sábado, 27 de septiembre de 2014
Crónica en pocas páginas y un siglo de soledad: EVELIN QUEIPO BALBUENA / Finalista III Concurso Caridad Pineda In Memoriam
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Evelin Queipo Balbuena
—Dime abuelo, abuelito, ¿qué es el tiempo?
Me pregunta esta niña y yo respondo:
—Es la flor de amaranto que en Macondo
se secó sin lugar al contratiempo.
Y aprovecha la niña en el destiempo
que demoro hilvanando mi discurso
—¿Qué es Macondo, abuelito?
—Es el transcurso
de la vida en un pueblo cuyos hombres
padecen de tener iguales nombres.
Eso es tiempo, mi amor, es un recurso.
Muchas fueron las veces
en que me pregunté qué era el tiempo. ¿Por qué solo él tenía facultad para
curar los más acuciantes males? ¿Por qué no había nada más socorrido que su
transcurrir? ¿Para qué servían los calendarios, los almanaques, si por más que
quisiera que pasaran rápido o lento los días, siempre demoraban lo mismo en
transcurrir? Y aunque logré elaborar algunas respuestas verdaderamente
asombrosas, ninguna me sirvió de real consuelo, porque la respuesta más cercana
a lo cierto no la tendría sino hasta “muchos años después”.
Mentiría si digo que
por azar llegó alguna vez un libro a mis manos, pues todos y cada uno han sido
cuidadosamente elegidos por mí o por esas otras manos amigas que recorren el
universo junto a uno. Entonces tampoco mentiré para decir que el ejemplar de Cien años de soledad
que llegó a mis manos, el primero que leí, es
testimonio fiel de una lectura intensa que duró apenas un par de días, en una
reclusión febril donde no me alimenté de otra cosa. Y ese libro que recibí como
efímero préstamo para cumplir una tarea, se convirtió sin querer en uno de los
que marcó mi vida.
Cierto es que en la
ambiciosa biblioteca mental de mis lecturas, figuran otros libros interesantes
y algunas decenas de ellos también marcaron mi vida. Pero Cien años…, ese siglo que vendría en una preciosa edición con la
imagen del coronel Aureliano Buendía dibujado por Botero, tendría una
connotación especial, pues venía además con la estampa, en una de sus páginas,
de una escueta pero efusiva dedicatoria que el Gabo le hiciera a una muchacha
desconocida.
Quizá fue ese el
segundo incentivo. Saber que el mismo libro que yo estaba leyendo pertenecía a
una chica que quizá también lo leía en alguno de esos rescoldos que el tiempo
teje y que los físicos llaman mundo paralelo. No lo sé, pero después de leer
esa primera oración que es para mí la más importante en un libro, no pude menos
que aferrarme a él, sin reparar apenas en el tiempo y sin buscar en él la
respuesta a aquella vetusta pregunta.
Y navegando por la
selva, en busca del mar, llegué a un pueblo intrincado en la ciénaga casi
impenetrable. Se llamaba Macondo y era una “aldea feliz donde nadie era mayor
de treinta años y donde nadie había muerto”. Una especie de Yoknapatawpha
latinoamericana que aún no recibía, en el sopor de otra realidad sureña, a su
Addie Bundren.
Allí los gitanos
hacían aparición una vez al año trayendo portentos del viejo continente. Las
casas eran todas iguales, los niños no se asombraban con trucos de feria sino
con el frío del hielo y los pájaros rompían sus gargantas en trinos que
orientaban a los visitantes y le daban al pueblo un color innombrable.
Entonces murió
Melquíades, el hombre que con tanto afán había tratado de convertir los metales
en oro. Y así surgió el cementerio en Macondo, y tal vez ahí me di cuenta que
sus habitantes podían estar a más de cien kilómetros de toda región habitable,
que podían ignorar cualquier suceso que ocurriera fuera de sus dominios, que
podían permanecer cien años alejados, ajenos a todo y todos, incluido el
espíritu atormentado de Prudencio Aguilar, pero no podían huir del tiempo.
Comenzó la cadena de
Aurelianos y José Arcadios a hacerse cada vez más larga y confusa, como las
cuentas de un rosario que se quiere rezar a medianoche. Se trocaron las
Amarantas y eran cada vez más semejantes todas esas mujeres que parecían como
templadas en el laboratorio de alquimia del patriarca Buendía. Ya se hallaban
en el olvido todos aquellos inventos de hombre que habían asombrado incluso a
los animales: el imán, el catalejo, la lupa, la dentadura postiza, la brújula,
las bolas de vidrio curativas y hasta el hielo. Entonces fue la tempestad, la
guerra, las cruces de ceniza, levitaciones, ensoñaciones, certidumbres,
olvidos, recuerdos y la soledad… tan
abyecta pero tan certera, que hubiera bastado solo una mirada para reconocer,
en cualquier rincón de la tierra, al más distante de los Buendía.
Y en ese transcurrir
de meses y años, pasó un siglo, y la gran casa de Macondo que había servido de
molde para que otros hicieran la suya en tiempos de la fundación, se rindió
ante asedio tenaz de la caída, hasta el punto en que solo hizo falta un último
soplo de incesto para derrumbarla. Ni la cal viva fue capaz de confinar a los
insectos rojos que dieron cuenta de cada una de sus tejas y tablones, y que
también devoraron al último vástago de la estirpe habitante.
Como una maldición
leería Aureliano Babilonia la predicción fatal del anciano trashumante: “El
primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están
comiendo las hormigas”. Y en esa lectura intemporal que le revelaba a saltos la
historia de sus ancestros, comprendió que su fin estaba escrito desde antes de
nacer y que las oportunidades de sobrevivir al vendaval del ciclón, se
extinguían a medida que leía las palabras que lo sobrevivirían: que “las
estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad
sobre la tierra”.
Entonces vuelvo sobre
los mismos pergaminos y me pregunto con igual incertidumbre de otros días: ¿Qué
es el tiempo? ¿Es acaso un pescadito de oro que espera tranquilo el milagro de
la oxidación? ¿Acaso un gitano olvidado en la selva que perfecciona cada año el
truco del rescate en un charco de alquitrán? ¿Será la flor roja del amaranto
que se convierte en mies cada primavera, o el nombre de un buen amanecer que
repetido muchas veces acaba por tornarse en el designio triste de una
generación solitaria? No lo sé. Aún no lo sé bien. Y aunque podría esbozar mil
respuestas o preguntas más sobre el tiempo, creo que las mejores de ellas viven en el silencio que apacigua los
segundos, la décima que un abuelo escribió para su nieta, el libro que leí hace
más de diez años (páginas que cambiaron mi vida), una crónica de pocas
cuartillas y un adiós para el hombre que tradujo el mejor concepto de tiempo
que he tenido, y que dueño del secreto lingüístico se marchó para siempre
dejando a sus lectores en la más temible de todas las soledades.
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