miércoles, 21 de enero de 2015
LA UNIVERSIDAD DE ORIENTE: Legado y Tradición
POR Rodolfo Tamayo Castellanos
El Ariel
es un libro de pensamiento, y es mucho más, es el
espíritu de una América, de una época, una influencia que ha dado miles de
graduados durante más de cincuenta años en nuestra “Casa de Altos Estudios”. Ariel representaba el genio el aire, la
parte noble y alada del espíritu, el imperio de la razón y el sentimiento, el
entusiasmo generoso, la vivacidad, la gracia, la inteligencia, la
espiritualidad de la cultura, el ideal al que asciende la humanidad, en
contraposición con los bajos estímulos, la ignorancia y la irracionalidad.
Precisamente el Ariel fue la figura escogida, por quienes hicieron posible el
sueño de la Universidad
de Oriente, para ser el “alma mater”. Fue un proyecto que lamentablemente nunca
se llevó a cabo; sin embargo nos devela los ideales bajo los cuales se formó
nuestra universidad.
Bajo la impronta de
este espíritu se llevó a cabo el proceso de renovación literaria-modernista en
nuestro país; también un grupo de profesores e intelectuales –entre los que se
hallaba Prat Puig- echó a andar una universidad diferente, una universidad de Ciencia
y Conciencia. Quizá a la luz de estos días estas palabras hayan perdido un
tanto su fuerza, entre una parte de la juventud más interesada en lo urgente y
cierto facilismo. Quizá sea utópica la intención de Rodó de buscar mover el
espíritu de esa juventud (de su época) al hablarle sobre su enorme potencial,
sobre cuanto se podría lograr con el esfuerzo oportuno. Quizá también sean
utópicas las intenciones de estas palabras de moverles el pensamiento, pero
considero que ese espíritu no se puede perder, no puede faltar.
Rodó expone que sin la
participación activa de la juventud un pueblo sería lo contrario al noble ideal
del progreso. Agrega que la juventud es
el descubrimiento de un horizonte inmenso, que es la vida, y el honor de cada generación humana exige que
ella se conquiste, por la perseverante actividad de su pensamiento, por el
esfuerzo propio, su fe en determinada manifestación del ideal, y su puesto en
la evolución de las ideas. Esas ideas difícilmente se comprenderían sin un
adecuado conocimiento de la
Historia o si se ignora que estaban vinculadas a la necesidad
de dotar a la América
de un sentimiento común, de un ideal profundamente humanista, en momentos en
los que las apetencias imperiales ya minaban el sueño de construir la “Gran
América”, la nuestra.
En un trabajo publicado
en el boletín Puentes,
correspondiente a los meses de septiembre-octubre del 2011, el profesor Rafael
Borges Betancourt, refiriéndose a la imagen del Ariel y al período fundacional de nuestra
universidad nos dice:
Todo el
porvenir está virtualmente en esa obra y todo lo que pudiera resultar en la
interpretación de nuestro pasado, al descifrar la historia y difundirla; en las
orientaciones del presente, política internacional, espíritu de la educación,
tienda de alguna manera a contrariar esa obra, o a retardar su definitivo
cumplimiento, será error y germen de males; todo lo que tienda a favorecerla y
avivarla, será infalible y eficiente verdad. (1)
Y pienso hasta qué
punto seguimos aquellos ideales fundacionales, hasta qué punto preservamos
nuestra memoria y la fuerza de las tradiciones de nuestra máxima institución
educacional, hasta qué punto hemos dejado de ser aquella universidad, aquel
estudiantado que promovía el debate más allá de un evento, que era capaz de indagar,
cuestionar –incluso lo asumido como la verdad o versión definitiva de los
profesores, y espero que eso no sea objeto de alarma, pues sólo debe preocupar
a quien honesta seguro de sus conocimientos o de aquella sinceridad de que no
tiene por qué saberlo todo-, y conformar sus propia verdad, su propio
conocimiento a través de la búsqueda y el intercambio respetuoso.
Me pregunto hasta qué
punto hemos cedido el terreno si tanto profesores como estudiantes y
trabajadores (me atrevo asegurar en buena medida) desconocen la Historia de la Universidad de
Oriente, desconocen sus sitios fundacionales, históricos, sagrados o de
arraigada tradición cultural. Me pregunto, además, hasta qué punto desconocen
los ideales que promovía el Ariel la
obra misma de José Enrique Rodó o el sentido que intentaron impregnarle cuando
crearon la institución aquellas figuras del pasado (si acaso conocen quienes
fueron esas figuras del pasado, por no decir que no hemos propiciado las
suficientes posibilidades para que las conozcan). Y finalmente, hasta qué punto
hemos preservado –mediante el desconocimiento o no- el legado de nuestro
pasado. No se trata de que no haber hecho nada o de que se ha hecho poco, se
trata de hacerlo mejor, y eso es responsabilidad de todos, principalmente de
quienes llevamos sobre los hombros la labor formativa. Ahora mismo siento el
temor de que estas palabras no lleguen a las personas necesarias para ser
escuchadas, para ser devueltas en acciones concretas sobre aquellos espíritus
que permanecen dormidos, porque yo, como Rodó, también considero que cada cual
es responsable de su acción y de su tiempo.
A todo esto me llevó la
lectura del Ariel, un libro que
buena parte de los universitarios desconocen (bastaría una simple encuesta sin
previo aviso). El Ariel fue el
espíritu que nos hizo a irradiar luz desde 1947, nos llevó al enfrentamiento
contra la tiranía de Batista; su espíritu nos trajo hasta acá. Y para que
tampoco se pierdan las palabras del profesor Borges les reitero la idea de que
aquello que tienda de alguna manera a contrariar esa obra, o a retardar su
definitivo cumplimiento, será error y germen de males. Sin embargo no es tiempo
para ser apocalíptico, les ofrezco estas manos y estas palabras, no como arma
blanca que los hiere, sino como tributo y fe en un tiempo futuro cada vez
mejor, y no por futuro tiene que ser lejano.
NOTA 1: Ver Boletín Puentes, año
2, No. 8-9, septiembre-octubre, 2011, p. 15.
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