(Eric Caraballoso, a la izquierda, presenta el libro EL HUESO EN EL PAPEL de Reinaldo Cedeño Pineda, en la Casa de los Periodistas en Santiago de Cuba). Foto: Betty Beatón
Eric Caraballoso Díaz
♠ Presentación del libro EL HUESO EN EL PAPEL (Editorial Oriente) de Reinaldo Cedeño Pineda en el IV Taller de la Radio Iris Sam in Memoriam. Casa de la UPEC (Unión de Periodistas de Cuba) en Santiago de Cuba, 7 de marzo de 2012.
Permítanme comenzar con una historia: Es apenas un joven, un joven sentado en un escalón de una abarrotada Claqueta, el bohemio centro nocturno a un costado del cine Rialto. Ha ido hasta ahí persiguiendo a una reina, y esa noche, no sabe bien cómo, terminará besándola. Elena Burke, la gran Elena Burke, impone su voz y su presencia. Su sentimiento. En un ahogo, en un exceso, contaría después el joven, Elena pide un trago de ron. Muchos brazos se extienden, disputándosela, pero es el suyo el elegido. La diva apura el sorbo y, en pago, le regala un beso. Él ladea el rostro, ella se acerca, y en un instante ambos labios se juntan, como una casualidad, como un obsequio.
¿Debería una historia como ésta ser carne del periodismo?¿No es demasiado personal, demasiado íntima? Pero, por otro lado, ¿no debería serlo también el periodismo? Recuerdo, en mi paso por la Universidad, más de un debate sobre la supuesta objetividad y finitud de la labor periodística. Muchos jóvenes que entonces nos formábamos –como supongo le haya sucedido a otros tantos antes y después que a nosotros– no estábamos conformes con la idea de que nuestra futura profesión tuviera una trascendencia tan limitada. De que el valor de un trabajo al que pensábamos dedicarle horas y horas, debiera perecer con su publicación. A nuestro favor estaban los grandes paradigmas: Martí, Carpentier, Pablo de la Torriente, Oriana Fallaci, el Nuevo Periodismo. En contra, la rutina fugaz, devoradora, no pocas veces desmoralizante, que hallábamos en las redacciones en las que nos ubicaban en nuestras prácticas.
En una de esas redacciones, sin embargo, encontré a Reinaldo Cedeño. Era muy joven, no sé si tan joven como cuando besó a Elena Burke. Tenía a su cargo la página cultural –¡toda una página!– del Sierra Maestra, y sabía muy bien cómo llenarla. Compartir con él un mes completo fue un valiosísimo aprendizaje, una luz de esperanza. Después de todo, sí era posible que lo publicado trascendiera la última edición sabatina. Por ello, no dudé en celebrar sus Premios Nacionales de Periodismo Cultural, y por ello, cuando algunos años después tuve la oportunidad de recalar en Radio Siboney, saber que volvería a encontrarme con Cedeño en un equipo periodístico me ayudó a tomar una decisión de la que no me arrepiento hasta hoy. El sitio era otro, pero su saber, el mismo. O en verdad, era mayor, pues a su experiencia en la prensa plana sumaba ahora la de su paso por la radio. En poco tiempo me ayudó a descubrir el nuevo medio, a quererlo. Desde entonces he visto nacer no pocas páginas del libro que todavía no les presento. Las he visto crecer, pulirse en el trabajo cotidiano, ganar más de un premio, recibir aplausos. Los aplausos que estoy seguro seguirán mereciendo ahora como parte de El hueso en el papel. Pero antes de comentarles sobre el libro, permítanme narrarles otra historia.
Es todavía un joven, más curtido, pero quizás más deseoso. Un cazador de historias, un amante de la vida. Persigue a una leyenda, la corteja, la sitia con suma cortesía. Finalmente, está con ella en una habitación del hotel Pinar del Río. No desaprovecha la oportunidad: repasa sus obras, indaga en sus esencias, toca su alma. Con fruición, lanza la pregunta que definirá toda la entrevista: “Carilda, ¿qué es lo único que no puede hacerse en materia de poesía?”. “Ignorarla”, le responde la Novia de Cuba. Y no queda nada más por decir.
Esa pericia, ese talento para llegar hasta la médula, ilumina de la primera a la última página de este volumen. El hueso en el papel no es un libro de superficies. Cada capítulo, cada texto, está pensado como un batiscafo. Las honduras que descubre hacen de él una epifanía, una revelación. Leerlo es adentrarse en el universo fascinante de muchos personajes: desde la celebérrima Alicia Alonso hasta el personal Tío Perucho, desde la lejana Ala Pugachova hasta el eterno Ogún de Eduardo Rivero, desde el visceral Adolfo Llauradó hasta la centenaria Eufemia Rojas Hernández. A los Loynaz, y en especial a Dulce María, le dedica todo un capítulo. No faltan otras de sus recurrencias, de sus obsesiones: José Martí, Compay Segundo, Guantánamo, La Lupe…
Los acercamientos a tantos personajes no son –no podían serlo–, biográficos, ensayísticos. Hay, claro está, referencias biográficas, análisis, opinión, pero si están aquí es porque hay periodismo. La crónica, el reportaje, la entrevista, son los caminos que nos propone Cedeño para transitar estas historias. Éstas, que son las historias de sus personajes y son también las suyas: las del periodista que palpita ansioso a la entrada de una verja, que capea con habilidad las tormentas escondidas en sus entrevistados, que no se rinde ante la primera negativa, ni ante la segunda… En El hueso en el papel, Cedeño no teme desnudarse ante los lectores. Regala confesiones, revisita su infancia, narra –como debe ser–, desde su experiencia y sensibilidad. Nos cuenta por igual del secuestro de García Márquez ante sus ojos y del gusto de su abuelo por Rosita Fornés. Llora a Mercedes Sosa. Sigue hasta Santiago de Cuba el rastro de García Lorca. Atrapa.
No faltará quien vea en este libro conexiones con la literatura. Por su afán de trascender lo cotidiano, por su lenguaje. Y puede que las haya, pero, ¿por qué negar al periodismo la posibilidad de ser más que el ritmo de una época?, ¿por qué pensar que su escritura no puede ser hermosa, con imágenes evocadoras, y estructuras que vayan más allá de la pirámide invertida, y construcciones sintácticas que enriquezcan, en lugar de empobrecer, las normas de redacción más sacrosantas? Periodismo cultural –escribe el propio Cedeño hacia el final del libro, en una definición que bien podría ser extensiva a todo el ejercicio periodístico–, no es “la cobertura efímera de un evento o la breve declaración tomada al paso. (…) No es aquello que se mueve alrededor del hecho, sino su exégesis. No es la letra, sino la llama”. Y luego remata: “Otros que busquen los puentes o los muros entre periodismo y literatura. Yo escribo”.
Una última historia: Poco tiempo después de trabajar juntos, coincidí con Cedeño en el jurado del Festival Nacional de la Radio Joven Antonio Lloga in memoriam. Era un joven aún –todavía lo es– y estaba ahí por derecho propio, mientras yo fungía como representante de la AHS. La presidenta del jurado era Gladys Goizueta. Para todos los que estuvimos en ese festival, compartir con Gladys fue un privilegio. Ninguno de los dos nos mantuvimos ajenos a la excelente locutora. Ambos aprendimos de su saber, disfrutamos con sus chistes, jugamos con ella dominó, la vimos fumar en cada sobremesa, la entrevistamos. Yo salí corriendo, edité la entrevista y la publiqué de inmediato en el noticiero. El centro del trabajo eran sus declaraciones sobre el Lloga, su opinión sobre los jóvenes radialistas. Al final, me sentí satisfecho, pero sabía que una conversación con la voz de Radio Rebelde podía –y debía– dar para mucho más. La inexperiencia y el apremio terminaron jugándome una mala pasada.
Meses después, dolorosamente, moría la Goizueta. Entonces lamenté no poder honrarla con algo más que aquellas últimas palabras, muy atinadas pero ya fuera de contexto. Cedeño vendría en mi rescate. Su crónica sobre Galdys, su evocación de las conversaciones que sostuviera con ella en los intermedios del festival, me emocionó y, a la vez, me dio una gran lección. El periodismo, como la propia literatura, debe tener siempre un aliento de futuro. No importa que nazca del presente, de la rabiosa actualidad. Hacer periodismo pensando en que lo hecho va a morir mañana, además de triste, es negarle su capacidad de belleza, su esencia emotiva y transformadora. Es entregarse solo a lo elemental, a lo pedestre, a lo insípidamente terrible. Contra semejante futilidad, se alza el periodismo de Cedeño. Sus textos defienden justamente lo contrario, apuestan por dejar siempre el hueso en el papel. Esa es, a no dudarlo, la absoluta ganancia de este libro.
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