lunes, 28 de octubre de 2013
CRONICAR es SALVAR
(En la mesa, de izquierda a derecha, los cronistas Michel Contreras, Pepe Alejandro Rodríguez y Reinaldo Cedeño)
♣ Conferencia dictada por el autor como parte
del panel “¿Cómo escribo mis crónicas?”
desarrollado en el VIII Encuentro Nacional de la Crónica Miguel Ángel de la Torre , Cienfuegos, 25 de
octubre de 2013.
Tal vez mis primeras crónicas debieron
escribirse en la vieja senda de las carretas, por los trillos que llevaban a
mis padres y a mis primos, San Luis adentro. ¿Qué tenían aquellos caminos donde
todos se volvían más jóvenes?
Debieron escribirse cuando mi madre, salida del Infierno, de las vendas,
del fuego; pudo alzar su brazo marcado hasta lo alto del pizarrón, y escribir, uno por uno, el nombre de sus
alumnos.
Debieron escribirse el día en que un prendedor con la efigie de Lenin y
su largo alfiler, fueron a parar a mi garganta. El cirujano explicó
científicamente que el metal estuvo a tres milímetros del final y me bautizó
como “El niño que se tragó a Lenin”; pero mi abuela replicó con indiferencia
—con insolencia casi—, que aquello era un milagro y apretó la efigie de la Virgen de la Caridad que llevaba en su
cartera.
Y digo
debieron escribirse, porque estos pedazos de mi niñez, solo vieron la luz en
2011 en el libro El hueso en el papel (Editorial
Oriente). Crónicas íntimas las llamé entonces, no tenía otro nombre para
darles, ni lo tengo ahora. Allí estaban, en algún sitio de la memoria, aunque
todavía no eran letra. ¿Desde la
perspectiva de la evocación, desde esa revisitación, pueden construirse las mejores crónicas?
También me lo pregunto. Me temo que tengo más preguntas que respuestas.
Siempre he creído que la crónica no está en el hecho, sino en la mente.
Un cronista es ojo avizor y carne viva. Su fruto, la crónica, es una flama
resguardada de todos los demonios.
No
creo en los purismos —estoy muy alejado de ellos—. Son tiempos híbridos,
tiempos de fusión. Nunca he tomado parte en las bizantinas discusiones de si,
acaso, la crónica es periodismo o es literatura. La grandeza no se mide por la
realidad o la ficción que encarna un texto, ni por la brevedad de una plana o
la holgura de un libro; sino por otras profundidades, esas que hacen posible
hallar luz donde una mayoría pasa de largo. Se ha perdido demasiado tiempo en
eso. Otros que levanten los muros o los puentes entre periodismo y literatura:
yo escribo.
Una
crónica es una síntesis perfecta —
conociendo de antemano que tal perfección es una quimera en permanente vuelo—. Lo es la frase martiana “Dicha grande” de su diario de
Cabo Haitiano a Dos Ríos. En dos palabras
retrató el momento en que las ansias de
patriota toman su lo cubano, aunque fuera en la estrecha faja de costa, en los
peñascos de Playitas.
La
crónica es una gota destilada por mil filtros. Es una ópera en miniatura y como
tal ha de vibrar. Es el latido más que el corazón, la pincelada más que el
cuadro. La crónica es intensidad por antonomasia.
Dulce
María Loynaz escribió en su libro Un verano en Tenerife —¿relatos o crónicas de
viaje?—, unas líneas que se refieren al modus operandi del director de un diario
de Canarias, pero que deberían
eternizarse en bronce en todas las escuelas de periodismo: “(…) tiene esa mente
alerta. Ágil, inconfundible del periodista. Sea cual fuere el tema, extrae de
él, con precisión de abeja, lo que sirve, y del resto prescinde, va a otra
flor” (1)
Un
cronista es eso, un libador de esencias.
Soy
un cinéfilo empedernido. Hace muy poco me detuve en la cinta Cecilia, del esteta del cine cubano, Humberto Solás. La madre de
Leonardo que interpreta Raquel Revuelta avanza por el largo pasillo, imponente,
hierática. El sonido de sus tacones solo dice una cosa: estoy aquí. Toma
asiento. Escoge las palabras para dirigirse al Capitán General de la Isla , las susurra:
—Excelencia, vengo a denunciar un caso de conspiración contra el poder
de su majestad… Mi hijo Leonardo ha sido víctima de los enredos, de los vicios
de una mujerzuela…
El
rostro de la señora se demuda, se contrae. Las manos sarmentosas acarician el
pañuelo. La atención del Capitán General es absoluta. Un instante de duda… y la
madre sube el tono, remarca su abolengo y sus posesiones. Su objetivo es uno:
salvar a su hijo. Todo vale. Lo ha rendido en su propia mesa. Y al final, se
esfuma por el largo pasillo, como una aparición.
Así
deberían ser las crónicas: entrada imponente, recursos expresivos en función
del propósito trazado, creación de atmósfera
y cierre mágico. Una crónica es el relato emocional de un hecho. Como
dijera el viejo conocido Martín Vivaldi: “es lo que pasa por dentro del
acontecimiento... la noticia exprimida, quintaesenciada”. (2)
Tal
vez albergo algunas herejías. Muchos textos más o menos académicos, más o menos
prácticos, hablan del uso de “recursos literarios” en la crónica. Seguimos al
pelo sobre los clichés. Esos recursos no son privativos de la literatura,
son inherentes a la lengua. No se toman
prestados ad hoc y se obvian en el resto de los géneros. No constituye un
“pecado” profesional. Lo pecaminoso debería ser soportar tanto trabajo anodino,
decantado, inflado, que muere antes de nacer
Esos
“recursos literarios” surgieron por una necesidad comunicativa, no solo por
imperativos estéticos. No hay sofisma alguno. Esas concepciones in extremis han llevado a cobijar mucha prosa
meliflua, mucha poesía de quinta en nuestros medios. El
lenguaje metafórico, las construcciones más complejas, el afán de la belleza,
la suspensión… toda esa fuerza expresiva
ha de estar —eso sí—, a la par de su función comunicativa. Un río por su cauce, porque los
desbordes, inundan.
Se
impone una revisión a fondo de las rutinas productivas de nuestros mass media. Una crónica es imposible de
planificar. Por supuesto, usted podrá amalgamar datos bajo presión e incluso agregar
música al coctel; pero si el hecho no le ha tocado, solo logrará — si algo
logra—, una mezcla inodora e insípida, como agua que no calma la sed.
Una crónica nunca es un adorno; es una
penetración.
En 1996, Gabriel García Márquez visitó
Santiago de Cuba. Estudié sus propuestas sobre el idioma, leí Memorias de mis putas tristes, volví sobre Cien años de soledad… Preparé mis preguntas para toda una
página si era menester. El Nobel de Aracataca se asomó a una sala del teatro
Heredia. Bolígrafos, libros, agendas… hasta servilletas, reclamando sus
autógrafos. Salían de todos los rincones. Respondió unas pocas interrogantes y
cuando todo parecía listo para el
abordaje definitivo, un señor hizo la señal que dio por terminada la
improvisada conferencia. Quedé tirado, prendido al suelo, como una piedra. Le
conminó a irse, le dio un pequeño
empujón y lo subió a un auto negro. Fue solo exceso de celos en su cuidado,
pero mi página soñada se convirtió en unos párrafos. Resultó a la larga, una
crónica obligatoria:“El secuestro de García Márquez” El Gabo
había dicho una vez que el secreto del periodismo está en fabular. Así que le
di una taza de su propio chocolate.
A veces
la crónica va rumiando por tu mente, hasta que “cae de manera natural”, como
Chaikovsky, que pedía a gritos sacar la música que sonaba en su cabeza. Otras,
la crónica te asalta: Puente de Aguilera, Guantánamo, río Guaso —río niño al
que miraba todos los días desde mi altura—. Su crecida alcanzó las barandas del
puente. Vi chocar árboles desgajados contra los pilotes, vi morir a muchas
personas en el corazón indomable de las aguas.
¿Qué habré dicho? ¿Qué colores tendría aquella crónica en vivo? A veces las
palabras son como la sangre.
Permítaseme aún ilustrar con otras dos vivencias. Todo valía un potosí
en medio del período especial. Mi familia
necesitaba incrementar sus fondos, era cuestión de supervivencia. Tomé un caldero
y empecé a tostar maní. Al fin, era un trabajo honrado. Mi habilidad para
lograr el punto exacto y para hacer los conos de papel, fue creciendo hasta que
me sentí un especialista. La crónica llegaría después, mucho después: “Si
vieras que libros van cayendo. Si me vieras bajo este sol mulato, si vieras mis
zapatos. Si me viras, Rita Montaner”. Unos fragmentos recuperados a memoria.
Sandy,
ese nombre, debería estar proscrito Después de once días sin electricidad,
fuera de la civilización, llegó la caravana de eléctricos a mi bario. La
bandera cubana al frente. Nunca la vi flotar así, nunca la vi surcar el aire
con tanta gallardía. De esos dolores, de esos estremecimientos salieron mis
“Crónicas oscuras”.
Como
hierro candente ha marcado mi memoria una crónica dedicada a un nido de
bibijagua, obra del maestro Rolando González en su inolvidable programa
televisivo Guión 5; o el “Canto por el último lugar” de Víctor Joaquín
Ortega sobre al célebre corredora polaca Irene Szewinska. Todavía la veo —gracias
al cronista—, con el labio mordido, derrotada por los años más que por las
rivales. Lo confieso: jamás se me hubieran ocurrido esos temas; pero la lección
va aprendida: Nada hay tan pequeño, que no pueda engendrar una crónica
grande.
En una
entrevista sobre mi blog
La Isla y la Espina , me preguntaron si vivir en provincia no me limitaba en
cuanto a las historias a contar. “Es
cierto que es una especie de
cimarronaje”, respondí. “Tal vez no escriba de los hechos más famosos o
de los personajes más populares; pero eso nunca me ha preocupado. Hay otras
historias esperándonos, igual de estremecedoras”.
La crónica es una apuesta profunda al ser
humano. La crónica es el mar, el cronista es la ola. Cronicar es estremecer.
Cronicar es salvar.
NOTAS
(1) Dulce María Loynaz. Un verano en Tenerife, Editorial Letras Cubanas, La Habana , 1994, p. 101
(2) Winston Orillo: Cesar Vallejo: los géneros periodísticos, Editorial Félix Varela-
Pablo de la Torriente ,
La Habana ,
2009, pp.62-63.
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