Ana Bárbara Sagué Camps
Había una vez, un sucio tornero de rostro muy serio y mirada alerta.
Tenía evidentemente manos simples de tornero, rostro de tornero y mirada de tornero.
Una noche tropezó, en sus andadas, con un trozo de metal que alguien abandonó en el suelo. Con algún que otro esfuerzo logró amarrarlo a él y cargarlo, para hacerlo suyo.
Durante el camino escuchó una voz que le decía.
-Tengo vida propia. Si sabes usarme te seré útil por mucho tiempo-.
El tornero, hombre a todas, (aunque de pequeño tamaño) se sorprendió mucho y soltó rápidamente la pesada carga. Se sentó en una piedra a escasos metros del objeto. Lo observó con detenimiento por un buen rato. Dio varias vueltas a su alrededor y decidió marcharse. Mas, no había caminado dos pasos cuando giró sus talones 180 gardos, recogió la soga que había dejado en el piso y cargó nuevamente con el fardo a sus espaldas.
No hubo otro diálogo durante el trayecto aunque el hombrecito sentía que no era algo común lo que cargaba.
Sus pensamientos giraban de un modo raro, entre la incertidumbre de lo desconocido de ese material y la certeza de que por sus manos pasaban cada día, objetos, piezas, tubos y barras de un material similar. Pensó entonces que quizás fuese el cansancio que le hizo escuchar esas palabras y se tranquilizó.
Durmió con sobresaltos, ansiando que llegara la mañana para colocar el objeto en su torno y someter, vencer, poseer esa pieza y hacer de ella lo que quisiese.
Así fue como aquel simplísimo tornero de manos sucias y mirada astuta, ajustó pacientemente una parte de la pieza al torno y usando un martillo pequeño la centró con algunos golpecitos sabios. Comenzó a trabajar aquel metal en bruto hasta convertirlo en su obra maestra. Un ¨Gepeto¨ moderno torneando un sueño.
Empezó por los pies, dos pequeños y perfectos pies que soportarían el cuerpo que estaba torneando. La pieza no daba muchas posibilidades de curvas, nada es perfecto; pero logró moldear unas nalgas discretas, una ligera ondulación sugería la cintura y con un pequeño taladro ahuecó el ombligo. Más arriba logró, con pericia y dulzura redondearle el pecho y alargó cuanto pudo el cuello para que pareciera más esbelta. La cabeza fue fácil, pues la pieza, que era un objeto deformado, terminaba bastante redondeada y uniforme en ese extremo. Con el filo de la cuchilla y poniendo en ello toda su experiencia logró rebanar del cuello al centro de la cabeza largas hileras, casi superficiales. No las cortaba del todo y quedaban, las virutas, colgando al descuido; como una encrespada cabellera
El tornero desmontó la pieza, ahora hecha mujer. Era casi de su tamaño y pesaba solo un poco menos que él. Le gustó en un principio y se sintió satisfecho. Volvió a mirarle y dio nuevamente varias vuelta a su alrededor.
Había un ¨algo¨ que le atraía y lo curioso es que no sabía qué era.
¨La mujer¨ nunca más habló. Solo miraba desde el par de ojos que él le había moldeado.
Sus ojos que de cierto modo le decían lo que necesitaba saber. Infirió entonces que una linda sonrisa se vería bien en ese rostro redondo y joven y le estampó una risa eterna en los labios.
El tornero comenzó a ver a ¨la mujer¨ de otra manera, pues su risa contagiosa le alegraba de algún modo su vida enmarañada. Esa risa que él provocaba y que se convertía en un bumerán que le reponía un poquito de paz y de alegría, devolviéndole la vida que le había regalado a ¨ella¨.
Esa ¨mujer¨ era quizás lo más parecido a él. Era verse en un espejo y no temer a las críticas, afrontarlas con valor pues con uno mismo no hay más compromisos que el hecho de no mentirse jamás.
Fue entonces que sintió que algo faltaba.
La colocó nuevamente en el torno, esta vez no tomó el martillo para centrarla, prefirió una rosa que robó ligero de un jardín cercano. Acercó la cuchilla a la mujer y calculó el punto exacto entre sus muslos.
La fue penetrando tiernamente, con lujuria y meticulosidad, con la sabiduría que da la experiencia, con deseo. Disfrutando del momento hasta saciarse. Sus ojos dejaron de estar alertas y se entregaron al placer sin recelo. Su rostro, antes serio y hermético gozaba a carcajadas de sus besos.
¨La mujer¨ fue entonces ¨su mujer¨.
Había una vez un sucio tornero, con manos y mirada de tornero. Aquel de dedos muy sucios y olor a hierro.
-Me pensó, me moldeó, y me hizo su mujer.
DE LA AUTORA
Ana Bárbara Sagué Camps (Santiago de Cuba, 1972) Graduada de Arquitectura en 1994 y recientemente discutió su tesis de Maestría en Habitat y medio ambiente en zona sísmica. Desde muy pequeña demostró sus inquietudes artísticas y literarias. Formó parte del Círculo de Interés de Tele Rebelde. Este cuento fue ganador en 2008 del Encuentro de Talleres Literarios desarrollado en la casa museo Jose Maria Heredia. Tiene material inedito para varios libros.
3 comentarios:
Excelente texto, cada mujer es tallada por un hombre.
Excelente texto, cada mujer es tallada por un hombre.
Ana, escribes muy bien. Quisiera saber si has publicado algún libro o estas en alguna antología a ver si la consigo. Soy camagueyano me llamo Rafael
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