viernes, 14 de octubre de 2016
“Encontrar la salida en medio de la niebla” de Eric Caraballoso Díaz / PREMIO Proyecto de Promoción Literaria CLAUSTROFOBIAS / V Concurso Caridad Pineda In Memoriam 2016
No, no me digas que nunca lo has sentido. Que ni
una sola vez has escuchado el aullido metálico de los alambres del Tinglado, el
chirriar de los botones de la máquina del Orden. Que no te has perdido minutos,
o quizás días, o quizás meses, en la gruesa niebla que disparan sus tuberías
infernales. Que no hayas pensado en escapar. No, no creo que hayas pasado toda
tu vida con semejante felicidad.
No me preguntes de dónde he sacado esas ideas, cómo
he podido creerme ese amasijo de estupideces. No me digas que todo no es más
que una invención del alucinado cerebro del Jefe Bromden. O el fruto de la fantasía
marginada y sicodélica de Ken Kesey, puesta en blanco y negro en una pérfida
novela. No es verdad. Yo leí el libro y puedo decirte que solo entonces empecé
a comprender muchas cosas. Que solo entonces se me descubrieron tan nítidas las
trampas del mundo.
Conmociona. Leer Alguien voló sobre el nido del cuco
estruja los nervios. Te
aprieta la garganta y dinamita la estática realidad a tu alrededor. Como si de
repente estuvieras en una montaña rusa o en una pintura cubista, como si en vez
de sangre corriera por tus venas una mezcla de ácido lisérgico y libertad.
Desata uno por uno tus sentimientos: la ira, la incredulidad, la alegría, el
pánico, la admiración, el valor. Nunca eres más libre que cuando entiendes que
no lo eres, o al menos que no lo eres como pensabas. Y entiendes que puedes,
que tienes que hacer algo.
Ken Kesey lo sabía: el mundo puede cortarte
las alas, el Tinglado puede hacerte más pequeño. Hacerte creer que mejor dejas
las cosas como están, que no puedes —que nunca podrás— hacer nada para
cambiarlas. Por eso se sentó un buen día y escribió su maldita novela. Para
liberarse. Una
novela con personajes malditos, tan frenéticos y perturbados que habían
olvidado lo que era la libertad. El Jefe Bromden no era libre. Harding no era libre. Scanlon no era
libre. Cheswick no era libre. Billy Bibbit no era libre. Martini no era libre.
Sefelt no era libre. La
máquina del Orden los había domado. La Gran Enfermera los tenía en un puño. Pero eso iba a
cambiar.
Nadie me lo contó, yo lo leí. Yo vi aparecer al pelirrojo
McMurphy en el pabellón psiquiátrico, lo vi hacer su entrada triunfal con sus
brazos fuertes y su sonrisa desafiante. Lo vi sacudir el letargo de la sala y congelar
la sonrisa mecánica de la Gran Enfermera. Lo vi hacer crecer al Jefe Bromden y paralizar
las tuberías de esparcir la niebla. Lo vi repartir valentía y dignidad entre
los internos, mientras les esquilaba hasta el último dólar. Lo vi cambiar las
reglas del juego, tanto que por momentos muchos pensaron que podía lograrlo, y
ellos con él. Lo vi tentar la suerte y entregar su vida, como un mártir feroz.
Randle P. McMurphy, el incorregible. Randle P.
McMurphy, el subversivo. Randle P. McMurphy, el tahúr. Randle P. McMurphy, el pillo.
Randle P. McMurphy, el desquiciado. Randle P. McMurphy, el inquebrantable. El
Gran Lunático de los Agudos y los Crónicos. El capitán del baloncesto y los
juegos de cartas. El bebedor de vodka con jarabe. El amante generoso de las
prostitutas. El duro adversario de la señorita Ratched. El vencedor de la
terapia electroconvulsiva. El héroe a la medida de la locura.
No digo que McMurphy sea el mejor ejemplo. No digo
que haya que colgar su foto en los murales ni poner su nombre a una epopeya. Aunque
bien se pudiera. Sus cualidades no lo encumbrarían en un escalafón de santos.
Tampoco entraría en el listado de los grandes triunfadores. El mundo, movido
por la máquina del Orden, podría olvidarlo en un minuto. O peor, según los
dictados de la Gran Enfermera, convertirlo en la ejemplarizante imagen de la
derrota. Pero, una vez que has leído el libro, una vez que has conocido de su
descaro y su sacrificio, ya no puedes olvidarlo. Yo no pude.
Hay pasajes imborrables en la novela, momentos que
te golpean como un corrientazo. Son lecciones para la vida. Por ellas, a
McMurphy bien hubiesen podido darle un doctorado Honoris causa. Un título de oro en tenacidad, en orgullo jamás
pisoteado. Si el libro no fuera mucho más —y lo es— solo por ellas ya merece la
pena adentrarse en sus páginas. Penetrar ahí, en el encierro agobiante del manicomio,
verlo todo con los ojos del Jefe Bromden y las ácidas palabras de Ken Kesey.
McMurphy apuesta que puede con un pesado panel de
cemento y acero. Los demás internos le advierten, saben que es imposible que el
pelirrojo, por fuerte que sea, logre levantar el panel y lanzarlo contra la
rejilla metálica de la ventana. Aun así, McMurphy acepta el reto. Sus venas se
hinchan, sus brazos se tensan, sus dientes se aprietan en la cavidad de su
boca. Por un instante, el crujir del cemento hace temer a todos que pueda
lograrlo. Pero no puede, nunca hubiese podido. Y apenas recupera el aliento
paga su deuda con las manos agarrotadas. Antes de salir, sin embargo, se vuelve
hacia sus compañeros. Al menos lo he intentado —les espeta satisfecho—. Maldita
sea, al menos nadie puede reprocharme eso, ¿no?
Poco después, McMurphy logra uno de sus mayores triunfos
sobre la Gran Enfermera. Consigue convencer a la mayoría de los internos,
incluido el Jefe Bromden, de que voten para ver los partidos de la Serie
Mundial. La señorita Ratched se hincha de rabia, pero no se da por vencida.
Solo espera. Y cuando McMurphy deja de trabajar y se sienta frente al televisor
con un cigarrillo encendido, ella acciona el interruptor desde la distancia y
la pantalla se tiñe de gris. Parece que ha ganado, parece que el viejo Mac no
tendrá más remedio que volver a las tareas de limpieza. Pero en cambio,
permanece frente al televisor apagado, como si el juego realmente pudiera
verse, como si la Gran Enfermera no estuviese chillándole para que volviese al
trabajo. Victorioso, recibe a su lado a los otros internos, mientras la máquina
del Orden tiene un cortocircuito.
Un último pasaje. Al final del libro, McMurphy
logra que sus amigas, las rubias y alegres Sandy y Candy, le hagan una visita
al manicomio. Es una noche intensa y desaforada en la que el alcohol hace
aflorar la valentía. Una noche que no podía terminar bien. Al amanecer, el
colorado McMurphy es descubierto con una de las muchachas y el tartamudo Billy
Bibbit aparece junto a la otra. La Gran Enfermera sabe que ha llegado su oportunidad.
Sin embargo, un descuido le ofrece al pelirrojo la oportunidad de escapar. No
lo hace. Ante el asombro de sus compañeros decide afrontar su destino, pelear
como un buen boxeador hasta el final. Y cuando el suicidio de Billy cae como
una bomba en el pabellón, ya nadie, ni siquiera el Jefe Bromden, podrá detener
la marcha de sus poderosas manos hacia el cuello de la señorita Ratched.
No voy a contar más. Si has llegado hasta aquí, si
como yo has leído la novela y has ido despertando con sus páginas —como mismo despertó
el Jefe Bromden—, entonces sabes que el Tinglado existe pero no es invencible. Que
la niebla que disparan sus tuberías puede nublar la vista por un tiempo pero
nunca doblegar tu voluntad. Sabes, debes saber, que la libertad es una elección
individual y que incluso el riesgo y la batalla son apetecibles si con ello
hacemos estallar los límites en que las Grandes Enfermeras del mundo intentan
encerrarnos.
Así que no quiero que me digas que el final del
libro es triste o pesimista. Que la lobotomía de McMurphy es la consecuencia merecida
por su desparpajo. Que la máquina del Orden se las arregla siempre para
reiniciarse. Que la única libertad posible entraña salir huyendo por la puerta
de atrás. La libertad, ciertamente, puede ser escurridiza, pero una vez que
está contigo desaparece el miedo y una alegría indescriptible te acompaña
mientras corres ligero bajo la luna. La carrera final del Jefe Bromden es, de
cierta manera, nuestra propia carrera, la carrera que todos deberíamos hacer
alguna vez.
Cuando la niebla empieza a agolparse ante mis ojos
y el chirrido metálico de los botones del Tinglado hace por mellar mis
esperanzas, pienso en el pelirrojo McMurphy, en el destello de valor y
humanidad que despertó en sus lunáticos compañeros, y sigo adelante.
Como el Jefe Bromden, sé que, a
pesar de todo, puedo ser capaz de encontrar la salida. Tú también puedes.
Periodista y escritor radial. Máster en Cultura
Latinoamericana. Graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge
Cardoso. Autor del libro
La palabra en el aire. Memorias de la radio santiaguera. Otros
trabajos suyos aparecen en varias publicaciones y antologías. Durante una década
trabajó en la emisora CMDV Radio Siboney de Santiago de Cuba.
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