♠ Finalista del Concurso Nacional de Crónicas Miguel Ángel de la Torre, Cienfuegos 2010
Jesús Adonis Martínez Peña
¿De dónde venimos?; ¿hacia dónde vamos?: he aquí los cabos sueltos del misterio humano. Extremos opuestos velados por una misma oscuridad; los indicios definitivos del “ser o no ser” shakespeareano o, tal vez, la impugnación de tal disyuntiva, aún demasiado fácil, y el alumbramiento de la esencia del hombre-paradoja, esclavo y señor de un ser y no ser perpetuo. Las estaciones última y primera nos están vedadas, pero… ¡tremendo empacho trascendentalista! ¡Basta ya de juzgar a Shakespeare y de tanta otra impudicia que olvida al Mono, pariente mío desde las clases de Ciencias de la Primaria!
Lo dice otro inglés, Darwin: yo vengo del Mono, por las rutas de mi madre y de mi padre. Pero aquí también falta un eslabón, así que elijo otra ciencia para rastrearme: la memoria, sin magdalena, ni Proust para escribirla. ¡Lo siento!
Esgrimo la cuerda del pasado, que habitualmente se pierde al pie de un juguete antiguo o alguna voz familiar. Desando. Me detengo en un lugar especial. Mi pueblo. Regreso desde mi pueblo, ¡me gusta llamarle así! He venido, re-andando, hasta aquí. Escribo.
Por supuesto, ni Combray, ni Yoknapatawpha, ni Santa María, ni Macondo. CPA Cuba Socialista, en el “Camino del Cuajaní”: eran los pintorescos apelativos del asentamiento extra-urbano a donde las estrecheces en casa de mis abuelos nos habían confinado a mi madre, mi padrastro –de estreno por aquellos días - y a mí. El hijo del asfalto hueco y las tejas coloradas de la ciudad de Pinar del Río -protagonista eterna de cierto cuento de hadas- desembarcaba, a los cinco años, en el único pueblo que tuvo alguna vez.
“Mamá, ¿ya yo soy un guajirito?”, señalando algunos arañazos en las rodillas, tras la primera escalada a una mata de mango y dos o tres yerbazales transitados; y mi madre llorando. Aquello fue una desfloración.
El camino -hasta el Cuajaní: una prisión, me había dicho alguien- era largo, pero mi pueblo solo abarcaba una pequeña extensión, algunas decenas de casas en filas a cada lado de la carretera; detrás, “los quimbos”, viviendas de madera, planchas de cinc y piso de tierra pulimentada, donde negros y blancos vivían la inercia de los noventa, tocando su tambor -¿o ponían un bafle?-, dándose buches, sonriendo, procreando y buscando cada amanecer el sustento de los suyos. Lo demás era la bodega, el Consultorio Médico, el Círculo Social y la campiña de Cuba Socialista.
En mi pueblo todo era único, no porque abundaran las maravillas, sino porque faltaba el espacio para segundas cosas. Si había más de uno, era porque había muchísimos: árboles, perros con guasazas, gallinas, pollitos, aunque no tantos huevos… ni tantas gallinas, pensándolo bien. Para nosotros, los chiquillos, nada venía en pares, excepto los zapatos y las medias. Había, por ejemplo, una loma, en la que volé de mi carriola y casi pierdo mis dos únicos dientes de aquella época. Una vega, y era la del viejo Secundino; allí jugábamos a la pelota con bolas de trapo, hasta que el viejo aparecía por el left field, gesticulando y escupiendo amarillo por el tabaco, y nos perseguía porque le pisoteábamos el pasto de sus tres vacas flacas; era una vega inmensa. También había una laguna; “una cochinada”, como decía mi madre –que una vez también dijo “Marianado”-, en la que un día fui buzo por accidente: era espléndido bambolear los pies a dos metros del agua, pero aquel gajo estaba flojo.
La bodega era un animal mitológico, lleno de colas, en ocasiones para un solo producto. “No quiero colao en la cola del pescao”, advertía una pared, pero allí nunca vendieron pescado, así que… El Consultorio, memorable por las zafras de los diez millones… de penicilina que me enganchaban en las nalgas cada vez que tosía dos veces. Ya sé que exagero, pero para mí aquello de inyectarme era un grave problema de salud.
“La institución cultural por excelencia” del pueblo, era el Círculo, que a mí siempre me pareció cuadrado, por lo que, creo, soy el verdadero descubridor de la cuadratura del círculo, al menos, del Círculo Social. Las noches allí eran memorables, decían, porque iban todas las jovencitas muy arregladas, a bailar con la música grabada, a ver películas o a oír a los improvisadores, entre quienes brillaba Yasser, un precoz repentista al que, por cierto, le caí a trompadas una tarde en que “los grandes” nos enguantaron las manos para que boxeáramos. Nunca visité nuestro Coliseo, hasta que no fui un poco más grande, porque yo era buen gladiador, pero no “cantaba nada”, lo admito.
Sin embargo, llegado el momento, allí vi Manos torpes y, a la semana siguiente, Mis manos son más ágiles que el viento, una saga que me tuvo disparando dardos con una cerbatana –mi boca era la rápida- para cualquier lado, hasta que rompí no recuerdo qué cosa y enseguida me rompieron a mí la cerbatana en las canillas. También vi, por primera vez, una telépata de verdad -porque nadie memoriza tantos números de identificación, ni tantos nombres con Y-. Una noche, un mago durmió a su ayudante y la acostó perpendicularmente sobre un cómodo escobillón enhiesto en medio del escenario, sin apoyo visible: era una hermosa composición de Mujer con escoba, una imagen que nada me barrerá de la memoria.
Era “lo real maravilloso” de Cuba Socialista, allá en los noventa: noches cuajadas de mechones de “luz brillante” en cada portal y las estrellas mirando atónitas; “botellas” para ir a la escuela, a un ómnibus ausente de distancia; el agua de pozo, “libre de gérmenes patógenos”; “almácigos copudos”, como los de Martí, pero atravesados por la cerca pirle del patio; coros de ranas en las cunetas; niños manejando tractores, caballos; lentos viejos en bicicleta, a los que se podía adelantar con apurar un poco el paso…
La Habana es otra cosa. Cada mañana, me despierta un claxon o algún frenazo histérico en la avenida, que se alarga, gris, bajo el balcón de mi presente.
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