sábado, 27 de septiembre de 2014

LA TREGUA: Jesús García Clavijo / PREMIO de la Biblioteca Elvira Cape en el III Concurso Caridad Pineda In Memoriam



  


Jesús García Clavijo
 jgclavijo@nauta.cu

Evidentemente hablar sobre un libro favorito es muy difícil porque a lo largo de la vida se van teniendo de acuerdo con cada edad,  mientras más se  vive aumentan,    y llega un punto donde decidirse por uno es tarea compleja.

De  ese modo cuando niño, fue “Granos de oro” y todos  los libros de Martí, luego el “Pequeño príncipe”, después, más acá, “Adiós a las armas”, los cuentos y novelas  de Manuel Cofiño, en especial “Cuando la sangre se parece al fuego”, “El amor en los tiempos del cólera” del Gabo,  en fin, uno va entre los clásicos y los que se adaptan a las necesidades espirituales del momento.
  
De todos modos, a pesar que de muchos podría decir fueron mis favoritos, me detengo en dos que marcaron mi vida, “El amor en los tiempos del cólera” de García Márquez y “La tregua”    de Mario Benedetti. Entre ellos,  me quedaré con “La tregua”. 

El libro fue escrito al inicio de la segunda mitad del siglo pasado y parece   fue ayer que salió de la imprenta por primera vez al tratar temas tan interesantes y reales como los que encontraremos al salir a la calle mañana o lo que nos pasa ahora mismo, como cuando el día 17 de mayo Santomé le declara su amor a Avellaneda sentados en una cafetería y ella enmudece un rato y luego le dice que  ya lo sabía. Uno de los pasajes más hermosos de la historia del libro.

Escrito como un diario en los últimos meses de trabajo de un jefe de departamento en una oficina de Montevideo, Uruguay, nos asume, con las múltiples aristas de la vida y del tiempo.

El autor es capaz de atrapar al lector desde el primer día que el personaje, Martín Santomé  escribe,  y uno va viviendo lo que el autor dijo hace tantos años.

Así se tratan temas   actuales como las diferencias sexuales,  la familia, las vivencias cuando el tiempo de trabajo se va terminando y debemos ceder el espacio a otros jóvenes, cosa terrible porque vemos, como se acerca, temeraria la jubilación, con la pérdida de roles sociales y familiares, el quedarnos solos frente a las instituciones y frente a la sociedad,  la viudez,  la soledad  de los años, el envejecimiento cronológico y biológico, los últimos estertores de una juventud que se escapa, las transformaciones de nuestro cuerpo,  el amor, esa fuerza que mueve la tierra o nos la derrumba,  en el caso del libro seleccionado, un amor de pareja dispareja por la edad, pero amor,  y un final desgarrador que conmueve.

Ningún final es alentador, pero algunos son peores, como es el caso de este libro, donde se enfrentan el amor, el desamor, la felicidad  y la muerte.

En lo particular he leído varias veces “La tregua”  y me hubiera gustado hablarle a su autor, sobre este libro que marcó mi vida. Ahora siento un pesar tremendo por no haberle agradecido las cosas que fui viviendo-sufriendo  cada día.

De este libro se han realizado varias películas, dos he visto, en  la más lograda y fiel al libro, el papel principal lo interpreta Héctor Alterio como Santomé, y Avellaneda es interpretada por Ana María Picchio, ambos en la versión argentina de 1974, totalmente filmada en locaciones argentinas, que  fue nominada  al “Óscar” al año siguiente en la mejor película de habla no inglesa, en ella sus rostros eran tan intrascendentes como los imaginaba en el libro.  
 Hay una versión uruguaya y otra realizada en México, de todos modos, me gusta más leerlo en las páginas amarillas de uno de los tantos ejemplares que conservo, muchos he regalado y otros se han quedado en los lugares, donde todos los que un día amamos, dejamos nuestros pedazos de ternura. 

Martín Santomé, una persona gris, apagada, solitaria, triste, con desgano por la vida,   con una existencia marcada por la rutina del trabajo que lo aleja de sus hijos,  va transitando por las mismas etapas que el lector, o uno va transitando las etapas de Martín Santomé,  es como si el autor dijera las cosas que pueden pasar durante nuestra existencia y se cumplan.

La vida es un suspiro y hay que saber descubrir las treguas en cada momento y aprovecharlas.

Laura Avellaneda, joven, de rasgos suaves, ojos serenos, nariz fina de pelo corto color negro y piel muy clara, decidida, segura en si misma y de lo que quiere, inteligente trabajadora, amorosa y entregada,  lo saca de la etapa gris de su vida, pasa de  ser una simple empleada que llega a la oficina  al motivo de la existencia de Santomé y al final muere, no sin antes darle una tregua a la vida de ese hombre. 

El amor con Avellaneda fue la tregua que la vida le dio por un tiempo, en el cual Martín cree haber encontrado la felicidad que no había tenido desde la muerte de Isabel,  la madre de sus tres hijos. Este amor con Avellaneda fue un tiempo de felicidad, en una vida condenada a la miseria emocional.

El libro nos enseña que no importa la edad o la circunstancia en que nos encontremos, todos podemos hallar la felicidad en algo o en alguien;   me enseñó a no perder el tiempo sin aprovechar las oportunidades que la vida da, pues al desperdiciarlas, puede ser que las  pierda para siempre y luego  me arrepienta.
El mensaje que  me dejó fue ese, la esperanza de poder encontrar el lado positivo de cada cosa,  de cada minuto en la vida y de aprovecharlo, sin dejar de vivir las pequeñas  y  que el amor, cuando es explicable y lógico, deja de ser amor.  

Este libro debe ser leído, tiene muchas enseñanzas y un poco de misterio,  uno se queda esperando qué pasará hasta el momento de su jubilación cuando dice:

...se acabó la oficina. Desde mañana y hasta el día de mi muerte, el tiempo estará a mis órdenes.
Después de tanta espera, esto es el ocio.
¿Qué hacer con él?
                        
El 27 de febrero, tres nuevos empleados entraron bajo el cargo de Santomé: Alfredo Santini, Rodolfo Sierra y Laura Avellaneda, a esta última en todo el diario la describe como Avellaneda, a quien no considera una preciosura, pero es más pasable cuando ella sonríe y …

Así comienza esta historia de amor y ternuras escondidas en cada página,  y la ternura,  es terriblemente necesaria  en la vida, como el aire, la lluvia, como la primavera.


DEL AUTOR



Jesús García Clavijo (Santiago de Cuba, 1951) Poeta e investigador

El autor mereció Premio del  Concurso Luisa Pérez de Zambrana de poesía 2013 y de los Juegos Florales de Matanzas 2012. Mención en el Concurso Nacional de Poesía Regino Pedroso 2009 y en el Concurso Nacional de la Crónica Costumbrista Enrique Núñez Rodríguez en este 2014.

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ESTE ES MI MARTÍ: Ricardo Hodelín Tablada / Premio de la Unión de Historiadores (UNHIC) / III Concurso Caridad Pineda In Memoriam



Ricardo Hodelín Tablada

La vida y la obra del más universal de los cubanos ha sido reseñada por múltiples autores, muchos de estos libros nos han presentado a un Martí idealizado que roza con la apología, pero esta vez me he encontrado con un Martí diferente, yo diría verdadero. Se trata del libro “De todas partes. Perfiles de José Martí”, publicado por el Centro de Estudios Martianos, La Habana 2012, en su colección Alas de Colibrí, cuya autoría pertenece al historiador Pedro Pablo Rodríguez. Este magnífico ejemplar me hizo recordar la frase del educador brasileño Paulo Freire “leer un texto no es pasear en forma licenciosa e indolente sobre las palabras” y es que precisamente se trata de uno de esos libros capaces de atrapar al lector desde la primera página, obligándolo a pensar y a reflexionar sobre los diferentes planteos que realiza su autor.

“De todas partes. Perfiles de José Martí” es un acercamiento humano al Apóstol desde la óptica del destacado exégeta martiano. Este es un libro, donde hay mucho de aprovechable, que nos presenta una imagen vívida y real del Martí que tanto amamos. Es el Martí que yo buscaba desde hace mucho tiempo, yo diría desde siempre. Es el Martí de verdad que presentía desde que, siendo yo muy niño, leí “La Edad de Oro”. Como bien declara en los inicios el propio autor “Me he animado a entregar mi Martí, el que me he ido haciendo y rehaciendo con el paso del tiempo, desde el privilegio y la oportunidad de haber dedicado parte notable de mi vida al estudio de su vida y de su obra, especialmente a la lectura incesante, repetida una y otra vez, de sus escritos”. Y realmente lo ha logrado al presentarnos el Martí de carne y hueso, un hombre que unido a sus indiscutibles méritos históricos creció como un ser humano excepcional.

No piense usted que por tratarse de un investigador multipremiado con méritos académicos y científicos suficientes -Doctor en Ciencias Históricas, Premio Nacional de Ciencias Sociales y Humanísticas, Premio Nacional de Historia, Académico de Mérito de la Academia de Ciencias de Cuba, entre otros- encontrará aquí un texto con múltiples citas adecuadamente cotejadas, material inédito y numerosas fuentes consultadas. Pues no, he aquí un libro no académico, escrito con un lenguaje ameno, por momentos altamente poético, que nos regala a un Martí multidimensional retratado desde la pupila del también director de la Edición Crítica de las Obras completas del Maestro. Conocemos entonces al Martí padre, hijo, enamorado, amigo, viajero, revolucionario, entre otras múltiples facetas. Es un Martí que logró conmoverme la fibra noble del alma, para usar las propias palabras del Maestro y me hizo comprender que se puede ser el Héroe Nacional de Cuba y al mismo tiempo continuar amando y soñando.

He aquí un volumen trascendente; lo es en razón de la singular figura que lo motiva y de la forma fervorosa, sencilla y documentada en que se produce la exaltación del más universal de los cubanos, cuya potencia creadora traspasó los límites de esta isla del Caribe para alcanzar la cima de la gloria universal. Un hombre que ahora -despojado de todo hieratismo- nos regala el también Secretario de la Academia de la Historia de Cuba. En consecuencia conocemos detalles del Martí cubano, mexicano, guatemalteco, venezolano, bolivariano, neoyorquino, antillano, español, indio. Es admirable el contexto histórico que acompaña cada texto como por ejemplo en “El indio” donde se recuerda desde la hermosa leyenda de los indios del Orinoco, los cuales consideraban que los seres humanos nacían de la semilla de la palma moriche, hasta las reformas liberales ocurridas en Hispanoamérica durante la segunda mitad del siglo XIX que abrieron paso al avance de los aspectos socioeconómicos, culturales y científicos del que comenzó a llamarse “problema indio”.

Particularmente relevantes son los perfiles dedicados a algunos aspectos poco conocidos del héroe nacional y es aquí precisamente donde veo al Martí más cerca de nosotros. En esta arista conocemos su condición de epistológrafo donde el autor demuestra, con fundamentos convincentes, los valores literarios de sus epístolas, textos originales y singulares en los que la palabra escrita se une a la elocuencia del gesto, de la mirada, de la modulación, en un exquisito diálogo en el cual el remitente siempre está conversando con su interlocutor. Ese es el secreto de su epistolario: escribir a cada individuo, acercarse a esa persona de manera que esta sienta y comprenda cuanto había puesto de sí en esas cartas que iban dirigidas y estaban pensadas exactamente para sus destinatarios. En este aspecto referente a su literatura confidencial descubro que Martí no fue un hombre rígido, de una sola pieza, sino un cubano que, sin ceder en sus convicciones, fue un joven simpático, sufrido y solidario con sus compañeros, que como cualquier joven amaba mucho la vida y supo ganarse el respeto de sus contemporáneos.

Otro matiz poco conocido se lee en “El moderno”, donde se evidencia que fue un hombre de ciencia, divulgador de los avances tecnológicos de la época, que defendió la enseñanza científica frente a la escolástica, entusiasta difusor del uso de la electricidad, de las nuevas construcciones paradigmáticas del mundo moderno, de la industria química, de la descomposición de la luz por los pintores impresionistas y como si fuera poco conminó a los estadistas latinoamericanos a enviar personas a estudiar, en las haciendas de los Estados Unidos, cómo desarrollar una agricultura moderna que se abriese paso en los mercados internacionales. En consecuencia con lo anterior el propio Martí declaró que era precisamente en los libros de ciencia donde encontraba mayor poesía, él que sin dudas demostró con creces su alto vuelo poético.

Acertados planteos se encuentran en “El mexicano”. Si bien en el país azteca José Julián vivió en total solamente veintiséis meses, allí el prometedor adolescente de las tertulias habaneras, el estudiante agitado por el patriotismo en España, entró en el mundo intelectual por la puerta ancha, se hizo un profesional de la prensa, se convirtió en el brillante joven de vasta cultura y colorida escritura que sabía enjuiciar adecuadamente los asuntos políticos que se debatían en aquella nación. En este acápite se evidencia que no fue Manuel Mercado su único amigo mexicano, otros jóvenes dedicados a las letras, a las tablas o la pintura, también le demostraron su amistad. Y de esa amistad salió fortalecido este Martí, verdadero amigo de sus amigos.

En “El teatrista” conocemos que el entretenimiento favorito del líder cubano, además de la lectura, era el teatro. Se comentan ahí sus descripciones de los escenarios madrileños y juicios acerca de los actores y su preferencia por los tres grandes que moldearon su apreciación de la escritura teatral: Esquilo, Shakespeare y Calderón de la Barca. De sus piezas teatrales se reseñan las cuatro que se conocen: “Abdala”, publicada en el único número que circuló de “La Patria Libre”; “Adúltera”, escrita entre Madrid y Zaragoza; “Amor con amor se paga”, que fue la única que subió a las tablas, representada en el Teatro Principal de la ciudad de México y “Patria y libertad (Drama indio)”, creada en Guatemala, en solo cinco días. Se especula sobre algunos indicios de que pudo haber escrito otra obra, dedicada a Francisco Morazán, el prócer centroamericano.

Este compendio de marcada intención ética y humanista nos revela -sin desdorar el ilustre investigador que es su autor- una nueva arista de Pedro Pablo, su capacidad para convencer con una prosa poética cuidadosamente elaborada que se basa en una voz intensa a nivel idiomático, comprensible por todos y escrupulosa en su estilo. En consecuencia nos regala una exposición rica aún fascinante, relato vívido, cálido, minucioso y no tedioso, más bien apasionante del Martí que si bien supo ser maestro, periodista, orador, previsor, diplomático, conspirador, mambí, fue también un hombre que en verdad, amó mucho a pocas mujeres, pero disfrutó el privilegio de levantar pasiones inolvidables. Él que nada hacía sin ponerle toda su pasión porque como escribió “se ama apasionadamente lo que ha de ser siempre rectamente justo”.

Hay todavía otros argumentos por los que defiendo a este Martí, me refiero a la organicidad que existe entre cada uno de los tópicos abordados a pesar de su variedad, incluso en ocasiones se torna cronológico como cuando aborda el mexicano, el guatemalteco, el venezolano y el neoyorquino. Otras veces se agrupan líneas temáticas como al referirse a su condición de hijo, padre, amigo o al relatar sobre sus dotes de pensador, escritor, epistológrafo, maestro, periodista, orador, teatrista y crítico de arte. Vale destacar que los textos se acompañan de ilustraciones realizadas por diez artistas plásticos contemporáneos, todos cubanos, en una interesante mezcla de Premios Nacionales de Artes Plásticas y consagrados, con creadores más noveles. Estos dibujos muestran un mensaje coherente con el relato y en ocasiones son provocadores; ellos, unidos al cuidadoso trabajo de edición de Denia García Ronda, de diseño de Nydia Fernández Pérez y de diseño interior y composición de Vani Pedraza García, contribuyen al acabado final del libro como obra de arte. Finalmente agradezco a Pedro Pablo por haberme regalado a este, mi Martí, y le invito a usted, amigo lector, a disfrutarlo con placer y provecho.





DEL AUTOR:

Ricardo Hodelín Tablada

Doctor en Ciencias Médicas. Investigador Titular. Además de su trabajo como Neurocirujano es investigador histórico. Tiene 4 libros publicados y múltiples artículos en revistas nacionales e internacionales. Su libro Enfermedades de José Martí
(Editorial Oriente, 2007) obtuvo el Premio de la Crítica Martiana Medardo Vitier 2008. Ha obtenido otros reconocimientos entre ellos Premio Nacional de Investigación Científica de la Academia de Ciencias de Cuba 2012. Pertenece a la Sociedad Cultural José Martí y a la Unión Nacional de Historiadores de Cuba (UNHIC). El Consejo de Estado de la República de Cuba le otorgó la Orden Julio Antonio Mella.

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Crónica en pocas páginas y un siglo de soledad: EVELIN QUEIPO BALBUENA / Finalista III Concurso Caridad Pineda In Memoriam

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Evelin Queipo Balbuena



—Dime abuelo, abuelito, ¿qué es el tiempo?
Me pregunta esta niña y yo respondo:
—Es la flor de amaranto que en Macondo
se secó sin lugar al contratiempo.
Y aprovecha la niña en el destiempo
que demoro hilvanando mi discurso
—¿Qué es Macondo, abuelito?
                    —Es el transcurso
de la vida en un pueblo cuyos hombres
padecen de tener iguales nombres.
Eso es tiempo, mi amor, es un recurso.

Muchas fueron las veces en que me pregunté qué era el tiempo. ¿Por qué solo él tenía facultad para curar los más acuciantes males? ¿Por qué no había nada más socorrido que su transcurrir? ¿Para qué servían los calendarios, los almanaques, si por más que quisiera que pasaran rápido o lento los días, siempre demoraban lo mismo en transcurrir? Y aunque logré elaborar algunas respuestas verdaderamente asombrosas, ninguna me sirvió de real consuelo, porque la respuesta más cercana a lo cierto no la tendría sino hasta “muchos años después”.

Mentiría si digo que por azar llegó alguna vez un libro a mis manos, pues todos y cada uno han sido cuidadosamente elegidos por mí o por esas otras manos amigas que recorren el universo junto a uno. Entonces tampoco mentiré para decir que el ejemplar de Cien años de soledad que llegó a mis manos, el primero que leí, es testimonio fiel de una lectura intensa que duró apenas un par de días, en una reclusión febril donde no me alimenté de otra cosa. Y ese libro que recibí como efímero préstamo para cumplir una tarea, se convirtió sin querer en uno de los que marcó mi vida.

Cierto es que en la ambiciosa biblioteca mental de mis lecturas, figuran otros libros interesantes y algunas decenas de ellos también marcaron mi vida. Pero Cien años…, ese siglo que vendría en una preciosa edición con la imagen del coronel Aureliano Buendía dibujado por Botero, tendría una connotación especial, pues venía además con la estampa, en una de sus páginas, de una escueta pero efusiva dedicatoria que el Gabo le hiciera a una muchacha desconocida.

Quizá fue ese el segundo incentivo. Saber que el mismo libro que yo estaba leyendo pertenecía a una chica que quizá también lo leía en alguno de esos rescoldos que el tiempo teje y que los físicos llaman mundo paralelo. No lo sé, pero después de leer esa primera oración que es para mí la más importante en un libro, no pude menos que aferrarme a él, sin reparar apenas en el tiempo y sin buscar en él la respuesta a aquella vetusta pregunta.

Y navegando por la selva, en busca del mar, llegué a un pueblo intrincado en la ciénaga casi impenetrable. Se llamaba Macondo y era una “aldea feliz donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto”. Una especie de Yoknapatawpha latinoamericana que aún no recibía, en el sopor de otra realidad sureña, a su Addie Bundren.

Allí los gitanos hacían aparición una vez al año trayendo portentos del viejo continente. Las casas eran todas iguales, los niños no se asombraban con trucos de feria sino con el frío del hielo y los pájaros rompían sus gargantas en trinos que orientaban a los visitantes y le daban al pueblo un color innombrable.

Entonces murió Melquíades, el hombre que con tanto afán había tratado de convertir los metales en oro. Y así surgió el cementerio en Macondo, y tal vez ahí me di cuenta que sus habitantes podían estar a más de cien kilómetros de toda región habitable, que podían ignorar cualquier suceso que ocurriera fuera de sus dominios, que podían permanecer cien años alejados, ajenos a todo y todos, incluido el espíritu atormentado de Prudencio Aguilar, pero no podían huir del tiempo.

Comenzó la cadena de Aurelianos y José Arcadios a hacerse cada vez más larga y confusa, como las cuentas de un rosario que se quiere rezar a medianoche. Se trocaron las Amarantas y eran cada vez más semejantes todas esas mujeres que parecían como templadas en el laboratorio de alquimia del patriarca Buendía. Ya se hallaban en el olvido todos aquellos inventos de hombre que habían asombrado incluso a los animales: el imán, el catalejo, la lupa, la dentadura postiza, la brújula, las bolas de vidrio curativas y hasta el hielo. Entonces fue la tempestad, la guerra, las cruces de ceniza, levitaciones, ensoñaciones, certidumbres, olvidos, recuerdos y la soledad…  tan abyecta pero tan certera, que hubiera bastado solo una mirada para reconocer, en cualquier rincón de la tierra, al más distante de los Buendía.

Y en ese transcurrir de meses y años, pasó un siglo, y la gran casa de Macondo que había servido de molde para que otros hicieran la suya en tiempos de la fundación, se rindió ante asedio tenaz de la caída, hasta el punto en que solo hizo falta un último soplo de incesto para derrumbarla. Ni la cal viva fue capaz de confinar a los insectos rojos que dieron cuenta de cada una de sus tejas y tablones, y que también devoraron al último vástago de la estirpe habitante.

Como una maldición leería Aureliano Babilonia la predicción fatal del anciano trashumante: “El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas”. Y en esa lectura intemporal que le revelaba a saltos la historia de sus ancestros, comprendió que su fin estaba escrito desde antes de nacer y que las oportunidades de sobrevivir al vendaval del ciclón, se extinguían a medida que leía las palabras que lo sobrevivirían: que “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.

Entonces vuelvo sobre los mismos pergaminos y me pregunto con igual incertidumbre de otros días: ¿Qué es el tiempo? ¿Es acaso un pescadito de oro que espera tranquilo el milagro de la oxidación? ¿Acaso un gitano olvidado en la selva que perfecciona cada año el truco del rescate en un charco de alquitrán? ¿Será la flor roja del amaranto que se convierte en mies cada primavera, o el nombre de un buen amanecer que repetido muchas veces acaba por tornarse en el designio triste de una generación solitaria? No lo sé. Aún no lo sé bien. Y aunque podría esbozar mil respuestas o preguntas más sobre el tiempo, creo que las mejores de ellas  viven en el silencio que apacigua los segundos, la décima que un abuelo escribió para su nieta, el libro que leí hace más de diez años (páginas que cambiaron mi vida), una crónica de pocas cuartillas y un adiós para el hombre que tradujo el mejor concepto de tiempo que he tenido, y que dueño del secreto lingüístico se marchó para siempre dejando a sus lectores en la más temible de todas las soledades.

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MIS LECTURAS TIERNAS; DESAFIANTES, EFÍMERAS: Yolanda Molina / Finalista III Concurso Caridad Pineda In Memoriam




Yolanda Evelinda Molina Pérez

Nunca nos preguntamos por qué nuestros padres nos quieren, cuidan o protegen, no cuestionamos la existencia de hermanos y familiares cercanos, son el entorno natural y  lo percibimos integralmente desde la formación de la conciencia, algo así me sucede con la lectura;  aprendí a leer mucho más temprano de lo habitual,  no recuerdo un momento de mi vida donde no estén los libros.

   Suele llamárseles amigos, pero la amistad es un sentimiento sereno,  la pasión y diversidad de maneras para relacionarse los acerca más a amores: idílicos, platónicos, tormentosos, tiernos, efímeros, duraderos, desafiantes, vedados, decepcionantes, deslumbrantes,  a primera vista… Los he experimentado todos  y en cada caso me acompaña la experiencia anterior, a veces hasta un nuevo romance me vuelca a páginas de un viejo  afecto resucitando el entusiasmo.

   Por eso resulta difícil elegir, son incomparables, ¿cómo escoger entre ese primer enamoramiento de la infancia tan onírico,  el desenfreno de la adolescencia,  la alegría de la juventud y la serenidad de la experiencia? ¿Cómo descartar una sola de esas sensaciones si tengo la certeza de que cualquier supresión daña irremediablemente el conjunto?

    Incluso aquellas marcadas por la premura de una finitud anunciada, sin prórroga posible o  la sombra del miedo por la sapiencia de caer en lo “prohibido”, supieron dejar huellas que la memoria salva.

     Me enredo con un gallo de pico dorado, que viaja en tren a Guane, Inesita sufre la muerte de su abuelo y pena por Oliverio Twist, que de grande surca los mares del Caribe, Sherlock, la señorita Marple y Hércules Poirot trabajan en conjunto hallando huellas que los lleven hasta Sandokan,  las rayas de un tigre por puro antojo cromático se tornan hoz,  martillo, Dinka y Lionka;  hay rusos rojos y blancos, estepas, héroes, fábricas, madres,  colonias,  hacia el otro extremo un pequeño álamo… ese pañuelo no será suficiente para contener a la historia, el romanticismo, lo real maravilloso, la brevedad, la polisemia, la insularidad, el verso, la tragedia, el amor, la protesta, la singularidad  de un grabado chino o la opacidad de un quinquenio gris que nos hizo tardíamente descubridores de nuestros declarados y consabidos Orígenes.

   Cada beso, cada caricia, lleva un acto de iniciación  y así es cada lectura,  un contacto puede despertar excitación, y en otro contexto servir de consuelo, a los 12 La Guerra y la Paz es una novela de príncipes y condesas, donde saltas el campo de batalla, a los 14 te sorprende su valor histórico y a los 18 coincides con quienes la catalogan como la mejor obra escrita jamás.

   Pero desde las cavernas el hombre no para de conceder significados a los trazos,  vuelven nuevos vocablos renegando de la arcilla, el papiro y la piedra,  reinventándose sobre hojas, incluso ya sin plumas o rasgos, las tipografías de las máquinas uniforman caligrafías, redescubriendo lenguas, tropos y figuras, que una y otra vez son también reinterpretadas,  cada ojo las asume desde las visiones anteriores;  nuestra propia pupila modifica prismas y con ellas juicios.

   Crecí en una familia de lectores donde nadie creyó preciso guiarme a través del concurrido librero, desde los siete u ocho años anduve por él a mi libre albedrío, no hubo un mueble ostentoso o una habitación biblioteca, eso sí, aquel estante ancho y fuerte, con entrepaños espaciosos, de madera prensada de poca calidad, fue el pilar de mi Universo, varias veces me tentó la vaquita que desde la portada escoltada entre columnas proclamaba El otoño del patriarca, pero lo dejaba, y como él otros tantos;  fue el ejercicio de ensayo y error el criterio bajo el cual conformé una lista de lecturas.

   No recuerdo exactamente como aquella edición de tono violeta y letras en blanco atrajo mi atención, es probable que algún adulto lo leyera y tratara de seguirle los pasos pero no lo puedo precisar, o quizás fuera sólo una manifestación temprana de mi complejo de Electra, en término freudianos, lo cierto es que aquella pensión parisina llegó a mi vida cuando no había cumplido los diez años.

   Por aquel entonces vivíamos en el campo, la casa y el patio permitían que cada quien tuviese su propio espacio, mi mamá se sorprendió al encontrarme  de bruces sobre su cama llorando desconsoladamente,  preguntaba insistentemente sin obtener respuestas, la familia convocada por ella tampoco podía ofrecerlas y los sollozos no daban sitio a las palabras, aunque la vergüenza por la razón tampoco ayudaba, “una niña grande no debía llorar por esas cosas”, afortunadamente no hizo falta explicación alguna, el libro estaba en el piso a los pies de la cama y las personas que estaban allí sintieron antes esa misma desolación.

   Han pasado más de treinta años y aún recuerdo esa tristeza, más de una vez saltaron las lágrimas con algún pasaje, pero al concluir el libro fue una sensación de agobio y pesar que solo el llanto pudo canalizar, no creo equivocarme al asegurar que Honoré de Balzac fue el causante de mi primera depresión.

   Y también de mucho más, en la infancia  las cosas están bien o mal, nos gustan o disgustan, reímos o lloramos, no recuerdo una percepción clara de maldad, hipocresía;  los cimientos de un discernimiento moral llegaron de la mano de ese texto revelador que es Papá Goriot.

    La definición exacta de lo que representó Papá Goriot la encontré años más tarde en palabras de otra escritora, El Alexis de Marguerite Yourcenar define su infancia como “una idea de quietud al borde de una inquietud”, Goriot borró la inocencia de que todos somos buenos aunque podamos equivocar alguna acción, constituyó  el enfrentamiento a la miseria humana, a la maldad;   el libro fue tan desgarrador por la relación especial que siempre he tenido con mi padre, reconocía en ese parisino de otro siglo la bondad y generosidad del mío, el dolor no podía serme indiferente,  mientras escribo estas líneas creo que una de las máximas rectoras de mi vida también puede venir de allí “ el desagradecimiento es una error imperdonable”.

   Pocos meses después supe tuve la rutina de una escuela interna, ya no hubo más remanso, la primera turbulencia de la desconfianza en mis semejantes llegó desde el papel, hojas impresas que develaban con nitidez pasmosa la ruindad.

   Con el tiempo hubo otros reencuentros,  no por sabida menos dolorosa la experiencia, derramé lágrimas intramuros y extra, entendiendo que en París o cualquier otro lugar la miseria humana lacera, denigra; como  profesional volví al texto buscando las huellas de una nueva escuela que Balzac y otros empezaron siglos atrás, tejí lazos desde Papá Goriot hacia otros títulos de la Comedia Humana, atesoré varios y desde entonces tuve con Honoré una relación basada en el confort.

   No sale de cojines, acomodamientos físicos o entornos acogedores, emana de un encuentro permanente entre la prodigalidad de su creación y mi asentimiento, sin desdeñar a eruditos o entendidos que colocan en balanza aciertos y deslices, Balzac tiene mi complicidad, porque es un viejo amor, me llevó por el camino del dolor, el sufrimiento, pero también del placer, el coqueteo, la confianza y la perdurabilidad, ¿no es acaso todo eso lo que sentimos con  un gran amor?

    Sigo abierta al romance con cada hoja impresa que anula el entorno para reducirme a su serpentina fluidez, a la emoción, el conocimiento, a lo que está por venir, al abismo de lo utópico y fantasmal…

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SOBRE CORAZÓN: Carlos Tirso Wong Torres / FINALISTA III Concurso Caridad Pineda In Memoriam




Carlos Tirso Wong Torres

En los albores de la década del sesenta era apenas un niño regordete y timorato, más amante de los libros que de las bolas y los patines. Leía cuanto papel caía en mis manos. Para un infante nacido cinco años antes del Triunfo Revolucionario, el futuro se le mostraba provisorio y ensoñador. Con varias opciones, unas más prometedoras que otras. O se hacía buen lector o se hacía buen pelotero. Buen médico o buen ingeniero. Pero siempre buen cubano.

   Era la época de los Beatles y Elvis Presley, también de Yuri Gagarin y la perrita Laica. Aunque Los Tres Mosqueteros guardaban sus mosquetes en empolvados museos, los niños de aquella época tuvimos el privilegio de conocerlos casi de “tú a tú” en un librazo de excelente factura y amenas ilustraciones.  Tuvimos el placer de viajar a la Luna, recorrer veinte mil leguas de viaje submarino o blandir una cimitarra en las enmarañadas selvas de La Malasia.  Nuestros sueños crecían vertiginosos, en ocasiones más veloces que nuestras edades.

   Los niños de entonces aprendimos que era cierto que existían gigantes de siete leguas que iban engullendo pueblos. Martí nos enseñó a no confundir el amor a la patria con el amor a la tierra ni a las plantas que pisan nuestros pies.  Con dolorosas desgarraduras, el Che nos enseñó que morir peleando en una selva infernal no era una aventura porque los héroes tenían el color de la verdad.  Los Zafiros nos enseñaron a contemplar el contoneo de una linda mulatica y aprendimos a masturbarnos con el librito de estampillas en una mano y el pene en la otra.  La adolescencia nos sorprendió absortos en nuestras lecturas, con el pantalón de “tubito” ajustado al cuerpo y las esperanzas de emancipación puestas en una beca de la Isla de Pinos para conocer como Felipe Blanco tapó las cuevas de los majases.

   Hoy vienen a mi memoria los recuerdos de aquella época con el sabor agridulce de lo que fue y ya no es. No sé a quién se le ocurrió decir alguna vez que lo que fue y ya no es, es como si nunca hubiese sido. Mintió.  Lo que fue seguirá siendo en la misma medida que los hacedores de vivencias quieran evocarlas, con la misma intensidad de lo real-maravilloso, al decir de Carpentier.

   Ya les dije que en aquellos tiempos leía mucho, no lo repetiré. Hoy también. Pero algo debe quedar claro: la lectura llega a veces sin pensarlo, y queda o se difunde según los estados de ánimo de sus lectores, sus ansias por conocer y explorar lo ignoto, o el cúmulo de vivencias que atesore en ese momento.

   Hoy mis lecturas tienen un sentido más profundo y universal porque buscan un fin, saben a dónde van y de donde vienen. Pero no siempre fue así, en aquella época tenían un halo mágico que las mistificaba.  Llegué a comprender a mis héroes de papel, a despreciar a sus adversarios y tender la mano al amigo en peligro, para respirar en sosiego al verlo a salvo. 
La revolución cultural, hija de la revolución social que comenzó el Primero de Enero, fue la principal causante de que yo sufriera con los avatares de Pavel Korchaguin o me enorgulleciera de ser como Alexei Maresiev, bailando con sus piernas de palo.
   Entonces era capaz de lanzarme al vacío colgado de una soga para darle un beso en la mejilla a la niña más linda del aula, porque Ivanhoe también lo hacía para salvar a Rowena.

    Mis lecturas no buscaban el divertimento. Buscaban vivir, ser mi otro yo, el oculto en la inconmensurable imaginación de mi esponjoso cerebro.  Así llegó a mis manos de papel un libro que de alguna manera marcó mi vida. Edmundo de Amicis, escritor y viajero italiano supo escudriñar en el alma de los niños y descubrir  su mundo idílico, patriótico, tierno, ávido de futuro que se esconde en sus sensibles corazones. Precisamente Corazón debía ser el título de ese libro, de esa joya que enseñó tres cosas entre tantas, como un maestro debe educar a sus alumnos, como los educandos deben dirigir sus conductas, sinceras, armónicas, valientes, honestas y como los demás debemos verlos a ellos. Los héroes de Corazón son héroes de verdad, capaces de reír, llorar, luchar por su patria y su bandera, capaces de enamorar y ser enamorados, de querer a sus padres, de defender al desvalido y de no mentir porque el precio de la mentira a veces es demasiado alto.

   Corazón es una obra literaria que mantiene vivo el formato del diario de un niño: Enrique, alumno de tercer grado en una escuela municipal de Turín.  Durante el transcurso de un año, va narrando hechos y vivencias, unas personales y otras ajenas. Alterna con emotivas narraciones los aciertos o desaciertos propios de cualquier ser humano, demuestra que un niño no es solo eso. Que va más allá de los estereotipos generalmente aceptados, donde la holganza y el comportamiento simplón pretenden imponerse, según cánones de algunos mayores, para adentrarse en una nueva fórmula de vida, esperanzadora y llena de futuro.

   Debo confesar que después de leer aquel libro, amé más y mejor. Sentí cómo crecía por dentro y por fuera.  El recuerdo del padre que educa a su hijo mientras le dice que el destino le reserva momentos terribles pero que el más terrible de todos será aquel en que pierda a su madre, me hizo comprender cuanta ternura y amor podía existir en quien educaba con la palabra cruda y desgarradora, pero capaz de devolvernos a la realidad, para no seguir pataleando en el egocéntrico mundo infantil.

   Con el devenir de los años supe que la obra recurrente en mi pretérita infancia, fue traducida a múltiples idiomas y llevada al cine o la televisión, tanto como dramatizado o a la forma de tiras cómicas mediante dibujos animados.

   Corazón enseñó que el Mundo no está hecho de sensiblería desvalorizada, sino de coraje para enfrentar los designios de los gigantes de siete leguas, para colocar con cultura y modestia a los más humildes en el trono de la Historia.

   Hoy agradezco a este, a tantos otros y a la Revolución, que los puso en mi camino, ser mejor hombre y mejor cubano. 

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