sábado, 27 de septiembre de 2014
SOBRE CORAZÓN: Carlos Tirso Wong Torres / FINALISTA III Concurso Caridad Pineda In Memoriam
Carlos Tirso Wong Torres
En los albores de la década del sesenta era
apenas un niño regordete y timorato, más amante de los libros que de las bolas
y los patines. Leía cuanto papel caía en mis manos. Para un infante nacido
cinco años antes del Triunfo Revolucionario, el futuro se le mostraba
provisorio y ensoñador. Con varias opciones, unas más prometedoras que otras. O
se hacía buen lector o se hacía buen pelotero. Buen médico o buen ingeniero.
Pero siempre buen cubano.
Era la
época de los Beatles y Elvis Presley, también de Yuri Gagarin y la perrita
Laica. Aunque Los Tres Mosqueteros guardaban sus mosquetes en empolvados
museos, los niños de aquella época tuvimos el privilegio de conocerlos casi de
“tú a tú” en un librazo de excelente factura y amenas ilustraciones. Tuvimos el placer de viajar a la Luna , recorrer veinte mil
leguas de viaje submarino o blandir una cimitarra en las enmarañadas selvas de La Malasia. Nuestros sueños crecían
vertiginosos, en ocasiones más veloces que nuestras edades.
Los
niños de entonces aprendimos que era cierto que existían gigantes de siete
leguas que iban engullendo pueblos. Martí nos enseñó a no confundir el amor a
la patria con el amor a la tierra ni a las plantas que pisan nuestros
pies. Con dolorosas desgarraduras, el
Che nos enseñó que morir peleando en una selva infernal no era una aventura
porque los héroes tenían el color de la verdad.
Los Zafiros nos enseñaron a contemplar el contoneo de una linda mulatica
y aprendimos a masturbarnos con el librito de estampillas en una mano y el pene
en la otra. La adolescencia nos
sorprendió absortos en nuestras lecturas, con el pantalón de “tubito” ajustado
al cuerpo y las esperanzas de emancipación puestas en una beca de la Isla de Pinos para conocer
como Felipe Blanco tapó las cuevas de los majases.
Hoy
vienen a mi memoria los recuerdos de aquella época con el sabor agridulce de lo
que fue y ya no es. No sé a quién se le ocurrió decir alguna vez que lo que fue
y ya no es, es como si nunca hubiese sido. Mintió. Lo que fue seguirá siendo en la misma medida
que los hacedores de vivencias quieran evocarlas, con la misma intensidad de lo
real-maravilloso, al decir de Carpentier.
Ya les
dije que en aquellos tiempos leía mucho, no lo repetiré. Hoy también. Pero algo
debe quedar claro: la lectura llega a veces sin pensarlo, y queda o se difunde
según los estados de ánimo de sus lectores, sus ansias por conocer y explorar
lo ignoto, o el cúmulo de vivencias que atesore en ese momento.
Hoy
mis lecturas tienen un sentido más profundo y universal porque buscan un fin,
saben a dónde van y de donde vienen. Pero no siempre fue así, en aquella época
tenían un halo mágico que las mistificaba.
Llegué a comprender a mis héroes de papel, a despreciar a sus
adversarios y tender la mano al amigo en peligro, para respirar en sosiego al
verlo a salvo.
La revolución cultural, hija de la revolución
social que comenzó el Primero de Enero, fue la principal causante de que yo
sufriera con los avatares de Pavel Korchaguin o me enorgulleciera de ser como
Alexei Maresiev, bailando con sus piernas de palo.
Entonces
era capaz de lanzarme al vacío colgado de una soga para darle un beso en la mejilla
a la niña más linda del aula, porque Ivanhoe también lo hacía para salvar a
Rowena.
Mis
lecturas no buscaban el divertimento. Buscaban vivir, ser mi otro yo, el oculto
en la inconmensurable imaginación de mi esponjoso cerebro. Así llegó a mis manos de papel un libro que
de alguna manera marcó mi vida. Edmundo de Amicis, escritor y viajero italiano
supo escudriñar en el alma de los niños y descubrir su mundo idílico, patriótico, tierno, ávido
de futuro que se esconde en sus sensibles corazones. Precisamente Corazón debía
ser el título de ese libro, de esa joya que enseñó tres cosas entre tantas,
como un maestro debe educar a sus alumnos, como los educandos deben dirigir sus
conductas, sinceras, armónicas, valientes, honestas y como los demás debemos
verlos a ellos. Los héroes de Corazón son héroes de verdad, capaces de reír,
llorar, luchar por su patria y su bandera, capaces de enamorar y ser
enamorados, de querer a sus padres, de defender al desvalido y de no mentir
porque el precio de la mentira a veces es demasiado alto.
Corazón es una
obra literaria que mantiene vivo el formato del diario de un niño: Enrique,
alumno de tercer grado en una escuela municipal de Turín. Durante el transcurso de un año, va narrando
hechos y vivencias, unas personales y otras ajenas. Alterna con emotivas
narraciones los aciertos o desaciertos propios de cualquier ser humano,
demuestra que un niño no es solo eso. Que va más allá de los estereotipos
generalmente aceptados, donde la holganza y el comportamiento simplón pretenden
imponerse, según cánones de algunos mayores, para adentrarse en una nueva
fórmula de vida, esperanzadora y llena de futuro.
Debo
confesar que después de leer aquel libro, amé más y mejor. Sentí cómo crecía
por dentro y por fuera. El recuerdo del
padre que educa a su hijo mientras le dice que el destino le reserva momentos
terribles pero que el más terrible de todos será aquel en que pierda a su
madre, me hizo comprender cuanta ternura y amor podía existir en quien educaba
con la palabra cruda y desgarradora, pero capaz de devolvernos a la realidad,
para no seguir pataleando en el egocéntrico mundo infantil.
Con el
devenir de los años supe que la obra recurrente en mi pretérita infancia, fue
traducida a múltiples idiomas y llevada al cine o la televisión, tanto como
dramatizado o a la forma de tiras cómicas mediante dibujos animados.
Corazón enseñó que el Mundo no
está hecho de sensiblería desvalorizada, sino de coraje para enfrentar los
designios de los gigantes de siete leguas, para colocar con cultura y modestia
a los más humildes en el trono de la Historia.
Hoy
agradezco a este, a tantos otros y a la Revolución , que los puso en mi camino, ser mejor
hombre y mejor cubano.
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