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LAS MANOS EN LA MASA / Reinaldo Cedeño Pineda
Bajaba yo por Aguilera ―la calle, en Santiago digo―, mirando arriba
abajo izquierda derecha, rezando bajito, invocando… cuando de repente, se
apareció ella.
Aun no sabía, no se me había revelado; pero algo era. Una masa amorfa,
semi oculta en su jabita de nylon. Recordé a Carlos Ruiz de la Tejera en su oda
a la jaba que lo mismo hace de curita que de papalote.
―¿Qué es?, pregunté directa y cándidamente.
(Dos palabras pueden cambiarte el día)
―Masa de croqueta
Hice un mohín de disgusto… y seguí.
Ni media cuadra había avanzado, cuando "mi otro yo" me tomó
del cuello, y con eso y el nasobuco, casi me ahogo…
“Oye, pero quién te crees que eres”, me gritó.
(Fue un reprimenda severa)
Di una media vuelta tan perfecta, que mis instructores del concentrado
militar me hubieran felicitado. Y me lancé rumbo a la masa, justo cuando una
señora también lo hacía.
Casi llegamos al mismo tiempo, pero gané en photo finish. Allan Wells
sobre Silvio Leonard en Moscú 80. Y puse mi mano sobre la masa.
La señora no se conformó ante una victoria arrancada sobre la misma
meta, esfumada en un segundo. Hizo suyo aquel refrán: del que no llora… puso
rostro de Gina Cabrera seducida y abandonada, de María Estuardo justo antes del
hacha, y me soltó… “soy una vieja”.
Cuando una dama admite eso... se está gastando la última bala, quiere
darte un ippón, está intentando una canasta de tres puntos justo antes de que
suene la chicharra,
Todas las articulaciones se me aflojaron. La contemplé con atención. Yo
pasé la media rueda, casi tengo 52. Tal vez tendría dos o tres años más,
todavía se le adivinaban ciertas curvas. La pregonada "vejentud" no
asomaba por ninguna parte.
(Era la última masa, la última jaba, sin más apelaciones)
Y, como el humor salva, como el cubano es como es, Arredondo se me puso
al tiro, me prestó una de sus morcillas, y le solté aquello:
―Yo también soy viejo… pero me mantengo.
Vaya… Ahí mismo el mundo se desarmó, bajó la guardia, se acabó el abuso…
digo el agravio. La dependienta expandió una sonora carcajada, la derrotada
hizo lo mismo… y yo salí triunfante con las manos en la masa.
֎ CAÑANDONGA PLUS... / Reinaldo Cedeño
Pineda
Está en el pináculo de su fama. Ha ascendido meteóricamente. Se cotiza
al alza. La humilde, humildísima planta, se ha convertido de pronto en
estrella, ha pasado de corista a vedette. Una Fornés de la flora antillana.
De apestada a coronada. ¿Quién se lo iba a decir?!
Cuando otras se han ausentado, ella está ahí, imbatible, enhiesta, al
pie de la batalla. A veces de partenaire con el mango, bailando un pas de deux.
A veces en solitario. Pero renuente a dejar el escenario.
Sí, esa misma, "la vaina cilíndrica de media vara de largo"
según la descripción (cuasi fálica) de Roig, del ilustre Juan Tomás.
He sorprendido a una amiga quitando las semilas, echando su masa dulce
en la batidora . Casi la veo ruborizada. Ella que decía... que no, que no
quería, que no.... pues ha rectificado y donde dijo NO, hoy dice CAÑANDONGA.
(Vamos, sinceridades, que hay otros olores fuertes... y nos encantan...)
Los que no la conocéis, apuraos, corred. Los que la miraban de soslayo,
desde arriba, a la distancia, ya no podrán escamotearle un reconocimiento a su
voluntad.
Algunos ya andan innovando el tocado de Carmen Miranda, con CAÑANDONGA y
mapén en la cabeza. Ya quisieran muchos recibirla en la casa, y no por su
belleza precisamente. Tropicana ya tiene su próxima idea, tropical, autóctona,
cubanísima.
(Sería un poco más dificil para la Baker, la Josephine, bailar con
CAÑANDONGAS alrededor de su cintura)
Como Antonio Machado, el poeta, "quiero anotar en mi carpeta",
la gracia de tu estirpe, CAÑANDONGA
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INGENUIDAD
La ingenuidad es una sensación difícil de aprehender. Es un vuelco, una
libélula. Tiene un surrealismo, una zona mágica que te desarma. Ella te aguarda
en cualquier sitio para darte su toque dulce, su leve estocada.
Tras muchos días de encierro (digo de aislamiento social, ah y de
teletrabajo), tuve que salir a unas gestiones inaplazables y decidí probar
suerte en una tienda. Y cual no sería mi sorpresa, cuando llegué... ohh… todo
vacío… Empujé la puerta con aire triunfal. Me sentí elegido, lo tengo que
reconocer. Ese tal vez fue mi pecado.
Extendí mis manos en la palangana de la entrada (roja palangana, hermosa
palangana, ay Teresita), ante la amable compañera que te higieniza las manos.
Como suelen hacerlo tan rápido y al ver que no accionaba , ¡caramba que raro!,
alcé mi voz, lo que pude detrás del nasobuco y completé con un movimiento de
manos. El lenguaje de señas nunca falla...
Abrió ella los ojos, giró la cabeza despacio, dueña de la situación…
―Oiga, pida el último… la cola es allá… y seguí el viaje de su brazo en
el espacio…
―Ah, disculpe, disculpe… Me sentí apenado, francamente. Y empujé la
puerta en reversa.
Allá era al doblar, fuera de mi línea visual, allaaaaaá. Eché una
ojeada. Enseguida supe, me lo indicaron mis sensores emocionales y biológicos,
que era la hora de regresar a casa.
Y aquí estoy, “absente colis”, contándoles del día en que la ingenuidad
me dio su toque dulce, su leve estocada.