectivos, nominaciones por territorio?...) que quiten al Festival ese peso extra que amenaza con hacerle zozobrar, que sacude el deseo de muchos de participar en él. Y lo dejen en la médula, un encuentro de arte radial.
Hay reticencia a admitirlo, pero lamentablemente así sucede.
El Festival se ha vuelto un agobio, una presión para realizadores y directivos. Quizá sea hora de revalorar su frecuencia anual. Se le ha dado tal relevancia que eclipsa al resto, al trabajo diario y consagrado de algunos… que no reciben premios.
Todo no acaba ahí.
El Festival de la Radio no debe confundirse con una gala de premiaciones; debía ser esa fiesta prometida; y sobre todo, un instante ideal de intercambio, de reflexión para mirar la radio por dentro, para mirarse. Mucha falta que hace.
El Festival de la Radio apostó a un bando inequívoco en la larga discusión de la radio esencialmente vista como arte o canal. Sin embargo, algunos han tomado el Festival como un pico, como un fin y no como una consecuencia, una derivación natural de lo que se hace cotidianamente.
No se ha creado ningún espacio que a nivel nacional transmita los programas ganadores (a menos de gestiones personales y eventuales) a pesar del viejo y justísimo reclamo de la gente de la radio y del seguro beneplácito de la audiencia. Eso vale más que un trofeo, un diploma o una cantidad de dinero.
Entonces, el Festival ganaría en coherencia y seguramente, de buena gana, muchos más quisieran estar representados en sus sesiones y concursos.
¿Y qué decir de la memoria? Se repite la necesidad de archivar los mejores programas. Sé que hay pasos, pero aún tímidos y aislados. A mi modo de ver, va faltando más recursos; pero también conciencia.
Es hora de dejar las lamentaciones sobre pérdidas irremediables y establecer pasos concretos para conservar lo mucho de valía que producen las emisoras cubanas. Es una tarea pendiente para todos, desde el nivel municipal hasta el nacional.
¿Habrá que seguir soñando con las radiotecas?
Si para algo debiera servir el Festival de la Radio, es para eso. Para discernir cuales son los espacios modélicos a seleccionar, sin que sean los únicos candidatos al archivo que los salve. Las nuevas tecnologías, seguramente simplificarían este proceso, sin pensar que todo está en la mano.
Vale recordar que aunque los concursos estén muy de moda (mediado más de uno por razones comerciales), la apreciación de una obra de arte tiene un carácter subjetivo; por lo tanto, el jurado somete la obra en cuestión a su arbitrio. Y ha de asumirse cada premio como una consideración, no como una regla.
Por otro lado, un asunto a reconsiderar, son los dictámenes de los programas no ganadores por parte del jurado del Festival Nacional. La mayoría, son personas prestigiosas, avaladas por un sólido trabajo en el medio, pero….¿hasta dónde será efectivo someterlos a estas consideraciones, en medio de largas sesiones de escucha?
Verdad es que se han buscado fórmulas para el festival, mas cada localidad tiene sus características y sus números. Eventualmente, estimular la competición por territorio puede tornarse desleal y hasta absurda. Un festival no es una carrera de cien metros planos.
El Festival de la Radio puede ser una guía; pero no debe imponer la dinámica a la programación radial cubana. En todo caso, ha de devenir de esa programación de manera natural.
Es hora de que el Festival de la Radio Cubana se detenga a observar el reverso de sus premios, so pena de formalismo, de irse desinflando y ser una caricatura de sí mismo
miércoles, 26 de septiembre de 2007
CUANDO ÁFRICA SE SENTABA A MI LADO
Reinaldo Cedeño Pineda
Nunca los sentí diferentes.
Durante cinco años fueron mis compañeros en los estudios universitarios y también… en las maldades. Por obra del destino, toqué con mis manos, naciones que apenas se mencionan, y desde entonces, no he podido mirar igual las noticias que llegan desde ese continente.
Algunos, en un rapto de confianza, me contaron la historia de sus vidas.
Nombres ignotos, con olor selva, a lejanía; pero detrás de ellos, personas admirables, con ese terrible esfuerzo de la adaptación, con aquel ánimo de superación sobre sus circunstancias cuantas veces al filo de lo imposible.
Es el tiempo cuando África se sentaba a mi lado.
La memoria se va, sendero de nostalgia, hasta esos tiempos universitarios en que el mundo gira en una mano, y a uno le parece que siempre podrá hacer gol.
Llega con la certeza de que a muchos, nunca más no los volveré a ver, porque la geografía acaba imponiéndose, pero….ahora los tengo frente a mí, rodeándome, apretados contra la silla, con el mismo anhelo de querer ser…los mejores periodistas del mundo.
Y el mundo estaba allí.
Por vez primera bailé la morna, con Anita y Augusto, antes, mucho antes de que Cesaria Évora, rompiera la barrera con sus pies descalzos. Las islas de Cabo Verde, minúsculos puntos en el Atlántico, granos esparcidos por la mano de Dios.
Les escuché decir de los caboverdianos de Lisboa y del mundo, de remesas y emigración, de la gente hermosa y alegre siempre mirando al mar, y les comprendí porque soy una criatura de isla.
Jean Pierre Ekaba era un negro simpático, envuelto en su ropa ancha, con la sonrisa a flor. Venía desde el centro de África, desde el Congo Brazzaville, pero su carácter lo sacaba de cualquier aprieto. Hablaba el francés con un acento peculiar, y cuando levantaba la mano, todos los ojos se dirigían hacia él, porque sabíamos que no importaba la respuesta, sino que era el momento de aflojar tensiones.
Delgado, muy delgado era Mamadú Bettega. Su idioma, el portugués, se parece tanto al castellano que en ocasiones terminaba hablando “portuñol”. Cuando aquella severa profesora le reclamaba que se le habían ido palabras en otro idioma, él se defendía desde un lugar en la emoción que desarmaba a cualquiera, con ese zumbido tan contagioso del portugués. Su país era Guinea Bissau, siempre con su inconfundible tocado dorado.
También había músculos y lágrimas
Angola traía la historia de Mpaxi Zamoko. La maldad colonial le dejó una huella maldita: una pierna casi inutilizada, seca, salvada de milagro, pero con ella no se perdía un baile y su inteligencia era de las más brillantes de la clase.
¿Y Frederico Sanambutue? ¿Se escribirá así su apellido? ¿Estará haciendo aquel periodismo sin reservas del que hablábamos en tierra angoleña?
Un dúo de amigos inolvidables venía desde Namibia. John Mutelo de deporte. Ambos seguíamos las carreras de Ana Fidelia Quirot en su época dorada. El deporte fue el puente a una amistad que desafía el tiempo y esa ausencia aún duele.
Con Brenda Andeline Nujoma tengo una fotografía –cara de niño aún- y manos sobre el hombro, a la entrada del periódico. Era hija del presidente de la SWAPO, y luego de la Namibia liberada, Sam Nujoma. La ornaba una augusta reserva, una serenidad inescrutable.
Usaba unas trencitas al modo africano, un día le pedí que me las hiciera. A su rostro asomó la incredulidad… ella sabía. Cuando aquel intento en mi pelo se desmoronó, ella movió la cabeza, esbozó esa sonrisa que sólo daba a los amigos. Nunca le confesé que esa mezcla de simpatía y admiración, me hacía buscarla con los ojos.
Como la mayoría, venía desde la Isla de la Juventud –la otra isla, abierta a la solidaridad del Tercer Mundo-. Había pasado tiempo lejos de su tierra, pero el sonar de los tambores circulaba en sus venas.
Unos rasgos jeroglíficos, al menos para mí, resultaron aquellos periódicos a los que me asomé un día en el parque, en la tertulia de un turno libre. ¿Chino, árabe?... No, amárico, ¿Qué lengua era aquella, por Dios? Un periódico que sostenían mis compañeros etíopes, Belay Tilaum y Tadesse Tesfalle. Recuerdo el relato de las increíbles historias de opulencia de Haile Selassie, con su inodoro de oro y su imagen de Dios. Cuantos diablos con pose de señor.
En los festivales culturales, la belleza de ébano de la mujer etíope se hacía notar. Esa mixtura árabe-africana les dotaba de unos rasgos particulares, y me vi varias veces aplaudiendo su gracia y su sensualidad, mientras danzaban sus túnicas en el escenario.
Cuando hoy veo en las imágenes internacionales, la hambruna de Etiopía, aquellos seres esqueléticos me punzan el costado. Comprendo por qué los etíopes -aunque amaban profundamente su tierra- esquivaban el espinoso tema del regreso.
Al estilo de los grandes, el tanzano Filemón Durú Lubuva siempre llegaba primero a la meta. Poseía esa ligereza de los fondistas africanos, y cuando una vez corrió descalzo, ya no hubo dudas de que teníamos entre nosotros a “un Bikila”, el célebre maratonista que se impuso descalzo en la Olimpiada de Roma ´60.
Por si faltase algo, pocos le adelantaban en el aula. Era meticuloso y concentrado, puntilloso al escribir, ajeno a los juegos de los casi adolescentes que éramos. Era el mayor de todos, el “abuelito”. Sabía que tenía en sus manos la oportunidad de su vida, no le gustaban las bromas, aunque más de una hicimos a su costa, y no tenía tiempo que perder.
Cuando en cierta ocasión confesó que debía traducir de su dialecto natal al swahili –idioma de Kenia y Tanzania-, de allí al inglés, y luego al español… se ganó el respeto, le reverencia de alumnos y profesores.
Siempre quería correr con él, para que me “halara”, y como no podía vencerle en las carreras… le hice una trampa emocional para que un día, aunque fuera un día, me dejase ganar. El pacto consistía en dedicarle un poema si yo llegaba primero a la meta. Un poema que no llevara ni su nombre ni una dedicatoria, para que nadie se enterara.
El poema se hizo… aunque a última hora, mi compañero se lo pensó bien y salvó su honor metiendo la cabeza por delante.
Nunca los sentí diferentes. ¿Dónde estarán ahora?
Era el tiempo cuando África se sentaba a mi lado. Y ellos... eran.... son ... mis compañeros.
Cine Latinoamericano: EL MILAGRO DE LA PERSISTENCIA
Reinaldo Cedeño Pineda
¿Nuevo cine latinoamericano? Cada diciembre, la interrogante halla su respuesta con la amplia muestra del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana.
Es un festival que ha sido fiel a su compromiso de ser punto de reunión, vitrina para la filmografía de la región. Una cita fiel y sin interrupciones, a contrapelo incluso de una economía de la Isla que tras la desintegración de Europa del Este, sufrió un golpe demoledor en los años noventa.
Sin embargo, la historia no comienza en la capital de la mayor de las Antillas, ni es tan reciente como pudiera acaso suponerse.
Pero… ¿cuándo nació el nuevo cine latinoamericano? ¿Existe acaso una identidad entre países tan diversos? ¿Puede acaso lograr espacio entre la invasión de cintas norteamericanas y su sistema de estrellas?
Primero habrá que afirmar con orgullo que la historia del séptimo arte en esta parte de América comenzó por México, poco tiempo después que el cinematógrafo de los Lumiere entregase sus asombros en París, en el estertor del siglo diecinueve.
Luego el lente azteca abrió paso a sus historias.
Algunos críticos a la vista de los años, se atreven a mirar aquel cine de oro por encima del hombro, insistiendo en su carácter comercial o en la reiteración de fórmulas estéticas… olvidando tal vez que de esas tragedias pueblerinas, que de esas sensibilidades y esa tradición también estamos hechos.
Olvidan tal vez que fue un cine que pudo resistir el embate de Hollywood. Un cine que habló en español con sus propias estrellas:
Cine hecho desde los ojazos de La Doña, María Félix y de María Candelaria- Dolores del Río; desde las gargantas y el sombrerón de Jorge Negrete o Pedro Infante.
Cine desde la mano mágica de Emilio “El Indio” Fernández, la fotografía de Gabriel Figueroa y la versatilidad de Pedro Armendáriz. De los enredos de Cantinflas, y por supuesto, del cine grande de Don Luis Buñuel de Los olvidados (1949) que jamás se olvidan. Y de la épica inconclusa de Eisenstein con ¡Que viva México!
Más al sur, Argentina dio paso a un cine aséptico de señoritas casaderas y grandes mansiones, lo que se ha dado en llamar “las películas de teléfonos blancos”. Un cine de tanguedias…. pero que rescató el sonido inmortal de Carlos Gardel y entregó una madreselva a Libertad Lamarque.
Desde la Pampa, llegaron también, un clásico de ambiente rural: Las aguas bajan turbias (1952, con Hugo del Carrill). Leopoldo Torre Nilsson dará un puntapié a la decadencia de la alta burguesía tradicional con La casa del ángel (1956). Fernando Birri trae un muestrario de la infancia paupérrima de la gran ciudad en su documental Tire- Dié (1958), las inolvidables manos tendidas de los niños tras un tren.
Hay un intento de gran sacudida: La hora de los hornos, (Fernando “Pino” Solanas y Octavio Getino, 1960) pero sobrevendrá la larga noche de la dictadura...
Por otra parte, el gigante sudamericano asombra al mundo. Brasil deja atrás la comedia fácil y el pintoresquismo con samba incluida, para girar hacia las profundidades.
El Cinema Novo constituyó una revolución estética que tuvo su eclosión en los cincuenta y cuya influencia no se ha apagado jamás. Sus obras emblemáticas se movieron entre la experimentación y el delirio, la tragedia desgarradora de la ficción y el afán testimonial cercano a la documentalística.
Desde esa exuberancia casi barroca, emergieron las antológicas Dios y el Diablo en la tierra del sol (1964) y Antonio das Mortes (1969), de Glauber Rocha o Vidas secas (Nelson Periera Dos Santos, 1963)
Y es que América Latina urgía de una mirada hacía sí, hacia sus dramas y bellezas... un nuevo cine.
ENTRE EL DRAMA Y LA ESPERANZA
Un cine múltiple, hecho con los riñones y las ansias. Cine entre el drama y la esperanza de la gente común. Cine de coproducciones, de alianzas entre la técnica, el arte y el financiamiento.
Cine desnudo que en sus mejores títulos alcanza también alta factura estética. Cine de afectos especiales y no de efectos especiales.
Viña del Mar en 1967, tal vez fue un punto de partida, con el entusiasta apoyo del inolvidable Aldo Francia y su conocido Club; pero La Habana retoma en 1979 aquel intento frustrado en Chile. Sin olvidar, por supuesto, a Cartagena de Indias, la cita más antigua de la región.
Nuevos íconos y nuevos nombres integran la imagen latinoamericana.
Desde el estaño y las alturas de Bolivia, Jorge Sanjinés fundó el grupo Ukamau (1963) para captar las realidades del altiplano. En sus filmes, el dolor y la luz cobran nombre: Yawar Malku (Sangre de Cóndor, 1969) y La nación clandestina (1989).
El maestro Sanjinés, uno de los padres del nuevo cine latinoamericano, intentó explicar la singularidad del séptimo arte de la región:
“Los latinoamericanos podemos hacer el mejor cine del mundo, porque somos ricos en humanidad, en sinceridad, porque somos una potencia en historia y en ternura”
Argentina es pura lava, explota el volcán desgarrador de sus desaparecidos con La noche de los lápices (1986, Héctor Olivera), el vuelo de la muerte en Garaje Olimpo (1999, Marcos Bechis) o La historia oficial (Luis Puenzo, 1984, Oscar a la mejor película extranjera), con una pareja de lujo: Norma Aleandro y Héctor Alterio).
La mirada de María Luisa Bemberg se mueve en la trama de historias íntimas y exclusivas con Camila (1984) o Yo, la peor de todas (1990), esta última sobre la musa increíble de Sor Juana Inés de la Cruz.
Federico Luppi conmueve al tajar su lengua en la célebre Tiempo de revancha (1981) y encarna el miedo en Últimos días de la víctima (1982), ambas de Adolfo Aristaraín. Mientras, Fernando “Pino” Solanas canta la gran oda, la de la emigración (Tangos, el exilio de Gardel, 1985), la nostalgia: Sur (1987) y el latrocinio infamante del desgobierno en Memoria del saqueo (2003).
Una para la sonrisa, la maestría de Antonio Gasalla como la inolvidable Mamá Cora en Esperando la carroza (Alejandro Doria, 1985). Y otra para la persistencia de filmar en cualquier circunstancia, cine dentro del cine en la excelente La película del rey (1985) de Carlos Sorín.
Argentina y el episodio desastroso, el drama oculto de Las Malvinas revisado por Tristán Bauer en Iluminados por el Fuego (2005)
México vuelve.
Y se abre de par en para a un ícono de las artes plásticas americanas, Frida Khalo en Frida, naturaleza viva (Paul Leduc 1983) con Doña Ofelia Medina. Para filmar, el director debió hipotecar sus bienes.
María Rojo se afirma gran dama del cine latinoamericano tras la versatilidad mostrada en cintas de la talla de María de mi corazón (1979) o La Tarea prohibida (1992), ambas de Jaime Humberto Hermosillo; El callejón de los milagros (1995, Jorge Fons) o Danzón (1991, María Novarro).
Ernesto Gómez Cruz recuerda al cine de oro con su interpretación de El imperio de la fortuna (1985) y en Profundo Carmesí (1996) ambas de la mano directriz de un clásico de nuestro cine, Arturo Ripstein.
Alejandro González logra el éxito con el drama entrelazado de Amores perros (2000), mediada una revelación, la de Gael García el mismo al que tocará corporizar nada menos que al Che en Diarios de motocicleta (2004), la cinta brasileña de Walter Salles.
Brasil sigue escribiendo con imágenes su historia más reciente.
La música de Chico Buharque hace bailar a todo el continente al compás de una historia callejera, Ópera del Malandro (1986, Ruy Guerra). Sonia Braga hipnotiza con Doña Flor y sus dos maridos (1976, Bruno Barreto) y convence en Tieta de Agreste (1996, Carlos Diegues). Ambas toman el argumento del maestro de la novela, Jorge Amado.
Brasil mira a sus demonios: Memorias de la cárcel (Nelson Pereira Dos Santos, 1984), sus luchas: Ellos no usan smoking (1985, León Hirszman) o Bye, bye Brasil (Carlos Diegues, 1979) y a sus fabelas: Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002).
El corazón de un país rico lleno de pobres, se dibuja en la premiadísima Estación Central de Brasil (Walter Salles, 1998) con el dúo inolvidable de la cartomántica Dora (Fernanda Montenegro en una actuación perfecta) y el niño Josué (Vinicuis de Oliveira).
Cuba desde su reto permanente, aporta su visión al cine latinoamericano.
Humberto Solás presenta la historia de la Isla a través de una mujer en diferentes épocas: Lucía (1968 y una indomable Raquel Revuelta), retrata el oportunismo (Un hombre de éxito, 1996) y hace un magnífico retrato coral de una sociedad en Barrio Cuba (2005)
Tomás Gutiérrez Alea analiza la revolución cubana desde la perspectiva de un intelectual en Memorias del subdesarrollo (1968). La película ha sido considerada en más de una encuesta, como el mejor filme en la historia del cine latinoamericano.
Alea –más conocido por “Titón”- construye una oda a la tolerancia sexual y de pensamiento desde Fresa y Chocolate (1993), mientras su compatriota Enrique Pineda Barnet atrapa a una artista de teatro enfrentada a la miseria de su tiempo (La bella del Alhambra, 1989, Premio Goya, con el protagónico de Beatriz Valdés).
El cubano Santiago Álvarez es uno de los precursores del vídeo clip en el mundo con seis minutos sobre la discriminación en los Estados Unidos al compás de la música de Lena Horne en la fuerza de Now! (1965).
Daysi Granados –para algunos, el rostro del cine cubano- logra el reconocimiento internacional al encarnar a una mujer que exige la igualdad en Retrato de Teresa (Pastor Vega, 1979); mientras desde el animado, Juan Padrón crea un verdadero ícono, un héroe criollo contra el colonialismo español, Elpidio Valdés y su larga saga.
En tiempos recientes, Fernando Pérez, actualiza la imagen Cuba, con sus desesperanzas y sueños en su trilogía Madagascar (1996), La vida es silbar (1998) y Suite Habana (2003).
Otras cinematografías se acercan, debutan. Algunos títulos se hacen su lugar en la preferencia internacional.
Francisco Lombardi (Perú) es ya todo un clásico con La ciudad y los perros (1985) y con Caídos del cielo de1990, logra el Goya a la mejor cinta extranjera de habla hispana.
Colombia en la memoria fílmica con La estrategia del caracol (Sergio Cabrera, 1993), la descarnada realidad de la droga (La vendedora de rosas (Víctor Gaviria 1998) o la reciente Rosario Tijeras (Emilio Maillé, 2005, con la eficiente actuación de Flora Martínez). Y con la mejor cinta de aquella serie basada en historias del “Gabo”, Gabriel García Márquez, la fantástica Milagro en Roma (1987) de Lisandro Duque.
Venezuela destaca con la crónica de la conquista de América en Jericó (Luis Alberto Lamata 1998), las obras de maestro Ramón Chalbaud (El pez que fuma, 1977) y una reciente lista de propuestas.
Desde República Dominicana, Ángel Muñiz logra todo un suceso con el encontronazo demoledor de un caribeño en el monstruo neoyorquino, Nueba Yol (1995) y Jacobo Morales (Puerto Rico) descubre la sonrisa y traza el perfil cotidiano en Lo que la pasó a Santiago (1989). Uruguay abre su pequeña ventana con Whisky (Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, 2004)
Chile vive hoy una eclosión, tras aquel clásico del cine latinoamericano, El chacal de Nahueltoro (1969) de Miguel Littin, retrato sobre la huella corrosiva del poder. Y el imprescindible Patricio Guzmán con La batalla de Chile, 1977), sobre el gorilazo de Pinochet, el golpe de estado en el país más largo del mundo.
¿Quién podrá negar a estas alturas, la existencia del cine latinoamericano?
Un cine que se renueve en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños (Cuba), en la creación de maestros y novísimos, en el aliento permanente de Gabriel García Márquez. Cine de los Tucanes de Río y Las Indias Catalinas de Cartagena.
Un cine irreductible que sabe emerger de las soledades, siempre en campaña. Cine enhiesto frente a las distribuidoras y los monopolios, que no ocupa aún el espacio merecido; pero al que no se ha podido ningunear.
El cine latinoamericano es un asombro. Es un milagro que siempre aprovecha el último aguacero para echar nuevos brotes.
martes, 25 de septiembre de 2007
ARENA SECA
Reinaldo Cedeño Pineda
Lentamente, la arena se hunde. Roca y sal, olor a sal, y musgo aferrado. Dobla por el camino recorrido mil veces, se parte la maraña espinosa en dos, el pórtico natural de uva caleta. Avanza más rápido, vuelve a internarse. Sus botas quiebran pequeñas ramas secas, hojas secas, erizos secos, arena seca. Se acerca a la primera caleta, esbozo minúsculo de playa que se hace lugar entre el diente de perro y la costa. Mira detenidamente, pero está vacía, sólo un horizonte inalcanzable, azul…Espera, la espera siempre le ha entregado recompensas. Se levanta como un resorte y avanza sigiloso, con maestría, hasta donde la hoja redondeada de la uva forma un túnel, un visor natural, hace su atalaya. El mar lame dos cuerpos con fruición, ambicioso. A hurtadillas se mueve. Y les nombra Camarón y Pedernal. Camarón reza. ¿Está llorando? No lo sé, el dolor y el placer se confunden o, tal vez, el sol ciega sus ojos. Pedernal está en barranca, las gotas se detienen redondas sobre su hombro y puedo verle entero. Camarón es un niño travieso. Se instala en la tabla salvadora para remar. Pedernal baja los brazos. Camarón se va al cielo. No está junto al mar, sino en su paraíso, con la lengua rozando esas pequeñas piedras del pecho. Camarón es blanco y rojo camarón; Pedernal es negro, negro pedernal. Este mangle se está derritiendo, arde entre Camarón y Pedernal… A lo lejos un barco, un faro, un viejo pescador; pero ellos nada ven. Y corren. Los cuerpos baten el aire, el aire es deseo. Hay un olor salobre y a mercurio. Corren hacia el verde... casi me tocan; pero no me ven. Camarón se abre, camelia deseosa. Pedernal es un rinoceronte. Le entrega su cornada. Quien la tuviera cerca para morder esa manzana sacada del agua, con algo de salmuera. Manzana en salmuera. Una mordida enorme, verde y roja en el tronco de la uva caleta. Dura como una anunciación. Quién fuera, quién fuera a la vez Camarón y Pedernal. El grito se confunde con el rugido del mar. El mar me está mirando. Y estoy yéndome del mundo, estoy cayendo... No tengo piernas… Camarón se ríe con labios de manzana. Pedernal goza con labios de semilla. Yo he naufragado. Estoy carcomido y lívido. Se van con las nalgas danzantes. Gime la arena seca, las hojas secas, el alma seca…. Todo se moja.
Ay… este mar, que me come los ojos…
Ay… este mar, que me come los ojos…
Mediodía en TV: Una manzana de dos sabores
Reinaldo Cedeño Pineda
Al programa Mediodía en TV de la televisión cubana (canal CubaVisión) es hora de darle un campanazo, por lo que pudiera ser, y por lo que es, una manzana de dos sabores que escamotea su lado jugoso, mostrando su parte magra.
Tal vez en otras geografías extrañe dedicar todo un análisis a un programa-cartelera; pero en Cuba no lo es de ningún modo, sobre todo porque la pantalla chica queda a los cubanos como una de las vías de entretenimiento al alcance.
Mediodía… ha buscado ser portavoz de la realidad cultural más allá del Vedado habanero, moviéndose en toda la Isla, un loable propósito que muchos deberían seguir en bien de la representatividad de la cultura cubana; pero donde está la virtud, se hallan los lunares…
Mientras más se desconoce un lugar, más se necesita tocar la médula de las cosas, de manera que los minutos de imagen sobrepasen la epidermis y sean fértiles. Lamentablemente, a Mediodía…, aún le queda un trecho, un largo trecho por andar.
Todo gira en torno a su conductor principal, el joven Abel Álvarez. Su simpatía puede haberle sacado de algún aprieto, pero su preparación se resiente con demasiada frecuencia. En ocasiones, la dosis de improvisación es tal, que saltan a la luz apremios y descuidos en el trabajo de mesa, graves en un espacio que por su frecuencia diaria, se presenta bien exigente.
¿Por qué insistir entonces en el guión y la conducción en manos de la misma persona?
Harina de otro costal es el desdoblamiento del conductor en entrevistador, mucho más si es en vivo y en la televisión.
Improvisar, ya se sabe, no es inventar, sino recrear lo ya sabido. Una entrevista es un intercambio de saberes y no una festinada interrogante de último momento. Son verdades de Perogrullo que parecen haberse extraviado ante las cámaras, cuando el programa se dio el lujo durante el verano (julio-agosto) de invitar a figuras de nuestra cultura.
El conductor dejó escapar oportunidades increíbles para la confesión o el diálogo. Las grandezas resbalaron entre las trivialidades. Se abrió paso a preguntas irrelevantes, ocurrencias ad libitum, y… por qué no decirlo, tonterías en las que se suplanta lo medular y se le pregunta al invitado sobre si ha ido a este o aquel lugar, en el mejor de los casos...
En ocasiones, el entrevistado se presentó como un descubridor obnubilado ante referentes no capitalinos, ausentes de nuestra pantalla “nacional”.
El programa en el cual invitó a Rosita Fornés, es ya tristemente célebre. El citado conductor declaró con mucha soltura que José Martí, nuestro héroe nacional, y la vedette eran del mismo signo zodiacal, cual si tratase de todo un descubrimiento.
Un ejemplo reciente: sus programas alrededor del Concurso de Radio Antonio Lloga, en Santiago de Cuba, son un muestrario de todo lo que no se debe hacer: preguntas que escapan del conocimiento del entrevistado, desconocimiento del tema, expectativas sobre documentos que no ocuparon luego los planos adecuados en el lente, y largos puntos suspensivos…
La idea de que cada locutor identifique y defienda a cada canal, es una de las singularidades del programa. Niro de la Rúa, Yumié Rodríguez y Laritza Camacho son artistas de experiencia que se han desempeñado con soltura; no así Daimí Crespo, sobreactuada en ocasiones, fuera de una cuerda desenfadada que no parece ser la suya.
Sin embargo, la espontaneidad y el intercambio establecido entre ellos que pudo ser un sello, se ha transformado, a fuerza de abuso, en un vicio. Se utilizan códigos cerrados que sobrepasan el marco referencial del televidente (más propios para hablarse por interno); se empantanan en consideraciones triviales que se desenredan por obra de milagro, el elogio al último peinado… y se han agregado, poco a poco, regalos y ciertos saludos remarcados en pantalla, de aquí y allá, que más parecen un guiño a ventajas o favores que otra cosa.
Ténganse en cuenta que en Cuba no se usan Sponsors ni hay programas jaboneros.Mediodía en TV no es un programa aburrido, tiene además la audiencia garantizada de todo espacio de su tipo; pero le falta una mano directriz capaz de reencontrar su punto de equilibrio, y una asesoría seria.
Mediodía en TV ha de tener los oídos atentos y debe cerrarse a estéticas de folletín.
La popularidad devenida del rigor merece las palmas. El populismo devenido de las concesiones, es una pedrada.
ARTÍCULOS RELACIONADOS (después):
---Mediodía en TV: Manzana de dos sabores:
http://laislaylaespina.blogspot.com/2007/09/medioda-en-tv-una-manzana-de-dos.html
---Mediodía en TV: Otra vuelta de tuerca
http://laislaylaespina.blogspot.com/2008/04/medioda-en-tv-otra-vuelta-de-tuerca.html
---Mediodía en TV: La polémica completa:
http://laislaylaespina.blogspot.com/2008/05/medioda-en-tv-la-polmica-completa.html
--Mediodía en TV revisitado (octubre 2008)
http://laislaylaespina.blogspot.com/2008/10/tv-cubana-iii-medioda-en-tv-revisitado.html
Etiquetas:
Abel Álvarez,
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