viernes, 12 de septiembre de 2014
ONELIO IN MEMORIAM: José Villar Delgado / Premio de la Tercera Edad III Concurso Caridad Pineda In Memoriam
(Onelio Jorge
Cardoso: El Cuentero Mayor)
POR José Villar
Delgado
TENGO una deuda con el Cuentero Mayor, aunque no
fueron mis primeras lecturas sus inolvidables historias, sí estuvieron
presentes en momentos importantes de mi carrera como lector. Mi primer libro
fue una novela de aventuras del visionario Verne, aquella donde Phileas Fogg se
equivoca al determinar el tiempo en que le había dado la vuelta al planeta,
llevada al cine aparatosamente en 1956 por Michael Anderson con Cantinflas como
Passepartout, filme que no creo sea una obra maestra como lo calificara
Guillermo Cabrera Infante en Tres tristes tigres. Pero eso fue después de haber devorado multitud de
muñequitos (comics), tan importantes para los de mi generación en eso de
estimularnos a la lectura. Luego vino la literatura más seria y durante mucho
tiempo preferí los cuentos, allí estuvieron el fenómeno Poe, los cubanos
Arenal, Casey y Caín, de este pienso que lo mejor que escribió en su vida
fueron los cuentos (aunque no obtuviera el premio Cervantes por eso) de los
cuales, verdaderas joyas, recuerdo muchos de sus títulos, 50 años después de
leídos, finalmente me di de bruces con los monstruos en ese libro que
publicaron con el título de “Cuentos norteamericanos”. Pero ya para entonces
decir cuento, era para mí, decir Onelio Jorge Cardoso.
Esta afición por el cuento no impedía que deglutiera
obras de otros géneros y distinto valor literario: Adiós a las armas, la serie de Tarzán de Burroughs, Quo Vadis,
Rebeca, Sinué,
el egipcio, etc. Con posterioridad,
según maduraba, comencé a buscar libros con un lenguaje, pensaba, más elaborado
y que constituían para mí un especial reto. Llegaron Carpentier y Lezama, al
autor de Los
pasos perdidos lo disfruté mucho, no
solo por los temas sino también por el lenguaje literario, estos libros eran
palacios construidos con los mejores materiales y elementos arquitectónicos y
me felicitaba por patentizar, por primera vez, un goce intelectual a este
nivel; en cuanto a Lezama todavía estoy fajado con Paradiso,
enfrascado en buscar los tesoros de una prosa, exigente, de requerimientos
excepcionales para su lectura, generalmente ausentes en los lectores promedio,
como yo, y tal vez en algunos por encima de estos.
Una
avalancha de obras, de todos los géneros y todos los tiempos a muy bajo precio
cayó sobre los lectores con posterioridad al 59. Ya para los 70 había leído
casi toda la obra de Onelio, que constituía, en ese momento, prácticamente la
mayor parte de la misma.
En
este alud de maravillas se me difuminaba la obra de nuestro cuentero nacional,
aunque siempre perseguí sus nuevos cuentos y otros escritos.
Ahora
se juntan el centenario del nacimiento del escritor y mi convicción de que tuvo
que ver en mi formación mucho más de lo que pensaba, esto lo voy comprobando
según releo sus narraciones. Creo que su aporte mayor, en mi caso (posiblemente
no solo en el mío), fue enseñarme a conocer mi propio país y sus pobladores,
como buen joven urbano desconocía muchos de nuestros paisajes rurales y sus
moradores. ¡Cómo al margen de toda retórica y todo “teque” puso Onelio delante
de mis ojos las verdaderas vidas de aquellos cubanos! Otro descubrimiento,
ahora que choco nuevamente con su obra, es que aquella prosa que me parecía
exenta de complicaciones, nunca aburrida, es de una originalidad y exquisitez
literaria inédita.
De
sus cuentos aunque todos me impresionaron por una u otra razón abordaré dos que
me transmitieron sentimientos y enseñanzas inolvidables (además me gustan
especialmente): Francisca y la muerte y En la ciénaga, el primero escrito en 1973, muy conocido, se ha adaptado
para la televisión, aquí hay un derroche de imaginación en función de uno de
los valores que debía ser el más apreciado por el ser humano: el trabajo
social. Pero no pensemos que solamente en este cuento Onelio nos presenta
moralejas asociadas a valores humanos, cuando toda su obra esta permeada de
ello, he aquí otra de sus virtudes, que por añadidura cobra impresionante
actualidad para los cubanos de ahora.
La
fantasía de Francisca…nos impacta, nos toca de cerca y empezamos a temerle a
esos momentos de descanso que pueden ser muy bien aprovechados por la parca. Y
lo que nos preocupa es que la muerte realiza con rigor su trabajo, es
perseverante, busca denodadamente a la atareada campesina hasta el final de su
horario de trabajo que es la hora en que sale el tren. Ella con su guadaña
también cumple una importante función social y quien lo dude remítase a la obra
de José Saramago “Las intermitencias de la muerte”. Estamos seguros que al día
siguiente vendrá por otro, ¿correrá la misma suerte que Francisca?, podemos
decir si somos religiosos “solo la fe nos salvará”, pero todos podremos decir
“solo el trabajo nos salvará”. Los perezosos engrosan el camposanto. Deberíamos
pensar que si todos fueran como nuestra Panchita, la muerte se iría siempre en
blanco y caeríamos en la historia de Saramago, pero no confundamos las fábulas,
en el caso de la narración del lusitano la muerte respetaba a todos: los buenos
y los malos, los afanosos y los vagos, los jóvenes y los viejos, los sanos y
los enfermos. Nuestra muerte, sin embargo, se esforzaba por cumplir su tarea
con los sentenciados o como ella dice los cumplidos, solo que en el caso de la
labriega, posiblemente demandada por sus muchos años de vida, se encontró con
una mujer todavía útil y laboriosa. Y aquí veo otra enseñanza, que estoy seguro
estaba también en la mira de Cardoso, no subestimar a los mayores, a los que
todavía aportan, por lo general mucho a la comunidad, pero atención que esto es
también de gran actualidad en nuestra envejecida sociedad de hoy.
En la ciénaga, un relato que recrea la realidad, tal vez
menos popular, pero de una fuerza apabullante. Me gustó mucho cuando lo leí por
primera vez. Lo he releído ahora pero realmente lo recordaba con lujo de
detalles.
Una
de la maravillas de la literatura es que puede hacerte ver la realidad mejor
que la propia realidad. Este fue el mayor impacto que sentí cuando leí esta
historia escrita en 1961. Ya habían pasado unos años de Revolución, pero no
tantos para olvidar el pasado. Aunque ya sabía, o creía saber, lo que era la
pobreza y el sufrimiento, nunca lo pude apreciar adecuadamente hasta concluir
la lectura de la pequeña odisea que transcurre en aquel lugar tan cercano pero
tan lejano de lo que era mi hogar en la capital del país. En la época que
acontece el relato, me creía pobre, vivía en un solar de la Habana Vieja , con
amiguitos negros de padres sin trabajo. Mi propio padre trabajaba de 7 de la
mañana a 7 de la noche de lunes a sábado como “dueño” de un Café para
mantenernos a mi madre y a mí, aunque teníamos quinta, nunca me faltó la
atención médica e iba a la escuela. Me consideraba pobre, lo era, teníamos solo
lo indispensable. Así pude conocer de geografía y sabía de mapas y sabía que
aquella parte de la isla con forma de zapato se llamaba “La península de
Zapata”, pero no sabía lo más importante: ¿quiénes vivían allí?, ¿cómo vivían? ni
qué era un carbonero. Aunque conocía el carbón que se expendía en unos carros
tirados por caballos y le llamábamos carbonero al que lo vendía, no sabía de
dónde salían aquellas piedras negras que ardían con tanta facilidad. Estaba
lejos de pensar que el verdadero carbonero era el que reflejaría el escritor en
este y otros relatos.
La
lectura de En la ciénaga, me
develó el error: la verdadera pobreza no era la mía ni estaba donde yo vivía
sino a unos pocos kilómetros de distancia. Pero, hay algo más que no advertí en
mi primera lectura (porque la profundidad de los textos de Onelio también
necesitan de un lector atento), fue descubrir que allí en ese mundo de fango,
mangle, calor y mosquitos, residía también la verdadera fuerza, el tesón, como
valor para conseguir nobles objetivos o la supervivencia. Cuando el gallego
dice “maldito sea, lo hubiera largado al agua” refiriéndose al hijo muerto, se
arrepiente inmediatamente porque se siente un hombre vencido pero no derrotado.
Es el viejo Santiago cenaguero que Hemingway nunca habría podido inventar.
Ya
en el momento que Cardoso escribe este cuento había una voluntad para cambiar
la situación de aquellas existencias, de hecho estaba cambiando, pero tal vez
el relato viene a reforzar esa voluntad, pues como apunta Jaime Saruzki, su
obra “reclama el derecho y la necesidad
de esos hombres al pleno disfrute de otras vertientes de la realidad”.
No
por gusto, y eso me lo expliqué mejor después de leer los cuentos de Onelio
acerca de los habitantes de la península de Zapata, Fidel pasó la primera
nochebuena de la Revolución
con aquellos carboneros y sus familias, tal vez si no los más pobres, los más
olvidados de aquellos tiempos de pobreza.
Los relatos que acabo de comentar están
emparentados por la muerte, la imposible muerte de Francisca por un lado y la
inevitable muerte del pequeño por el otro, son, sin embargo, ante todo,
promotores de valores, de optimismo ante el futuro de los seres humanos.
No
quiero dejar de mencionar una de las aristas más nobles de la obra del
escritor: sus cuentos para niños, disfrutados intensamente por mí, ya como
adulto y por mi hijo cuando aún sin saber leer se le leía El cangrejo volador, Caballito blanco, El canto de la cigarra… Estos cuentos (y quizás otros suyos no clasificados
como para infantes) debían considerarse como los “clásicos para niños” (por lo
menos niños cubanos) pues la información que brindan no la van a encontrar en la Cenicienta ni en Blanca
Nieves ni en la sempiterna Caperucita Roja. Creo que llenarían un vacío que
existe en la incipiente formación de los más pequeños, que viven en un país
donde no hay nieve, ni lobos, ni príncipes, ni castillos. ¡No desperdiciemos
este legado!
Mi
hijo resultó ser un buen lector y aún mantiene esa cualidad a pesar de la
computadora.
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