martes, 22 de octubre de 2013
Especial desde CHILE / LOS TRENES SE VAN AL PURGATORIO: primer acercamiento de un viaje a la muerte
Por JAZZ CORTIÑA MARTÍNEZ
Desde el
pasado mes de septiembre y durante todo el mes de octubre el Teatro Pedro de La Barra presenta la versión
teatral de un texto para nada ajeno a Chile y a toda la tierra del norte: Los Trenes
se van al Purgatorio del laureado escritor Hernán Rivera
Letelier. El espectáculo escénico, de mismo nombre, cuenta con el arreglo
dramatúrgico y la dirección de Alberto Olguín Durán, director de la sede en
cuestión y la que tiene a su haber un elenco que cuenta con los integrantes
habituales de la compañía y con otros invitados, muchos de ellos jóvenes que se
muestran al teatro profesional por primera vez.
La novela
puesta en espacio es siempre un placer infinito pues el juego que traza el
espectador con los demonios nacidos en la dimensionalidad, se magnifican o se
intensifican o simplemente cambian de rumbo o dejan de existir con las miradas,
que un creador pone a disposición de lo
tridimensional.
La obra de la compañía del Pedro de la Barra se enlaza con el texto
de Rivera Letelier en puntos medulares como los propios personajes, los textos,
las historias que cruzan la interminable tierra desértica y el amor eterno de
Leoncio Santos. Sin embargo crea un universo completamente nuevo, a mi manera
de ver, debido a que Olguín se apoya en recursos que apuntan a un expresionismo
teatral y desde ahí proyecta su punto de
vista con respecto a la novela. Esta característica me parece un acertado
camino para dialogar sobre el deceso de entes que no se reconocen espectros
y edificar un discurso devastador en torno a
la muerte, las penas, las frustraciones, y la inalcanzable vida que nos
mira ahora mismo en cualquier lugar del mundo.
Desde el
maquillaje a base de un blanco acentuado en los rostros, el
leimotiv en el que los
personajes desforman sus facciones y
emiten sonidos onomatopéyicos, pasando por la manera en la que abordan el tren,
hasta el enigmático instante en que los actores ponen a saltar a sus pollitos
de cuerdas para enunciar la violación de la que ha sido objeto la niña Sol María; contribuyen a que el
espectador se adentre en un laberinto sin
fin y cuyo motivo al parecer es generar la angustia y la desazón. Todos;
métodos y maneras que remiten al expresionismo.
Ahora bien,
dicho trayecto en la puesta en escena se ve mortificado por momentos debido a
la inconsistencia del quorum actoral. Se manejan los intérpretes en sentido
general dentro de una cuerda realista que considero es poco factible. Por ende
cuando tienen que asumir posturas espectrales los cambios son bruscos, deudores
de esa concatenación que permita asumir
sus constantes ires y venires dentro del mundo mistérico del que son
residentes. Quizás por eso, los instantes coreografiados denuncian una falta de
marcialidad, cadencia, serenidad, escucha del actor que comparte conmigo una escena.
El grupo de
actores llena el espacio de una energía plausible y efusiva, pero los focos de
atención se disipan, se pierden. Esta es una obra que no posee accción transversal
clara porque se basa fundamentalmente en la exposición de las historias de los
personajes. Coexisten tantas subtramas como caracteres en la escena, por tanto, considero que los puntos
importantes de solidificación radican en
la fluidez, la precisión y sobre todo en las acciones que realizan los actores
cuando se hallan en segundo plano. Un
ejemplo muy claro es la escena donde el interés dramático se dirige hacia la
niña violada y la Madre
dice saber que la ha pasado observando magistralmente a Pancho Carrosa. Salvo
la mirada queda de Madame Luvertina sobre la escena, el resto varía, se escapa. En un tren real
pueden pasar fenómenos como ese: está lleno de gente, cada cuál anda con una
razón completamente distinta; mas esta no es la realidad: esta es una obra de
arte. Valdría reconocer tres personajes que me llevaron de un lado a otro, una
y otra y otra vez; por la sinceridad, por la actitud, por la limpieza y la
mirada clara que entregaron los actores
que los encarnan: Pancho Carroza, La
Madre y Madame Luvertina.
Hay tres
momentos que cautivaron muchísimo mi atención dentro de Los Trenes se van al
Purgatorio. Primero: la mismísima apertura
de la obra. La actriz Teresa Ramos, quien en esta ocasión asume el personaje de
La Madre ,
enuncia la partida del tren por las áridas tierras del desierto de
Atacama. Su semblante escrito por los
años, la mirada apesadumbrada, y la cadencia en su decir, inquietan, te
provocan la sed de más. Me hicieron recordar rostros, ojos, negruras
provenientes de cualquiera de los cuentos de Edgar Allan Poe. Segundo: La
Madre otra vez anuncia el recorrido de la locomotora rumbo a
la noche y queda sola en medio del vagón con una luz que la baña y regresa su
cadencia de mujer sabia, consciente del holocausto que rodea a esas almas: Una
vez más el interés resucita para mí en el espectáculo. Ya justo en el final,
apoyando el discurso del ciego en favor de la manera en que murieron todos los
que se creen vivos en ese pedazo de tren, la señora que siempre teje coloca de a poco un grupo de
cruces que van a elevar el expresionismo de la puesta en escena.
Respeto
sobremanera en este espectáculo la música creada por Francisco Alvarado (Foccus).
La selección de temas es exquisita. Sabrosa de escuchar, de tararear. El estilo
que asumen los intérpretes Jorge
González y Aurora de las Nieves,
rememora aquellos años treinta o cuarenta que no conocemos, pero que nos
corre en la piel gracias a tanto cine antiguo, discos de acetato o periódicos
de archivo. Tintes de cabaret en sus formas de asumir los temas, en el
posicionamiento sobre la roja, la plataforma al extremo derecho rodeada de
bombillas; son otros de los aspectos que realmente motivaron mis jornadas de
visionaje porque apuntaban a una diversidad enriquecedora.
De igual
manera he de mencionar el trabajo con el espacio. Más allá de lo que puedan
pensar otros con respecto a la estrechez de un vagón y su modificación en los
desplazamientos, pienso que estas variaciones, en la forma de moverse, dota a
la puesta en escena de verosimilitud. Además considero que los actores han
sabido manejarse muy bien en la angosta posibilidad que permite el vagón.
Habría que sumar además que el tren crece hacia el espectador cuando la adivina
recrea su presentación y reparte sus papelitos rosados, y cuando el ciego
decide narrar las historias muy cerca al grupo de sillas en la cual nos
acomodamos los asistentes. Fueron dos instantes en los que parecíamos
integrantes del longino. Junto a lo anterior se erige la parada abrupta del
tren que posibilita que los personajes bajen al desierto a tomar fresco. O sea,
el espacio teatral es la caja completa que crea la sala del teatro Pedro de la Barra.
Entonces
estaremos listos para dialogar sobre el magno logro de esta puesta es escena:
el tren o en este caso el vagón. Sobrecoge la sola presencia de la armadura en
el centro del escenario. Magnifica las expectativas, aviva el conocimiento. Ver a los
personajes abordar la pieza metálica desde las paredes o el techo, imaginar su
recorrido por el desierto, es de un magnetismo innegable. Entonces
nuestros aplausos para su diseñador Guillermo Cortés. Agradezco otros momentos especiales como cuando la actriz que encarna
a Navora: Claudia Soto, se estremece hasta la lágrima al descubrir que el
personaje ha muerto, o la interpretación fresca de la cueca como himno de redención y magia, el diálogo sencillo pero
preciso de Don Audito con la
Madre de la
Guagua , o las candentes peleas de Pancho Carroza.
Reconozco
algunas de las motivaciones en el
universo genotextual de este espectáculo y
las respeto. Reconozco la valentía y ansias para llevar a cabo una obra
tan compleja como esta y el sacrificio personal de muchos, y la entrega de
muchos otros que por primera vez se enfrentaban a la escena profesional y han
sabido hacerlo de manera encomiable.
El tren
seguirá rodando por un tiempo más en el mismo purgatorio al que va sin tener conocimiento, que no se mueve porque no
vive, que no hay maquinista y que jamás habrá, y que la muerte es una estadía
que no es la vida misma.
Gracias
Antofagasta, una
noche de octubre de 2013
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