Reinaldo Cedeño Pineda
Hay momentos que se escapan, que nadie sabe cómo ocurrieron, si acaso pueden suceder. Y casi sin darnos cuenta, estamos al borde del abismo.
Entre el pulgar y el mayor, sostenía un tesoro sólo para él: resplandecía la silueta expuesta al sol, brillaba aquel hombre sobre fondo rojo y una afilada aguja prendida al sello, indicaba el destino del objeto. Para este niño, aquel sello no era un prendedor de solapa, que ni sabía de semejante cosa; sino un talismán, una medalla que había ganado combatiendo solo contra todo un ejército, el pedazo luminiscente de una nave espacial que había aterrizado allí mismo, muy cerca del patio. Y giraba y volvía a girar mientras la luz convertía el metal en un arco iris, un arco iris al alcance. Las manos se intercambian uno de esos momentos y lo que fuera talismán y medalla, arco iris y nave, se volvió de pronto material concreto, un prendedor rectangular con una larga aguja…
En el rostro del niño no cabía tamaño susto, con las palabras atragantadas, atinó a susurrar:
–Abue… me tragué un sello…
Y como la abuela andaba ocupada y con las manos mojadas, no prestó mayor atención a un hecho que se resolvía de una manera tan simple, y dando la espalda, contestó:
–Tómate un vaso de agua
–No, abuela… no es un sello de papel.
No hay quien pueda describir como giró la anciana cuando la estampilla se volvió metal, como perdió el color de un solo golpe, justo cuando los labios del nieto empezaban a tornarse amoratados. Todavía se vivía el relámpago de aturdimiento, tierra de nadie suspendida antes de la reacción, cuando sonó la aldaba de la puerta. Cómo pudo sostenerse camino de la entrada, si aquellas piernas no eran las suyas; cómo pudo extender la mano y girar los dedos –cada uno de ellos– para que el pasador cediera. Sólo dios sabe… si lo sabe. Nada tuvo que preguntar la madre.
Le gustaba mirar aquel rostro abatido por el tiempo, severo, cargado de la augusta serenidad de los años; pero siempre asomaba en él una línea de bondad y una viveza en la mirada que parecía borrar las angustias. Siempre, menos ahora…
Ver la señal en el rostro anciano y lanzarse rumbo a su hijo, fue una sola carrera….
Todo había comenzado una mañana, en que la Maestra vio interrumpida su clase, y una pregunta en suspenso….
-Maestra, maestra… ¿Es verdad que se dice quepo y no cabo ?…
Aunque esa materia no tocaba aún, se aprestaba ya a una respuesta, porque a esas edades no deben quedarse las interrogantes sujetas al aire. Era más difícil de lo que pudiera pensarse, porque explicar la irregularidad de los verbos rompía todas las lógicas, y ella misma pensaba que debía ser cabo y no quepo.
Había que remontarse a razones históricas y léxicas y podía cualquiera perderse en los vericuetos infinitos del idioma y no sabía cuan preparada podía estar la mente infante para semejantes elucubraciones… Iba ensayando la mejor respuesta, cuando un fuerte golpe la devolvió a la realidad, un golpe seco en la puerta.
No habrá que suponer, sino ver como todos dejaron la pizarra y la respuesta, y miraron hacia el lugar de donde provenía el golpe, queriendo traspasar la madera con sus ojos curiosos.
Y La Maestra, preocupada tal vez por una pedrada y por el efecto que hubiera podido causar más allá de una marca en la puerta, salió disparada y los niños detrás de ella, a tropel, que no había nadie que les hubiera podido detener. No había piedra alguna, sino un envoltorio con algo brillante adentro, los gritos para saber qué era, los prendedores que asoman desde su hermoso fondo escarlata, un carmesí más ligero al centro, y sobre la figura de aquel rostro de perfil, unos rayos que emergían...
-¿Quién es, maestra?, preguntaron a coro
-Lenin…
Respondió instintivamente, como si aquel nombre fuera familiar, sin reparar en que quizá nunca lo hubieran oído mencionar, que no había llegado el momento…
Y cuando reaccionaba para enmendarse, ya los niños andaban probando como reaccionaba el sello al sol, haciendo señales en las paredes, dueños del sol de aquí para allá y con una sola expresión
-¡Que bonito...!
Volvería todo a la normalidad, los sellos a su envoltorio, los niños a sus asientos, la maestra a la pizarra, y el quepo y el cabo y Lenin, quedados para otra ocasión… ¿Quién había tirado los sellos? No era ningún misterio, casi podía asegurarse sin margen de error y sin haberlos visto: el regalo vendría de algún vehículo de visitantes moscovitas, o leningradenses, de por allá, de esos que andaban por la Isla tomando el sol que allá se anhela y aquí revienta piedras. Y al ver el enorme cartel de Escuela, quisieron hacer un regalo y entendieron que no había nada mejor que la figura de Lenin, que los pensamientos andan libres por ahí, y allá lanzaron la bolsa, con muchos Lenin estampados y con magnífica puntería.
El prendedor se realizó en lo que era, fue prendido en solapas de camisas, sirvió de regalo en actos y homenajes, y se convirtió en objeto curioso, exótico y hasta en un juguete. Y ya vemos como el hijo de aquella maestra que no se acuerda si tenía cinco o seis años, lo hubo de reconvertir en lo que ya sabemos, debajo del naranjo… ¡qué no puede hacer un niño!
Y como dejamos a La Maestra en una sola carrera, reparemos en que vio a su hijo negruzco, señalando a su garganta. Se tragó el grito, que poco era comparado con lo que había tragado el infante, cargó al hijo sobre sus brazos como había hecho en tantas madrugadas de insomnio años atrás. Y se echó a la calle, sin escuchar lo que decía la abuela, despavorida…
Y entonces, justo en lo mejor del relato, la memoria se extravía y no podrá pedírsele más que la reconstrucción desde ajenos recuerdos, fragmentados, como un rompecabezas al que le faltan piezas. Sólo recuerda y eso a mucho dar, unas luces y unas caras brumosas… antes de perder la conciencia, de dormirse. O acaso, es un recuerdo también reconstruido, armado mucho tiempo después, confundido con tantas historias… y aquel deseo vivo de tomar agua…aquel deseo incontenible… aquel sueño de que tomaba agua… y la madre en la cabecera, pasando el algodón húmedo por los labios… Agua…
Dicen que la abuela rezó, que la madre apretó contra sí la estampa de la Virgen de la Caridad que sólo la madre de Dios podía interceder con su mano divina. Dicen que lo separaron de la muerte, tres milímetros, apenas tres…. cuente, y que la aguja abierta no hincó en la carne interior, que una inmensa pinza extrajo el sello. Y la mano de Dios.
Delante de su cama, hubo un desfile de batas blancas, primero, y cuando se corrió la voz, ya no hubo nada que hacer, mas que tolerar las mismas peguntas. Y hasta entenderlo, que al fin y al cabo aquello, aquello era imposible.
–Que digan lo que quieran, sentenció la abuela. Es un milagro.
El médico no quiso entregar aquel sello extraído camino al esófago. Era su trofeo de caza, o de quirófano. Y lo miraba y lo volvía a mirar, buscando explicaciones, mientras brillaba la aguja intacta, ligeramente abierta. Y lo contó a todos, sosteniendo el prendedor por las dudas, entre el pulgar y el mayor. Los oídos se volvieron lenguas y la historia se convirtió en patrimonio de la comunidad, ganando con el tiempo sus agregados y sus detalles, que de eso no escapa nada, ni nadie.
En el patio, talaron el naranjo inocente. En los años venideros, el mundo cambió tanto que los moscovitas volvieron a su nieve y los leningradenses volvieron al abolengo de su nombre imperial, San Petersburgo... Aquel episodio terrible se tornó profético. Aquella garganta andaba atragantada con la historia.
El niño nunca más ha podido recuperar su nombre, nadie se lo dice. Si lo sabré yo… que soy el niño que se tragó a Lenin.
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