domingo, 21 de octubre de 2007

Noche de cien ladridos y una lágrima


Federico García Lorca en Santiago de Cuba: Una historia tenazmente negada

Reinaldo Cedeño Pineda

Se habrán inundado de luz aquellos ojos de aceituna del poeta… mientras contemplaba el paisaje del Valle del Yumurí, en el occidente cubano...

¿Quién le advertiría que no era todo, que debía visitar el Oriente de la Isla? ¿Qué argumentos le harían desafiar tantos kilómetros, cuando era tan reverenciado en La Habana?

A su regreso al hotel, su genio inflamado fue capaz de visitar la ciudad… con la imago. Desgranó, tal vez, los versos más universales que se le hayan escrito: Son, aunque otros lo conocen como Son de negros en Cuba, o por su estribillo, Iré a Santiago.

El poema anda cargado de ardor y sobre todo, de símbolos. Su valor se acrecienta hasta la infinitud, no olvidemos que se trata de un extranjero que no conocía la ciudad.

La metáfora supo adelantarse a una aventura que algunos negaron fervientemente, pero que no podía dejar de hacer.

“El coche de agua negra” que tanta curiosidad ha despertado no es más que una locomotora activada por carbón: imagen clemente, capaz de ennoblecer el incómodo viaje…

Hablamos de 1930.

“La rubia cabeza de Fonseca” era una de esas figuras de las estampillas de las cajas de tabaco, elaboradas con tanto primor.

Una vez en tierra oriental cubana, pronunció la conferencia "Mecánica de la nueva poesía" en la Escuela Normal para Maestros e incluso, en reverencia suprema, fue explicando los versos de su "Iré a Santiago":

Cuando llegue la luna llena
iré a Santiago de Cuba
iré a Santiago

¡Oh cintura caliente y gota de madera!
Iré a Santiago
¡Arpa de troncos vivos, caimán, flor de tabaco!
Iré a Santiago.

Aunque no pudo asistir a dicha conferencia porque apenas era un muchacho, el intelectual Ricardo Repilado (1916-2003) manifestó, poco antes de su fallecimiento, otros detalles de la asistencia de Lorca a Santiago de Cuba.

La polémica despejada... y un testigo

Profesor universitario por largos años, su ensayística literaria y sus textos son de obligada referencia. Nacido el 14 de junio de 1916, a Ricardo Repilado la vida le deparó una oportunidad única, casi por casualidad.
Era vecino de los Henríquez Ureña, dominicanos de larga huella en la cultura cubana, y...

“Éramos muy amigos de los nietos y sobrinos-nietos del doctor Henríquez y Carvajal, y todos le llamábamos "Pa' Pancho". Una tarde estábamos visitando allí, cerca del patio, y en la terraza había una tertulia porque parecía haber una visita.

"Mi hermano y yo, y otro amigo, nos dirigimos a la casa para oír la conversación, sentados en los escalones. Camila nos hizo señas de que nos fuéramos, pero no le hicimos caso porque encontramos a aquel hombre muy simpático, hablaba muy animadamente; y cuando se reía, se reía de verdad”.

“Max había llevado a Federico con su padre para que éste le recetara algo para el estómago. Sin embargo, él no parecía sentirse muy mal, porque se reía mucho, contaba muchos cuentos, y a nosotros nos fascinó.

"Yo no sabía quién era; entonces, me acerqué un poquito a Camila y le pregunté: "¿Quién es este paciente?", y ella me dijo: "un poeta español", y yo insistí: "¿y cómo se llama?"

―Federico García Lorca ―me respondió.

“A mí el nombre, entonces, no me dijo mucho. Yo era un buen lector... pero era un muchacho. Poco tiempo después ya Lorca era el poeta del día, el poeta sensacional que todo el mundo estaba leyendo... Cuando se pusieron de pie, prudentemente, nosotros tres nos largamos de allí... no fuera a ser que nos regañaran”.

“Tengo que reconocer que nunca estuve tan cerca de un genio como aquel día, pero no lo supe, no me di cuenta, no sabía. Dicen que cojeaba un poquito, pero yo no lo ví caminar, no lo puedo asegurar.
"Sigo creyendo que es un genio, hoy es más grande que nunca para mí y para el mundo, porque su martirologio lo hizo eterno”.

Las nuevas fechas

Una de las causas de la negativa de algunos a admitir la visita de Lorca a Santiago fue la afirmación de que no existían reportes en la prensa. La investigación ha demostrado lo incompleto de aquel supuesto, pues con cierto espíritu chovinista, sólo se revisaron las publicaciones de La Habana.

Hasta ahora se tenía abril como la fecha, pero la paciencia del investigador santiaguero Ernesto Cardone va despejando el camino. En El Diario de Cuba, periódico santiaguero, encontró claras referencias a la conferencia, dictada en el Pabellón Barceló de la Escuela Normal los días primero y 2 de junio de 1930. En esta última fecha aparece en la página cinco con el título "La conferencia de García Lorca":

"Ayer llegó a esta ciudad el notable poeta andaluz Federico García Lorca, que esta noche ofrecerá una interesante conferencia bajo los auspicios de la Institución Hispano Cubana de Cultura a las 9 y 15 en la Escuela Normal..."

Por si fuera poco, en la sección "De la vida social", escrita por Cliserio Romero en otro diario local, La Independencia, en la edición correspondiente al miércoles 4 de junio de 1930 puede leerse:

"En la noche de ayer tuvo efecto en la Escuela Normal una interesante conferencia llevada a efecto por la entusiasta Institución Hispano Cubana de Cultura. El amplio centro docente se vio pletórico de concurrencia selecta y distinguida, y ocupó la tribuna el distinguido intelectual señor García Lorca, que pronunció brillante conferencia esmaltada por párrafos hermosísimos".

"Fue muy aplaudido el valioso conferencista".

Por supuesto, en la ciudad no sólo habló de poesía. Una fotografía lo tomó en el puerto de Boniato, mirador natural de la Sierra de Boniato, parte de la cordillera de la Sierra Maestra.
Algunos biógrafos aseguran que también supo de amores en la ciudad, de amores viriles. Sea o no, Santiago de Cuba supo acoger al poeta andaluz, como ella sabe, con hospitalidad y calidez, sin temor de mirar a los ojos.

Del verso al canto.. del canto al verso

Los años saltaron épocas, la historia se entrecruzó cuando el compositor Roberto Valera depositó en manos de Electo Silva (ambos Premio Nacional de Música) y de su coro Orfeón Santiago los versos lorquianos de "Iré a Santiago" en una nota antológica del 30 de marzo de 1970:

"Te envío este son, un "Iré a Santiago más", para añadir a los muchos que basándose en ese poema de Lorca deben haberse compuesto, con la esperanza de que te guste. Si "montas" este son, tómate con él las mismas libertades de si se tratara de música tuya: lo importante es que suene "sabroso", y eso, tratándose de música cubana para coro, nadie como tú para lograrlo".

El contenido del envío no durmió un instante.

En el Festival de Coros de ese propio año, en Santiago de Cuba, ocurriría el estreno. Desde entonces el poema supo volar y se ha convertido en un himno universal, un canto a Cuba desde el alma gitana.

Y como un juego de espejos, el canto inflamó de vuelta a la poesía:
LA NOCHE DE FEDERICO

Reinaldo Cedeño Pineda

¡Oh noche de melaza y aceituna!
Guadalquivir fuera del cauce
noche de tétano y sablazo
noche de búho con el pico azul
noche de espejos
noche de lepra y daga.
Noche para sacar la esquirla
erizos voladores
noche de fin del mundo
noche pétrea
impía

Noche de cien ladridos
y una lágrima.

viernes, 19 de octubre de 2007

20 de octubre: EL DÍA EN QUE LA PATRIA ENTRÓ CANTANDO

Reinaldo Cedeño Pineda

Era hacendado, poeta, maestro, ajedrecista, políglota… pero ante todo, cubano. Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo (1819-1874), se vistió de paño impecable e hizo tocar la campana de su ingenio La Demajagua, en el Oriente de la Isla.

10 de octubre de 1868: la historia recoge el hecho como El Grito de Yara; era el campanazo a la conciencia nacional. Y más de cuatro siglos de yugo español se conmovieron.

Ante una dotación de negros, asombrada, dio la oportunidad de dejar de ser esclavos y pasar a ser cubanos.

Las acciones militares se sucedieron tras la proclama de libertad, y los patriotas poco a poco, se unieron. El 18 de octubre estaban ya a las puertas de la ciudad de Bayamo y la guarnición española, capituló dos días después.

El pueblo de esa ciudad estalló en vivas y el himno “La Bayamesa” dejó escuchar sus compases… pero faltaba la letra.

Frente a la Plaza de la Iglesia Mayor, un espacio que hoy se denomina Plaza del Himno Nacional, el clamor unánime exige a Pedro Figueredo Cisneros (1819-1870), más conocido por Perucho, que ponga la letra a la marcha que él mismo había compuesto.

Cuenta la tradición popular que montado en su caballo y bajo un rapto de inspiración, escribió aquellos versos (octavas reales), inicialmente con seis estrofas; aunque luego se escogieran sólo las dos primeras como Himno Nacional.

Algunos historiadores afirman que ya aquellas estrofas las tenía en la mente su autor, y que sólo esperaba la ocasión ideal para darlas a conocer… y ¿cuándo mejor que ahora?

Allí mismo, con unas pocas copias y desbordados de ardor, se entonaron en público por primera vez sus notas:

Himno Nacional de Cuba

Al combate corred bayameses
que la patria os contempla orgullosa;
no temáis una muerte gloriosa
que morir por la patria es vivir.

En cadenas, vivir es vivir
en afrenta y oprobio sumidos.
Del clarín escuchad el sonido,
¡A las armas, valientes, corred!

Ese día, 20 de octubre de 1868, fue escogido como Día de la Cultura Nacional, una conmemoración con carácter oficial desde 1980.

Se habían unido excepcionalmente en una sola jornada, la poesía y la música a la decisión de libertad de todo un pueblo.

El momento resultaba un crisol, o al modo de decir de la doctora Graziela Pogolotti, fue: el día en que la nacionalidad entró cantando”.

La historia de “La Bayamesa”

No por casualidad el escenario de esa gesta fue Bayamo.

Incluso antes, el 13 de agosto de 1867, en el bufete de Perucho Figueredo se habían reunido el rico hacendado Francisco Vicente Aguilera (1821-1877) y Francisco Maceo Osorio (1829-1873), para discutir los planes del movimiento conspirativo.

En aquella ocasión, tras quedar aprobado el Comité Revolucionario concebido por Aguilera, Maceo Osorio pidió a su anfitrión:

-Pues bien, ahora te toca a ti que eres músico, componer nuestra Marsellesa.

En la madrugada del 14, ya estaba lista la partitura musical del Himno de Bayamo, que tal fue su título original. Se inspiraba en La Marsellesa, considerada símbolo universal de la rebeldía.

Correspondió a Manuel Muñoz Cedeño, maestro y director de orquesta, la orquestación del himno. Y luego de varios días, sólo quedaba estrenar, pero…

La oportunidad se presentó durante una festividad religiosa efectuada en Bayamo y cuando sonó, el propio gobernador estalló en cólera y llamó a su autor. Este buscó, la salida exacta para lo que se presentaba como un problema:

-Señor Gobernador: No me equivoco al asegurar, como aseguro, que no es usted músico, por lo tanto nada autoriza a usted para decirme que es un canto patriótico.

El jefe militar español replicó:

-Dice usted bien no soy músico, pero tengo la seguridad de que no me engaño. Puede usted retirarse con esa certidumbre.

Hemos de imaginar cuanta satisfacción embargaría a Figueredo, cuando hasta el enemigo había captado el espíritu de su música.

La partitura original del himno se extravió durante la guerra; pero la tradición oral lo mantuvo vivo, aunque su interpretación sufriría las lógicas modificaciones del tiempo.

Ser cultos para ser libres

Cuba tiene en José Martí (1853-1895) a su más alto paradigma, y bajo sus ideas se desarrolla la cultura nacional; especialmente bajo una breve sentencia de gran espesor simbólico: “Ser cultos es el único modo de ser libres”.

La cultura rebasa con mucho a una manifestación artística dada y es el alma misma de una nación, cuyo espíritu de resistencia y de rebeldía es tal vez su marca más distintiva. Y sin que la alegría natural se empañe ante las dificultades, que ha de verse a un pueblo derramado detrás de la corneta y el tambor.

La cultura cubana es por definición, el reflejo de su gente innovadora y solidaria. Y se hace dentro y fuera de la Isla; aunque seguramente en este día habrá que recordar algunos nombres ilustres:

José María Heredia, que buscaba las “palmas deliciosas” de su patria en el exilio; Alejo Carpentier y su asombro ante lo maravilloso de la realidad americana.

Nicolás Guillén y sus poemas mulatos, Guillermo Cabrera Infante, como un tigre triste desde la distancia, y Lezama Lima, construyendo su Paradiso del lenguaje.

Alicia Alonso, que regaló al mundo la última gran escuela de baile clásico, desde el movimiento sensual del Caribe.

Rita Montaner, “La única”, con su lunar y su gracia, pregonando El manisero y acompañada al piano por el Bola.

Virgilio Piñera levantando La Isla en peso.

Tomás Gutiérrez Alea, con su cine crítico de Memorias del Subdesarrrollo y el canto fílmico a la tolerancia de Fresa y Chocolate.

Cecilia Valdés atravesando la plaza para saludar a Cirilo Villaverde y a Gonzalo Roig.

Wifredo Lam, entra con sus símbolos en La Jungla del Tercer Mundo.

Roberto Fabelo saca del pincel un mundo animado de seres mágicos.

Y la Isla, musical por antonomasia, bailando al Son de la Loma de Matamoros, con Celia Cruz y Benny Moré.

Escuchando el bolero tardío e inmortal de Ibrahim Ferrer, la trova eterna de Compay Segundo, la trova nueva de Silvio Rodríguez, la guajira Guantanamera

Ernesto Lecuona que toca La Comparsa.

Mambises y rebeldes, hincados ante la Virgen de la Caridad de El Cobre.

Y Dulce María Loynaz, cantándole a su Isla que a todos se entrega “aromática y graciosa como una taza de café”; pero a nadie se vende.

sábado, 13 de octubre de 2007

El secuestro de GARCÍA MÁRQUEZ


Reinaldo Cedeño Pineda

Repté por entre las piernas de un centenar de personas, empujé con desesperación, hasta que pude alzarme en el estrecho cerco que mis colegas, y los admiradores insospechados, salidos de todas partes, le habían tendido a Gabriel García Márquez.

El Festival del Caribe había concluido su gala inaugural.

Me había dedicado -el oficio manda- a buscar cuanta entrevista hubiese, a hurgar en su etapa periodística, a reinventarme la simbología de varias de sus obras. Recordé la ferviente exposición de una de esas profesoras inolvidables, cuando hablaba del señor de Aracataca… y volví sobre las hojas de Cien años…, El general…, El amor en los tiempos del cólera.

En mi agenda se agolpaban las preguntas sobre cine latinoamericano, el lenguaje y sus “escandalosas” propuestas… y ahora el Nobel estaba frente a mí…

Era el redactor de la sección cultural del periódico Sierra Maestra de Santiago de Cuba, entonces. Había decidido que la entrevista con el Gabo, tomaría toda la página, si era preciso…. No faltaba más.

El Teatro Heredia ardía este 3 de julio de 1996.

El escritor aplaudía la gala inaugural que había incluido al coro Orfeón Santiago con temas de la isla de Mompos. En otras jornadas sabríamos de la autenticidad de una hija de esta ínsula: Toto La Momposina… pero ahora García Márquez por contestar:

-Me siento en Santiago de forma estupenda, con música y palabras familiares. Tenía ya unos días sin venir a Santiago, unos días como unos nueve años…

Clandestino en Santiago

Ser periodista es un asombro. Ya les dije, alcé la pequeña grabadora como pude, pero la competencia de aquel enjambre de buscadores de autógrafos en libros, papeles… y servilletas, hacía de la pregunta un imposible. Apenas se escuchaba.

Di el estirón de mi vida para poder recoger su testimonio, toqué su hombro, casi lo derribo...

Gabriel García Márquez pudiera pasar inadvertido como cualquier mortal, si no fuera quien es. El retrato no salía de lo común: labios carnosos, lentes acomodados sobre un rostro con no sé que de ausencia, la veta de los años quizá. Y un cierto aire, mitad reflexivo, mitad asustadizo.

Todo el mundo preguntaba a la vez, mientras el Premio Nobel giraba la cabeza, desconcertado. Afloraba una risa sosa, displicente… insulsa si se me apura; arma tal vez contra aquel “ataque” que le recibirá por doquiera que vaya.

Luego de lamentables interrogantes, contestadas a medias, por pura cortesía… sobrevino la pregunta sobre Colombia, que al fin y al cabo era el país al que se dedicaba la cita:

-Colombia es Colombia. Nos preciamos de tener playas y mares, tierras en los dos Océanos; pero yo personalmente estoy en el Caribe, y quiero creer que Colombia está en el Caribe, aunque todos los colombianos no lo sientan igual.

La caótica conferencia de prensa parecía tomar el cauce indicado, cuando saltó la pregunta de qué significaba Cuba para el continente, y sobrevino la respuesta medular:

-Cuba... ahora, en estos momentos: la barrera que ha impedido que los Estados Unidos estén en la Patagonia

La empatía se iba haciendo, la línea caribeña iba entremezclándose y aquello empezaba a tornase la conversación con un viejo amigo. Repasé otras preguntas en mi mente, pero…

En un abrir y cerrar de ojos, alguien abrió una brecha en el gentío, tomó de brazos al escritor, lo empujó –lo juro-, abrió rápidamente la puerta de cristal. Lo introdujo en un coche negro que salió despedido… ¿hacia dónde? Alguien masculló que no quería entrevistas, que después… ¿Después de qué?...

García Márquez había sido secuestrado en nuestras narices.

De nada valieron el estupor y las protestas, cuando el auto maldito y aquel improvisado “guardaespalda”, de cuyo nombre no quiero acordarme, partieron.

Quiero pensar que fue exceso de celos al cuidarlo… pero he maldecido mil veces al señor salido de Macondo. Aquella escena se me quedó clavada cual una foto fija, imposible de retocar, absurda. Mi página completa, se volvió apenas… una crónica de nueve párrafos, mientras los reportes radiales no sobrepasaron el minuto.

Dicen que en la noche, la noche siempre, se paseó de “incógnito” por el centro de la ciudad, que visitó la Casa de la Trova -¿cómo no hacerlo?-… y que nadie pudo arrancarle una entrevista en regla.

Dicen tantas cosas.

Sin embargo, un colega -cuando la nave del rapto lo hubo devuelto- hiló frases dichas por el Nobel al pasar por las calles santiagueras. Dios me perdone, siempre he creído que acabó aplicando la receta a su mismísimo creador, aquel consejo garcíamarquiano de que el secreto del periodismo está… en fabular. Y publicó un reporte… sui géneris.

Santiago de Cuba es la ciudad de las sorpresas y las visitas relámpago, como las de Federico García Lorca en 1930 -tenazmente negada-, o la del ex Beatle, Paul McCartney, en los inicios de este milenio.

Espero que la ciudad le haya asomado a García Márquez, no sus lances macondianos, sino sus luces... ¿será?

Fermina Daza y Florentino Ariza, tejiendo un amor octogenario; el patriarca deshojando su otoño, la Mamá Grande, el laberinto, Aracataca y las tristes putas… todos son parte de nuestra memoria. Y eso, no hay secuestro, no hay abdución que me lo quite.

viernes, 12 de octubre de 2007

12 de octubre de 1492: LA POLÉMICA INFINITA


Reinaldo Cedeño Pineda

La isla se conoce como Watling. Los indígenas le llamaban Guanahaní. Cristóbal Colón la bautizó San Salvador.

Y otro no podía ser el nombre.

Fue esta ínsula de Las Bahamas, el botón de América, la tierra salvadora que se le apareció al Almirante y a sus carabelas, tras muchas semanas de viaje, a punto ya del amotinamiento.

Era el 12 de octubre de 1492.

Rodrigo de Triana dio el estentóreo grito de ¡¡¡Tierra!!!... y el mundo se transformó para siempre.

Expuesto a la lupa del tiempo, es muy significativa la tenacidad irreductible de Colón.

No se rindió ante el rechazo de la corona portuguesa, ni ante los seis años que le costó convencer a los reyes católicos.

Acabaría arrancándoles a Fernando de Aragón e Isabel de Castilla -en contra de la mayoría de los analistas de la época-, una fortuna increíble para asegurar el viaje hacia lo ignoto… ¿o no le era tan ignoto?

¿Colón se sentía escogido por la Providencia para encontrar las nuevas tierras?

¿Arriesgaba su vida confiando sólo en su habilidad marinera y los cálculos?, o... ¿Tenía realmente evidencias obtenidas en Las Azores, Las Madeira o Las Canarias, como algunos especulan?

No hay quien puede dudar de la hazaña... pero con todo rigor, no fue, no pudo ser “El Descubrimiento de América”, puesto que el Hemisferio ya estaba habitado muchos siglos antes.

Ni siquiera fue el descubrimiento para Europa.

No pudo ser “El Encuentro de dos culturas”, cuando una aplastó a la otra. Acaso resultó más propiamente, un encontronazo.

¿Qué tendrían que celebrar la población originaria, los “indígenas”, como no fuera El Día de la Resistencia?

¿Cómo hablar de hispanidad, de Día de la Raza, cuándo se trató de una conquista?

Ni siquiera fueron los primeros europeos en poner sus pies en América… eso había ocurrido también en una isla, pero más al Norte, en Terranova…casi quinientos años antes.

La saga de los vikingos

Vikingos es el nombre que se dieron a sí mismos algunos pueblos nórdicos cuya ubicación actual corresponde a Dinamarca, Suecia y Noruega. Su época de oro se ubica desde el año 800 hasta el 1100 de nuestra era.

La escasez de tierra, la mejora en la producción del hierro y la necesidad de nuevos mercados, motivó la continúa expansión hacia el oeste.

La legendaria habilidad vikinga en la construcción naval y su temeridad, les convirtió en reyes del mar. Colonizaron las islas del norte europeo y llegaron hasta Groenlandia en los últimos años del siglo diez.

Desde la gigantesca isla, realizaron sus exploraciones a la costa nororiental de Norteamérica. Y la denominaron “Vinland”.

Así, habrá que corregir la historia.

En el albor del siglo once de nuestra era, los primeros europeos pisaron tierra de América. Cinco siglos antes de 1492.

El primero fue el explorador islandés Leif Erickson -hijo de Erick El Rojo- que hizo escala en los actuales territorios de La Tierra de Baffin (Ártico canadiense), la península del Labrador… y en Vinland.

Buscando la mítica Vinland

La literatura antigua tiene un verdadero tesoro en las “sagas medievales de Islandia”: composiciones sobre héroes legendarios y hazañas que pasaron de la tradición oral a la escritura, entre los siglos doce y catorce.

Allí justamente se encuentran las primeras pistas.

Cuentan que Erickson con treinta y cinco hombres, desembarcaron próximos al delta de un río, un lugar abundante en salmones y pastos. Y se animaron a construir casas para el invierno.

Parece ser que la palabra Vinland no está relacionada con vino como se pensaba, sino que significa precisamente pastos o colinas, en el antiguo idioma nórdico.

Y de las sagas se pasó a la comprobación científica.

Terranova y su “dedo extendido” (Gran Península del Norte) se hallan justo en la ruta marítima de los vikingos. Y en la aldea de L'Anse aux Meadows, se encontraron huellas indiscutibles de la presencia vikinga.

Entre ellas, el volante de una rueda nórdica, herramientas de saponita, montículos de piedra, cercas de palos entrelazados a la usanza vikinga... y poco a poco, emergieron los restos de ocho edificaciones típicas.

Sus casas eran comunales, sin ventanas, con un dintel muy bajo para conservar el calor y evitar la entrada de intrusos.

Hay cierto misterio en las causas para que gente tan emprendedora se marchara, pero es sabido que en el año 1005, Thorvald, hermano de Erickson, perdió la vida en esos contornos.

La naturaleza fría les era común, pero se presume que el asedio de los nativos, les haya obligado a retomar sus naves y partir.

Los “nativos” ya estaban cuando arribaron los vikingos, subrayo.

Actualmente este sitio forma parte de un Parque Nacional que sigue la costa rocosa del golfo de San Lorenzo, en tierra canadiense continental.

Es muy probable que L'Anse aux Meadows no sea todo Vinland, mas la UNESCO, reconociendo la excepcionalidad del lugar declaró este sitio en 1978, Patrimonio de La Humanidad.

Una placa reza:

“L'Anse aux Meadows es el primer asentamiento nórdico en América del Norte. Sus edificios son en consecuencia las primeras estructuras europeas conocidas en este continente. Su herrería representa los primeros trabajos en hierro realizados en el Nuevo Mundo.

“En este lugar se llevó a cabo el primer contacto entre nativos americanos y los europeos”.

Es hora de poner fin a un colosal gazapo histórico, que la polémica no, esa es infinita.

PATRICIA


Reinaldo Cedeño Pineda

Con una sola, una sola patada, se acaban las muñecas de calcetines viejos y pelusas de maíz, de semillas y hojas. Y de un espuelazo sobre el pobre animal, el padre desaparece detrás del camino que por algo es muy mayoral y muy hombre. Y a su mujer solo le quedan las lágrimas, que se hicieron para echar el alma fuera, y recibir los azotes, los de la rabia en aquel vientre maldito, o los del furor del sexo.
Lo que nadie ha descubierto todavía, es que este niño, el de las muñecas de semillas y calcetines viejos, se pierde cuando cae la tarde, rumbo a la laguna. Nadie, que se asoma detrás del limonero, que en los ojos lleva clavado el arcoiris. Los hombres han dejado sus harapos en la orilla, que de tanto uso y tanta rama ya son apenas eso, que de tanto cortar monte desde la madrugada, el sudor y la tierra le han formado una segunda piel. Todos saben que es el momento de saltar desde la piedra y sentir como se eriza el cuerpo, como se lava el polvo. No se ha preguntado por qué está aquí, pero imagina que esa gota que ahora corre despacio es sólo para él, agua que tensa el músculo, que alisa el cabello; agua que forma orlas sobre el pecho de varón, el agua que es un bálsamo, agua que destila agua… Las espinas le entumecen los dedos, se le encarnan; pero no las siente. En cambio, un ardor le sube por las piernas, tiene ganas de saltar desde la piedra, tiene que estar allí; mas este calor maldito, este ardor le ha clavado los pies.
¿Cuánto vale una gota en un pecho desnudo?
Nadie sabe que otras veces, cuando las jóvenes se van canturreando con las manos callosas y las canastas vacías, cuando van contándose cosas de mujeres, cuando ya van lejos; el cafetal se transforma en un teatro. Y él coloca cinco latas en semicírculo, barre el suelo y con un vestido de su madre, el de los domingos, se dispone a tocar las castañuelas en el escenario, como ha visto en una revista. Y arranca una flor y se sube un pecho inventado con trapos y se exprime otra flor en la boca. Y es libre. Nadie le ha visto, ¿quién ha dicho que ha de verse algo para que el hilo mueva la rueca? Siempre hay tejedoras del ocio, y este pueblo no escapa, aunque perdido en medio de la nada. Aquí sólo hay leñadores, y mujeres esperando a los leñadores, acunando a futuros leñadores.
La madre lo buscó, tanteando al lado de su cama y pensó que estaría de vuelta antes del anochecer, en una sola carrera, con el alma saliéndosele por la boca… Pero, esta vez la espera fue vana, y cuando volvió a buscar, halló aquel papel garabateado.
-¡Dios mío, que sólo tiene diez años! ¡Diez!
Y se apretujó el vientre, tomó lo primero que halló a mano y se echó al camino, poseída. Anduvo hasta quedar exhausta, hasta que las hojas estrelladas de la ceiba cambiaron de color. Su riqueza, la única, era su honra. La honra que había guardado milagrosamente en aquellos parajes para este hombre que maldecía su sangre. Era mansa como lo había aprendido de su madre y esta a su vez de la suya, y aquella de la anterior…. así desde que ella recordaba.
Era mansa, pero le faltaba su hijo.
Azuzó el oído al escuchar un gimoteo detrás de la ceiba, la ceiba enorme que amanecía siempre llena de velas y ensalmos, que guardaban mil jigües. Tenía miedo, hasta que una luz le abrió el pecho. Su hijo estaría allí, llorando a esas horas, perdido; el estómago como un cántaro vacío, con las manos frías como el día de las muñecas. Sentía ya las raíces duras bajo sus plantas, el jadeo, cuando supo que aquel llanto no era el de su hijo; como no saberlo, si era madre. Tenía miedo, pero alguien necesitaba ayuda. Unos cabellos largos se enredaban en unas manos más largas aún. La poca luz le alcanzó para ver la silueta, la silueta de su hombre; como no saberlo, si era mujer. El olor a almizcle y a guayaba madura inundaba la noche, se arrastraba por los pastos y los caminos, se enredaba en las cercas y los corrales, subía a la copa de los árboles. Y ese olor sólo lo había sentido una vez, cuando fue a La Hacienda y la recibió aquella señorita, con los cabellos más lindos que había visto en este mundo.
Era mansa, pero esta vez se guardó todas sus lágrimas. Y avanzó.

En la ciudad, alguien recogió al niño a cambio de que dejara el piso como un espejo. No entendía, porque ya era un espejo y hasta podía mirarse uno por entre los rombos y los filos dorados… Tendrás techo y comida, pobrecito mío, dijo La Señora…. Al niño se le perdió la mirada en los salones, en las patas de las mesas como garras, en el patio de losetas verdes y helechos más verdes aún; pero era feliz porque tendría un rincón para sí y una ventana. Una ventana por donde imaginaba el mundo, por donde el mundo lo imaginaba; una ventana por donde alguien le llamó, en una lengua desconocida, pero las manos entonaron el lenguaje que sólo ellas saben… para llevarle a otros ventanas tapiadas con cortinas rojas como el vestido de su madre y bombillas rojas... y volver a su ventana a contemplar el mundo que le habían cambiado para siempre.

Lo primero que hizo fue comprar unas muñecas de verdad y vestirlas con aquellos encajes que había soñado, irse al cine de barrio los domingos para ver si era verdad, si existía una mujer que tuviera unos ojazos así de grandes, que le llamaban La Doña. Y comprar cremas, corregir aquel rostro de monte. Y luego, guantes blancos, guantes que subió hasta el codo y el antebrazo para ser Gilda como había visto en las inmensas vallas de galletas, sin saber quien era Rita Hayworth ni que rea Hollywood ni falta que hacía; hasta que en aquella ventana entró corriendo un hombre. Y Patricia, que ya era su nombre, por aquella actriz que había cortado la virilidad a su hombre; Patricia que nada sabía ni por qué llegaba corriendo precisamente a su ventana, pensó que uno era suficiente, y no le gustó aquel preguntar desafiante del segundo… ¡hábrese visto!… y decidió callar. Es el sexto sentido de nosotras, se dijo. ¿Hombres aquí? Sí, como no, entran a esconderse aquí… y lo selló todo con una sonora nalgada. La ventana, su ventana se convirtió en un refugio del que jamás sospecharon. ¿Qué iba a saber de semejantes cosas el lavapisos del abogado, con sus guantes blancos y su pelo anudado? ¿Cómo iba a desafiar aquella loca a los gendarmes de uniforme y metralleta?
-Ahí va Patricia, la del batallón.

Un día volvió al fin del mundo de donde había salido. Volvió con una carga de muñecas para que nadie tuviera que hacerlas de semillas y pelos de maíz. Corrió por dentro del cafetal para acortar la senda, que allá estaría su madre. Y le adivinó el abrazo largo y apretado. Desde lejos, se recortaba su silueta, blanca como la ausencia. Creció cuando la tuvo enfrente y se sintió observado largamente como a un desconocido. Y quiso creer que aquella mueca, casi una sonrisa, era para él….
Nadie le había elogiado su pelo porque olía a yerba y humo. Nunca. Había tomado el viejo rifle de su abuelo y de un solo disparo le había desarrajado el alma… el alma de aquel que maldecía su vientre honrado. Y no hubo jigüe ni Dios para protegerlo, ni a él ni a ella, la señorita de La Hacienda, la señorita del hermoso cabello, el día que la ceiba se tiñó de ocaso. Desde entonces, se había sentado en el portal de la casucha a esperar a su marido, vestida de novia… De eso se enterará después, ahora es un momento sagrado, está contemplando a su madre:
-¡Qué hermosa eres…!
Había llegado tarde, siempre fue tarde para él. ¿Cuánto había pasado? ¿Setenta años, tal vez más? Mira la fotografía descolorida de sus padres como si viera un filme silente en blanco y negro. Pasa la mano por el cabello de su madre: ¡Qué hermosa…! Desata las cintas de las cartas que siguieron llegando por años, por decenas. Las cartas de aquellos jóvenes de la ventana que se habían vuelto héroes. Y repasa sus nombres, que de todos no se acuerda; pero a todos, la misma respuesta, con su letra de grandes trazos, la letra de los años:
-Yo, sigo siendo Patricia, Patricia la del batallón. No me agradezcan tanto… ustedes lo hubieran hecho por mí, ¿verdad?... ¿Lo hubieran hecho?
Cuando llegó aquella revista buscando rarezas a la ciudad, no hallaron otra mejor para mostrar que al lavapisos del abogado con su pelo enlazado a la espalda y sus guantes blancos, que alguna vez fueron blancos. Le contempló aquel buscador de fortuna, de vuelta de muchos mundos donde todo lo había visto y comprendió que estaba en un aprieto ante sus lectores. Las aldeas lo son, no por las casas, sino por sus mentes… pero cuando la realidad se resiste a revelar sus milagros, hay que exprimirlos. Y si aún se resistiera, la bolsa los abre. Patricia pensó que era hora de dejar la ventana y de bruñir los pisos. Y por unos pesos, se dejó abultar el vientre, se quitó los guantes y se apretó aún más el pelo. Y como no bastaba, la hicieron sentarse en el Parque Central. Primero vino uno y luego otro… Y aquel “hombre embarazado” provocó un tumulto tal que Patricia acabó tras las rejas.
-Ahí viene el que quiso tener un hijo… Tal vez cumpla tus deseos, preciosa.
La soledad y la lujuria son un hueco sin fondo. Nadie sabe por donde llegaron las fiebres a la prisión, acaso por aquellas grietas hechas con la cuchara clandestina, con las uñas; o si vino con la maldición que cada noche las víctimas echaban sobre sus victimarios. La fiebre entró y nadie quiso arriesgar su pellejo por tan poca cosa. Nadie, menos Patricia que sabía lo que eran la soledad y la muerte. Y pidió el permiso que todos le dieron gustosos, llegó con sus paños y su hablar bajito, hasta espantar la fiebre. Le besaron las manos, las manos atadas tras los gruesos tanques de la lavandería, las manos en las noches de interminable apagón, que tras las rejas, la luz se esconde siempre.
Ahora quiere reconocerse en aquel pantalón descolorido, con el pelo a ras; pero sólo recuerda el día que lo montaron al camión. Sube, coño, sube… que te vas a cuidar vacas en el fin del mundo, como si no viniera de allí mismo. A ver si te reformas, coño. Y escuchó su nombre, el extraño nombre de su carné de identidad, el nombre y sus apellidos por primera vez en cien años.
Eran sus manos, o ese extraño canturreo el que mantenía tranquilo a los terneros y a las vacas y a los mismísimos toros que a otros les hicieron pasar un susto. Eran sus manos las que limpiaban las bostas de todo el lugar. Sus manos, las que halaron como un demonio, con una fuerza que nadie podía imaginar, al becerro que se empeñó en venir al mundo al revés, hasta salvarlo. Siempre hay quien llega al mundo al revés. El becerro lo reconocía y recostaba su lomo contra sus manos, suaves y esponjosas a fuerza de tanta mierda. Y como no se le moría animal alguno, aunque escasearan las medicinas y la yerba, ganó reconocimiento en los contornos. Y hasta le pidieron consejos y le llegaron a poner de ejemplo, ante la mirada atónita de los demás. De arriba, llegaron los papeles, esos que se ponen en marcos para que los demás vean la vanidad certificada. De abajo, llegó la envidia.
-Te estás volviendo un hombre… quien lo diría….
Patricia agradecía con una extraña reverencia que más parecía una voltereta de bailarina. Nunca logró entender quien se atrevía a envidiarle en aquel fin del mundo, que seguramente no sabría de recoger bostas y de levantarse en la madrugada con un banquito amarrado al culo. Y no tenían nada que reconocerle, porque esos cuadrúpedos si sabían de ternura, y por allí no había a quien pedírsela. Su desvelo solo era correspondencia… pero en el fin del mundo, todo se paga. En las noches, el frío y la rabia se mataban a golpe de coñazos… muévete, coño… hasta que un día, Patricia subió al árbol más alto.
Y se pasa la mano por la joroba.

La memoria es rara y efímera como el corazón de una manzana. Los papeles están cayéndose a pedazos. Y esta gota en su cama. El techo está cayéndose a pedazos. Esta gota que cae sobre su pecho. Patricia está cayéndose a pedazos. Esta gota detrás del limonero, sobre un pecho desnudo... ¿cuánto vale?
Y se levanta.

jueves, 11 de octubre de 2007

EL VIENTO, SCARLETT


Reinaldo Cedeño Pineda

Tara es tierra bendecida de algodones
un mar de copos se aprieta en la llanura
el aire huele a espiga recién abierta a sudor viejo
a Scarlett se le pierde la vista
y se hinca ante el árbol gigante como un altar
eres mi energía serás mi tumba
debajo el algodón es negro
el algodón es rojo
Scarlett O′Hara sólo tiene ojos para Ashley
está bajando la escalera señorial
con su talle de mariposa
la buena Natty la gorda Natty la esclava Natty
tiró del corsé hasta desmayarse
el pelo cae como algodón desgranado
un gesto de sus guantes y Tara florece o se derrumba
El amor es un botón en el viento del sur
el sur es un botón triste a punto de caer
el viento volcó las carretas los barracones
y llegó el día de cosechar la libertad
el día de la viudez el día en que faltan los vestidos
a Scarlett se le pierde la vista en el camino de la muerte
por más que hunda los dientes en la tierra
con sus manos de labrador
Tara se ha ido grano a grano
pero Scarlett O′Hara es el viento que vuelve
su mirada es un mar de copos apretados
sus ojos el eterno renacer de las espigas.

martes, 9 de octubre de 2007

DESECHANDO LO DESECHABLE

Marciano Durán

Seguro que el destino se ha confabulado para complicarme la vida.
No consigo acomodar el cuerpo a los nuevos tiempos.
O por decirlo mejor: no consigo acomodar el cuerpo al "use y tire" ni al "compre y compre" ni al "desechable".
Ya sé, tendría que ir a terapia o pedirle a algún siquiatra que me medicara.
Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco.
No hace tanto con mi mujer lavábamos los pañales de los gurises.
Los colgábamos en la cuerda junto a los chiripás; los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar.
Y ellos. nuestros nenes. apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda (incluyendo los pañales).
¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables!
Sí, ya sé. a nuestra generación siempre le costó tirar.
¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables!
Y así anduvimos por las calles uruguayas guardando los mocos en el bolsillo y las grasas en los repasadores. Y nuestras hermanas y novias se las arreglaban como podían con algodones para enfrentar mes a mes su fertilidad.
¡Nooo! Yo no digo que eso era mejor.
Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra.
Lo más probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto.
Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades.
¡Guardo los vasos desechables! ¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez! ¡Apilo como un viejo ridículo las bandejitas de espuma plast de los pollos! ¡Los cubiertos de plástico conviven con los de alpaca en el cajón de los cubiertos!
Es que vengo de un tiempo en que las cosas se compraban para toda la vida.
¡Es más! ¡Se compraban para la vida de los que venían después!
La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, fiambreras de tejido y hasta palanganas y escupideras de loza.
Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, hemos tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos cambiado de heladera tres veces.
¡Nos están jodiendo!
¡¡Yo los descubrí. lo hacen adrede!!
Todo se rompe, se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo.
Nada se repara.
¿Dónde están los zapateros arreglando las medias suelas de las Nike?
¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando sommier casa por casa?
¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista?
¿Habrá teflón para los hojalateros o asientos de aviones para los talabarteros?
Todo se tira, todo se deshecha y mientras tanto producimos más y más basura.
El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad.
El que tenga menos de 40 años no va a creer esto: ¡¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el basurero!!
¡¡Lo juro!! ¡Y tengo menos de 50 años!
Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos (y no estoy hablando del siglo XVII)
No existía el plástico ni el nylon.
La goma sólo la veíamos en las ruedas de los autos y las que no estaban rodando las quemábamos en San Juan.
Los pocos desechos que no se comían los animales, servían de abono o se quemaban.
De por ahí vengo yo.
Y no es que haya sido mejor.
Es que no es fácil para un pobre tipo al que educaron en el "guarde y guarde que alguna vez puede servir para algo" pasarse al "compre y tire que ya se viene el modelo nuevo".
Mi cabeza no resiste tanto.
Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que además cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real.
Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre (y vaya sí era un nombre como para cambiarlo)
Me educaron para guardar todo.
¡Toooodo!
Lo que servía y lo que no.
Porque algún día las cosas podían volver a servir.
Le dábamos crédito a todo.
Sí. ya sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir y qué cosas no.
Y en el afán de guardar (porque éramos de hacer caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del segundo, las carpetas de jardinera. y no sé cómo no guardamos la primera caquita.
¡¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular a los pocos meses de comprarlo?!
¿Será que cuando las cosas se consiguen fácilmente no se valoran y se vuelven desechables con la misma facilidad con que se consiguieron?
En casa teníamos un mueble con cuatro cajones.
El primer cajón era para los manteles y los repasadores, el segundo para los cubiertos y el tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto.
Y guardábamos.
¡¡Cómo guardábamos!!
¡¡Tooooodo lo guardábamos!!
¡Guardábamos las chapitas de los refrescos!
¡¿Cómo para qué?!
Hacíamos limpia calzados para poner delante de la puerta para quitarnos el barro. Dobladas y enganchadas a una piola se convertían en cortinas para los bares.
Al terminar las clases le sacábamos el corcho, las martillábamos y las clavábamos en una tablita para hacer los instrumentos para la fiesta de fin de año de la escuela.
¡Tooodo guardábamos!
Las cosas que usábamos: mantillas de faroles, ruleros, ondulines y agujas de primus.
Y las cosas que nunca usaríamos.
Botones que perdían a sus camisas y carreteles que se quedaban sin hilo se iban amontonando en el tercer y en el cuarto cajón.
Partes de lapiceras que algún día podíamos volver a precisar.
Cañitos de plástico sin la tinta, cañitos de tinta sin el plástico, capuchones sin la lapicera, lapiceras sin el capuchón.
Encendedores sin gas o encendedores que perdían el resorte. Resortes que perdían a su encendedor. Cuando el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se tiraran al terminar su ciclo, los uruguayos inventábamos la recarga de los encendedores descartables.
Y las Gillette -hasta partidas a la mitad- se convertían en sacapuntas por todo el ciclo escolar. Y nuestros cajones guardaban las llavecitas de las latas de paté o del corned beef, por las dudas que alguna lata viniera sin su llave.
¡Y las pilas!
Las pilas de las primeras Spica pasaban del congelador al techo de la casa.
Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que vivieran un poco más.
No nos resignábamos a que se terminara su vida útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín.
Las cosas no eran desechables. eran guardables.
¡¡Los diarios!! Servían para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para poner en el piso los días de lluvia y por sobre todas las cosas para envolver. ¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al cuadril!
Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer guías de pinitos de navidad y las páginas del almanaque del Banco de Seguros para hacer cuadros, y los cuentagotas de los remedios por si algún remedio no traía el cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla de la Volcán desde la otra que estaba prendida y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de fotos.
Y las cajas de cigarros Richmond se volvían cinturones y posamates, y los frasquitos de las inyecciones con tapitas de goma se amontonaban vaya a saber con qué intención, y los mazos de cartas se reutilizaban aunque faltara alguna, con la inscripción a mano en una sota de espada que decía "éste es un 4 de bastos".
Los cajones guardaban pedazos izquierdos de palillos de ropa y el ganchito de metal.
Al tiempo albergaban sólo pedazos derechos que esperaban a su otra mitad para convertirse otra vez en un palillo.
Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos.
Así como hoy las nuevas generaciones deciden "matarlos" apenas aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a nada. ni a Walt Disney.
Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron "Tómese el helado y después tire la copita", nosotros dijimos que sí, pero. ¡minga que la íbamos a tirar! Las pusimos a vivir en el estante de los vasos y de las copas.
Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y hasta teléfonos.
Las primeras botellas de plástico -las de suero y las de Agua Jane- se transformaron en adornos de dudosa belleza.
Las hueveras se convirtieron en depósitos de acuarelas, las tapas de bollones en ceniceros, las primeras latas de cerveza en portalápices y los corchos esperaron encontrarse con una botella.
Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos.
No lo voy a hacer.
Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que también el matrimonio y hasta la amistad es descartable.
Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas.
Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero.
No lo voy a hacer.
No voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne.
No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o que valoran más a los lindos, con brillo y glamour.
Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares.
De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente entregar a la bruja como parte de pago de una señora con menos kilómetros y alguna función nueva.
Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo que la bruja me gane de mano ... y sea yo el entregado.
Y yo...no me entrego.

(Tomado de Crónicas Marcianas y Uruguayas
http://www.marcianoduran.com.uy )

José Soler Puig: LA GRANDEZA NO SE PREGONA


La historia de un bisoño periodista frente al novelista de la Revolución Cubana

Reinaldo Cedeño Pineda

Quijote de carnes pocas, Juan Candela santiaguero…un nombre, fue para mí un nombre, apenas un capítulo durante los estudios de secundaria… A José Soler Puig lo había visto casualmente una tarde de homenajes en la casona de la UNEAC, cuando la calle Heredia latía como arteria de la cultura santiaguera.

Siempre me imaginé así su propia casa –un colgadizo de tejas-, y no aquella de calicanto que me encontré el 13 de junio de 1988, con un perfecto trío de cinco, bajo la placa de la calle quinta en el reparto Sueño. Aquel día celebraba mi cumpleaños número veinte…

Alguien me había encomendado una entrevista con Soler, pero sobre mí pesaban las anteriores, como una losa. Me asomé por la puerta entreabierta. El balance mecía el tiempo.

No sabía entonces de los juegos de fútbol que describía en el antiguo Colegio Dolores, de los primeros cuentos versionados desde las revistas Carteles, ni de los cuentos ignorados hasta su Premio Casa de las Américas, cuando Alejo Carpentier afirma que se revelaba en el “un auténtico temperamento de novelista” (1)

Aún así –confesión de escritor, extrañamiento- se declara “un ladrón de ideas”:

En Bertillón 166 hay muchas vivencias, el negro comunista es el único miembro del M-26-7 que conocía bien (Juan Ramón Carbonell) aunque en realidad es blanco. Espinosa era ayudante de carrero en la Coca-Cola, Raquel y Rolando trabajaban en la llamada ‘Compañía Cubana de Aviación’, el sastre Kiko también existió, claro un poco disfrazado. (2)

La sinceridad de Soler era desconcertante y lo que pasaba en una entrevista, era inadmisible para un examen. De su propio testimonio me enteré de aquellas chicas que llegaron a su puerta desconcertadas, en una sola lágrima, porque habían escrito en una prueba, ni más ni menos que lo dicho por el autor… y habían desaprobado. A saber:

¿Bertillón 166? La verdad es que no es gran cosa, no tiene mucha técnica, copié mucho de la realidad, de personas que conocí; así que no tuve que inventar apenas. Después hice cosas realmente mejores… (3)

Volvió nuestro José… Quijano, sin más preámbulos ni espera y, en un arresto, echó una camisa sobre su esqueleto y partió rumbo a desfacer aquel desaguisado. Veremos el asombro de la profesora, los brazos escuálidos de este hombre buscando la reconciliación:

-Profesora, yo tengo toda la culpa… desapruébame a mí...
Las chicas se quedaron sin palabras, pero la sonrisa volvió a aflorar cuando aquel suspenso quedó revocado.

Ese era Soler.

El perpetuo ejercicio de la palabra

A primera vista, pudiera pensarse que Soler es uno de esos casos en que la obra sobrepasa al hombre, le deja minúsculo en su sobrevuelo. Sólo a primera vista, porque aquel laboreo hasta las médulas, ese perpetuo ánimo no es privativo de su literatura; sino antes, congruencia con su personalidad, un toma y daca que acabó creciéndoles al unísono.

Si bien su condición de santiaguero fiel -que es ya decir algo en estos tiempos que corren, y en una ciudad diaspórica- poco será para aquilatar su magnitud. La nobleza de hidalgo antiguo, le asomaba desde la armadura de caballero. Su capacidad de eternizar la ciudad –la rebelde o la fantasmagórica- en un obstinado ejercicio de la palabra, nos lo devuelve siempre.

Acaso, ¿no será esa mística en las letras, floración misma de esa nobleza, su cuna, su cáscara de nuez y su Meñique?

No intentaré descubrir al escritor radial, reafirmar eso sí, su inveterada apuesta por la palabra, aunque se sujetase efímera en el aire, irreverente ante el latinazgo lapidario: verba volant, scripta manent. O acaso será su clarividencia, la de no desmerecer un medio capaz de sobrepasar toda barrera e instalarse dentro de la gente, con esa sensación de calidez y compañía tan difícil de alcanzar por cualquier otro.

Observo el horno y la panadería (La Campana en la vida real) y a un joven que transforma como un demiurgo, aquellos sudores y esas certidumbres en el arte mayor de El Pan Dormido. Una novela entera que no se cansará de entregarnos luz, aunque haya que “abrir la doble puerta que hay al final de la rampa, para que el taller se viera por dentro” (4)

Una entrevista es una pretensión –casi una presunción- de atrapar de una bocanada, el espíritu de una vida al modo de un medium, que debe interpretar los silencios tanto como las palabras. Por eso, casi incrédulo con la impresión inicial, volví otra vez, pero ya el pulmón le flaqueaba.

Tal vez esa respiración, esquiva entonces, es la misma que fue insuflando –como los dioses a los seres de maíz- a sus personajes y ambientes, que ahora respiraban en eslavo y japonés, en el sonoro catalán, en el dulce portugués, en inglés, en más de cuarenta idiomas.

Ninguna obra de Soler duerme en las librerías, ningún volumen suyo se empolva. Ya no es posible encontrar ediciones príncipes de El Caserón, Un mundo de cosas o Una mujer. Ni que decir de Bertillón 166 o El Pan dormido.

Para los lectores, imagino, será una agonía tal vez; pero las libreras –hadas ignoradas- saben que esta es una señal inequívoca para un escritor. No sólo han sido las ediciones primigenias las que se agotan, sino las reediciones y las reediciones de las reediciones.

Soler no es un escritor citado de vez en cuando en una antología literaria, ni lectura obligada de libro de texto; es sobre todo un escritor presente, un escritor que sigue escribiendo, si hacemos honor a esa certeza de que cada lectura es una reescritura.

La memoria se construye desde los pequeños detalles. Al cumplir los 65 años en 1981, recibió muchos homenajes, se le hicieron varias entrevistas y programas de televisión… se puso de moda. Desde todas partes del país se requerían sus palabras.

Uno de mis colegas –de cuyo nombre no quiero acordarme- se puso su ropa de gala y se encaminó a encontrarse con el señor escritor José Soler Puig, así como zumba y suena.

Pisaba Santiago de Cuba por vez primera y encontró por fin, después de un buen andar, el consabido número 555, y pasó justo frente a la casa. En el pequeño portal tomaba el fresco nuestro Quijote, más Quijote que nunca con su modesto atuendo de andar. El periodista decidió cerciorarse con una vecina, tan espontánea y solícita como cualquier santiaguera.

-Buenas, señora, ¿usted sabe dónde vive el escritor Soler Puig?
-Pero, sí usted ha pasado delante de él, es aquel… y al final de su dedo, se recortaba la imagen del escritor.
-¿Usted está segura? , terció el visitante.

Hemos de imaginar a aquella santiaguera mirándole de arriba abajo, sintiéndose ya cuestionada en su sapiencia de barrio, como le diría: -Completamente… ¿Y de dónde es usted?...

Dejemos que sea el propio Soler quien termine la historia:

“veo a un señor bien vestido hablando con una vecina mía, y ambos me señalan. Cando se va, la señora me dice que le preguntó dónde vivía Soler Puig y que al señalarme, el hombre dijo con expresión de asombro: ¿¡ese!?” (5)

Entonces, aquello me pareció extraño y tal vez lo hubiese puesto en duda sí el mismo escritor no me lo hubiese contado. Sólo ahora, con un poco de camino andado y tras haberme encontrado con cada personaje fatuo por ahí, puedo echar una mirada comprensiva a mi colega.

Tal vez no entendió que un hombre de letras de su estatura, no tuviera reservas para mostrarse como un mortal común y corriente, en la puerta de su casa. Y es que Soler no sucumbió nunca a la embriaguez de la gloria, ni tendía impertinencias –prefabricadas o auténticas-. Abría la puerta de su casa a todos, sin distanciamientos, sin claustros y sin horas.

Soler jamás pregonó su grandeza, la grandeza serena que jamás escatimó para regalarla silencioso a los flacos de espíritu, y a sus amigos.

Al mostrarme sus medallas –las más altas distinciones de la cultura cubana- una mezcla rara rezumaba en sus poros: el honrado orgullo del ex vendedor ambulante, ex cortador de caña, ex dependiente, ex recogedor de café, ex de todo… que había podido trascender ese mundo sabe Dios con cuantos desvelos; y por otro lado, el desasimiento de tales lauros, que allá en el fondo de su modestia, tal vez considerase impropios,
“que nunca esperé recibir tanto”. (6)

De aquellos galardones, me confesó que había uno que consideraba especial: la condición de Profesor Invitado de la Universidad de Oriente. Más que ganado a esas alturas, podrán calarse los motivos para aquella humildad hermosa y el espacio para una aparente paradoja: “a escribir no se enseña, pero se puede aprender”. (7)

Vuelvo a tenerlo al frente, para que en un alarde de memoria, este Quijote se vuelva Quijote, empecinado en beberse a Cervantes. Y escribir, escribir, como un aprendizaje infinito, el mismo que hizo al lado de Juan José Arreola. Escribir, escribir.

¿Dónde depositó su amor de padre, quebrado en la mitad, arrancado de cuajo su Rafelito? Se plegó el padre a su dolor; pero el escritor le tendió la escala. El eco colectivo no se apagó, se reconcentró más pudoroso, pasó gallardo por todos los quinquenios, refugió sus memorias en las manos de su esposa, la eterna Chila; mientras nosotros, los de afuera, esperábamos siempre. Y no aprendió a defraudarnos.

Por suerte, Soler es un mundo, con sus calles y sobre todo, con su gente. Es Santiago, no deja de serlo, ni siquiera cuando desanda su “ciudad interior”, tan vasta seguramente como la que pisamos todos los días.

¿Cuántas cosas se le quedaron por contar? ¿Quién lo sabe?

Hubiese querido decir aquí que Soler fue mi amigo; pero por más que desboque la imaginación, sería faltar a una verdad estricta. O acaso, si un escritor tiene poder para convertir un viejo caserón en protagonista o rescatar el ánima solitaria e inmortal mediante el poder de las palabras, ya lo he convertido en tal.

Y lo hago sin permiso suyo, porque aquella dedicatoria que guardo en la intimidad de mi cuarto –una dedicatoria holgadamente generosa- solo se escribe para un amigo.

NOTAS

(1) Prólogo a Bertillón 166, La Habana, Editorial Letras Cubana, 1982, p.5.
(2) Entrevista realizado por el autor (José Soler Puig, más allá de sus obras) en Perfil de Santiago, Año 2, n.36, 25 de junio de 1988, p. 4
(3) Crónica del autor (Soler nuestro) en Sierra Maestra, Santiago de Cuba, 14 de septiembre de 1996, p.3
(4) José Soler Puig: El pan dormido, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1977, p.11
(5) Corresponde a José Soler Puig, más allá de sus obras
(6) Op .cit
(7) Op,cit

domingo, 7 de octubre de 2007

CHE: Con la espada aclarando camino




Reinaldo Cedeño Pineda


Cuando por vez primera me asomé a la fotografía del Che, tendido en la lavandería del hospital de Valle Grande, Bolivia, sólo me salvó de caer, el célebre soneto del cubano Cintio Vitier:

Derrumbado en el hielo de la muerte
por el plomo que fuiste a procurarte
en la lucha feroz, no estás inerte
…………………………………..
arqueado el torso roto, el rostro aparte
de la sombra que quiere conocerte
parece que ya vas a incorporarte
(1)


Me aferré a la poesía ante aquella imagen demoledora, tomada por el boliviano Freddy Alborta en octubre de 1967:

quien descubra el cadáver
es que no tiene fe
(2)


Me refugié en la imagen del cubano Alberto Díaz (Korda), una de las instantáneas más famosas del mundo.

Fue, tomada una fría tarde de marzo de 1960, mientras el fotógrafo se encontraba en su labor durante los funerales de las víctimas del sabotaje al barco francés La Couvre, donde Fidel Castro usaba de la palabra.

Korda diría en una entrevista: “El Che se había mantenido en un segundo plano. Se acerca a mirar el río de gente. Lo tengo en el objetivo, tiro uno y luego otro negativo, y en ese momento el Che se retira. Todo ocurrió en medio minuto”

Soldadito boliviano

El Che estuvo combatiendo hasta que el cañón de su fusil M-2 queda inutilizado y es herido en ambas piernas. Sólo así pueden capturarlo, el 8 de octubre. Lo trasladan la pueblo de Higueras, y en la capital boliviana, se conjura el asesinato, al filo de la madrugada del 9.

El mayor Miguel Ayoroa y el coronel Andrés Selnich, rangers entrenados por los yanquis, instruyeron al suboficial Mario Terán para que procediera al asesinato; pero el verdugo, completamente embriagado, vacila

-Dispara, cojudo, dice el Che con entereza

Soldadito de Bolivia
soldadito boliviano
armado vas de tu rifle
que es un rifle americano
(3)


Debieron repetirle la orden y le dispara de la cintura hacia abajo, una ráfaga de metralleta:

Te lo dio el señor Barrientos
soldadito de Bolivia
regalo de míster Jonson
para matar a tu hermano
(4)


Había sido dada la versión de que el Che había muerto varias horas después del combate y por eso los ejecutores tenían órdenes de no disparar sobre el pecho ni la cabeza, para no producir heridas fulminantes. Eso prolongó cruelmente la agonía, hasta que un sargento -también ebrio- con un disparo de pistola en el costado izquierdo, lo remató.

Las horas finales de su existencia en poder de sus despreciables enemigos, tienen que haber sido muy amargas para él; pero ningún hombre mejor preparado que el Che para enfrentarse a semejante prueba (5)

La poesía deslinda la luz de las tinieblas:

El crimen fue en Bolivia
No fue Bolivia
(6)


Che Comandante, amigo

El uruguayo Mario Benedetti, consternado, se preguntó cómo podíamos seguir:

da vergüenza el confort
y el asma de vergüenza
cuando tú comandante estás cayendo
(7)


Intentaron esconder tu cadáver, Che; pero estás de vuelta treinta años después, con tus compañeros de guerrilla: “no llegan vencidos. Vienen convertidos en héroes, eternamente jóvenes, valientes, fuertes, audaces. Nadie puede quitarnos eso” (8)

La poesía, siempre en las alas del futuro, lo había adelantado treinta años antes:

Y no porque te quemen
porque te disimulen bajo tierra,
porque te escondan
en cementerios, bosques, páramos,
van a impedir que te encontremos,
Che Comandante,
amigo
(9)


Pero, el Che no es una fotografía, un mausoleo, ni un instante. Y como un caballero, responde:

-¿Dónde estás, caballero seguro
caballero del cierto destino?
-Con la espada aclarando camino
al futuro señora, al futuro
-¿Dónde estás, caballero de gloria,
caballero entre tantos primero?
-Hecho saga en la muerte que muero:
hecho historia, señora, hecho historia
(10)


Y lo había dicho, Ernesto, el guerrillero, con sus propias palabras:

Y si en nuestro camino se interpone el hierro,
pedimos un sudario de cubanas lágrimas
para que se cubran los guerrilleros huesos
en el tránsito de la historia americana
(11)


La poesía al lado de la honra y de la luz. El niño que buscaba el sol, con la oración inconclusa de La Higuera, ansia de constructor, de médico y ministro, sosteniendo el caballo de ajedrez, con esos lazos que no se pueden romper como los nombramientos, subido al costillar de Rocinante, con el sueño del Congo y de Bolivia, y la estrella en la frente, Santa Clara. Siempre.

Se equivocan
más que nosotros figurándose
que eres un torso de absoluto mármol
quieto en la historia, donde todos
puedan hallarte.
Cuando tú
no fuiste sino el fuego,
sino la luz, el aire,
sino la libertad americana
soplando donde quiere, donde nunca
jamás se lo imaginan, Ché Guevara.
(12)


NOTAS

(1) Cintio Vitier: Ante el retrato de Guevara yaciente(2) Belkis Cuza Malé: Biografía(3) Nicolás Guillén: Guitarra en duelo mayor(4) Ibidem
(5) Fidel Castro: Una introducción necesaria. Diario del Che en Bolivia(6) Joaquín Marco: Che Guevara(7) Mario Benedit: Consternados, rabiosos(8) 12 de julio de 1997. Palabras de la hija del Che, Aleida Guevara en el recibimiento solemne a los restos del Che y sus compañeros en La Habana
(9) Nicolás Guillén: Che Comandante(10) Mirta Aguirre: Canción Antigua a Che Guevara(11) Ernesto Guevara: Canto a Fidel
(12) Eliseo Diego: Donde nunca jamás se lo imaginan

miércoles, 3 de octubre de 2007

VOY A TOCAR LAS TECLAS DE ESE PIANO












Reinaldo Cedeño Pineda



A Jane Campion


Voy a tocar las teclas en el fin del mundo
voy a colgar un arpegio de la última ola
hasta que el kiwi pierda el horizonte
hasta que el Dios-Hombre saque del mar la Isla del Sur
y canten las ballenas

Voy a tocar a rebato
voy a subir el piano a la montaña
para que el viento pase entre sus cuerdas.
Hazme el amor
hasta que la corteza del kowhai se vista de amarillo
Nueva Zelanda tiembla si pones tus manos en las mías
voy a tocar las teclas en el fin del mundo
voy a tocar cuando me arranquen los dedos
aunque tenga que morir dentro del piano.

I will strike the keys in the end of the world

I will hang an arpeggio of the last wave

Until the kiwi bird loses the horizon

Until The God-Man takes out from the sea the South Island

And the whales sing

I will sound the alarm

I will lift the piano onto the mountain

In order that the wing goes across its strings.

Make love to me

Until the bark of the Kowhai become yellow.

New Zealand shakes if you put your hands with mine ones

I will strike the keys in the end of the world

I will play when they cut my fingers off

Even if I have to die inside the piano.




EL DÍA QUE CONVERSÉ CON LA LUNA





Rayén Kvyeh, embajadora de un pueblo legendario






(Diálogo con una mapuche)

Reinaldo Cedeño Pineda

Es una werken, una mensajera de la gente de la tierra…

Al pasar, tras las balaustradas, escuché una lengua extraña, un acento jamás escuchado. Y decidí entrar a la tertulia, una de esas tardes en las que el Sol se enamora de la ciudad de Santiago de Cuba.

La curiosidad es un flechazo.

Estaba con su chariwe, faja de lana ceñida a la frente. Una rareza imponente, ojos de aquellos que se han sentado a solas con la vida.

Ojos de otro mundo.

Y el poema: Mapu Ñuke… Mapu Ñuke...

-Por favor, ¿qué quiere decir?…
-Madre Tierra.
-¿?
-Soy mapuche
-¿?
-Araucana… así nos pusieron los colonizadores, agregó ante mi perplejidad.

Como una ráfaga pasaron por mi memoria, el mítico Caupolicán con el tronco a la espalda. Lautaro y su pica. Guacolda y Colocolo, la epopeya cantada por Ercilla…

Esta mujer tiene la voz como el río Bío Bío, que trae el agua helada de los picachos andinos hasta el Pacífico.

Esta mujer te filtra el alma con la mirada.

-Hasta yo misma he olvidado mi nombre. Mi nombre en español, se evaporó. Soy RAYÉN KVYEH, en mapuche… quiere decir “Flor de Luna”, porque nací en primavera.

Todos los días, no se sienta la historia de América a tu lado.

Nació en el país más largo del mundo, Chile; pero a su gente la han dejado el Sur del Sur: desde Temuco hasta Chiloé, la isla de pescadores y niebla.

A su pueblo lo diezmaron, lo partieron entre Argentina y Chile; pero su existencia es una rebeldía.

El vocablo mapuche está formado por mapu (tierra) y che (gente). Son gente de la tierra.

Ser mapuche es un milagro.

Antes de que “la conciencia ecológica” tocara el alma, antes de los grandes desastres… ellos apostaron por la tierra, con el homenaje de la ceremonia del gijatun, donde su pueblo se comunica con el espíritu de la naturaleza y sus antepasados. Y con la labor cotidiana de sus manos.

Los pueblos originarios son los primeros ecologistas de América.

Su pueblo tiene una lengua oral que en su propio país algunos han querido barrer. Para otros, queda el esfuerzo heroico para dotarla de una gramática, a contrapelo de la tradición arraigada en las comunidades... sobre todo… de la desidia, la invisibilidad, el ninguneo.

Ser mapuche, es esta mujer con ojos de siglo, sus poemas épicos:

Irrumpirá la aurora con su arco iris de colores
Y te enseñaremos quiénes somos los hijos de la tierra

Rayen es una werken, una mensajera. Ha viajado por Europa y América llevando el mensaje de su gente.

Dice que su pueblo es capaz de darlo todo por amistad o por amor.

-Cuanto más mundo he visto, más mapuche soy.

Cuando canta el ave sagrada, no se aventura a salir. Cuando los longos, los ancianos, dictan su filosofía… palidece y asiente.

Al otorgársele la Placa Conmemorativa José María Heredia -aquel poeta que se inventó la patria "en una aterradora soledad"- durante el Taller Internacional de Poesía en Santiago de Cuba , afirmó estar como en su ruka, casa de madera y junquillos, sin divisiones; bajo el árbol milenario del pewén.

Y agradeció en su lengua: Wvne Coyvn Ñi Kvyeh: Luna de los primeros brotes.

Rayen no entiende porque atentan contra la Madre Tierra.

Ha fundado la Casa de Arte Mapuche y la revista Mapu Ñuke. Y toma un pincel fino para pintar rostros y volcanes.

Cuando regresé del asombro, de la entrevista, de la tertulia, de la amistad… me miró fijo. Me dijo, bajito, que tenía los ojos helados como los volcanes de su tierra.

Nuevas lunas se avizoran para el pueblo mapuche; mas es sabio esperar.

El pueblo mapuche es una asignatura pendiente.

Los mapuches son como los lagos pequeños, donde cabe una lágrima; como los mares del Sur, con las olas indomables de la esperanza

SECRETOS DEVELADOS


De izquierda a derecha:
Dulce María Loynaz junto
a Gabriela Mistral y
José María Chacón y Calvo.

Reinaldo Cedeño Pineda

“Era un Chimborazo… cubierto de nieve”… Imagen tan rotunda reservó la cubana Dulce María Loynaz (Premio Cervantes, 1992) a Gabriela Mistral cuando la poetisa chilena se alojó en su casa, en el mismo corazón de La Habana.

La Isla festejaba en 1953, el centenario del natalicio de José Martí y la autora de los versos ríspidos de Tala y Desolación, aceptó la invitación de la Loynaz para hospedarse en su mansión del Vedado.

“En ella vivió sus días de Cuba que no recuerdo cuántos fueron, pero sí que pasaron de una luna”, escribiría años después.

Aunque la fotografía de ambas junto a la fuente ha recorrido medio mundo, aquella relación, aquellos días no resultarían fáciles…

Al lado de la fuente

“Hablar de Gabriela Mistral es (…) una aventura (…) pues no es posible disponerse a hacerlo, sin correr los riesgos del que escala una montaña o se adentra en una selva virgen o intenta vadear el Amazonas”, escribió la Loynaz.

Lucila Godoy que había recompuesto su nombre por el de Gabriela, atravesaba ya el sexenio, era entonces la única Premio Nobel de América Latina (1945) –le sucederá su alumno, Pablo Neruda- y en consecuencia, una “tupida nube de admiradores” le seguía a todas partes.

Dulce María prefirió aguardar antes que fundirse a esa cohorte, que no era ninguna chiquilla, sino una dama con sus cincuenta años bien cumplidos.

No era ninguna desconocida en materia literaria, aunque entonces era España -y no Cuba- quien le había brindado la cobija editora. Había publicado Canto a la mujer estéril, Carta de Amor a Tuk-Ank-Amen, Poemas sin nombre y su novela lírica Jardín; si bien tardarían muchas décadas hasta la consagración definitiva del Premio Cervantes, 1992.

La visita pronto se convirtió en un mito. Y creció al morir Gabriela, el 1 de enero de 1957.

¿Quién mejor entonces para hacer el panegírico tras la muerte de la Mistral?

Las señoras del aristocrático Lyceum Law Tennis Club de La Habana, vencieron las dudas de Dulce María y fueron las primeras en escucharla:

“En casa Gabriela escogió pronto su rincón favorito. En el jardín junto a la fuente solía pasar largas horas, al menos todas las que dejaba libres el tumulto de sus admiradores.

“Allí sorbía lentamente taza de té tras taza de té, y en tal número que nunca me fue dado contarlas. Era lo único que probaba con gusto porque apenas probaba bocado y puedo decir que resultaba insensible para los platos más exquisitos que en vano le hacíamos preparar”.

“En mi jardín el hilo de agua de la fuente corre todavía, pero ya la voz de Gabriela se apagó para siempre”.

¿Había como una pudorosa discreción en aquella distancia entre casera e invitada; o, acaso esta sobrevolaba naturalmente como un reto, como un puente a vencer?

En todo caso, el sutil hilo de la poesía acabó uniéndolas, como hilo de agua:

“Aquel rincón junto a la fuente escogido entre todos, se lo respetaba siempre, y no iba a su encuentro, al menos que ella misma me llamase.

“Entonces nos sentábamos juntas y conversábamos o por mejor decir, conversaba ella, tomaba el hilo de la conversación que devenía pronto en monólogo, porque mi amiga era más conversadora que yo, y tenía también más cosas que decir”.

Y cuando la más joven, confesaba que el verso no descendía hasta ella con sus alas esquivas; la mayor tenía ya la respuesta:

“-Pues subir a buscarlo, mi chiquita…”

Recuérdese que estas palabras andan escritas en 1957.

El que ahora escribe, sólo llegó a la casona de 19 y E de La Habana muchos años después, en 1994, en medio de la ruina.

Y de aquella de Gabriela y de Dulce, sólo quedaba una fuente resquebrajada y seca. Sólo al buscar con el alma, con mucho esfuerzo, las pude imaginar.


Ahora, la casa vive la animación constante del Centro Cultural Dulce María Loynaz. Con la reparación salvadora y la pintura nueva, se ha detenido la destrucción, se han barrido las agujas de pino que antaño formaron una alfombra; pero paréceme que también se han ido los últimos fantasmas.

El salitre y la dama

Ya decía que la Loynaz albergó en su casa a la Premio Nobel. Verdad que otros famosos habían llegado antes (Lorca y Juan Ramón Jiménez, incluidos); pero la estancia de la Mistral fue un relámpago.

Tal vez, pocos sepan que el primer lugar de encuentro había ocurrido ya, en la geografía europea:

“ (…) hacía yo el viaje de Niza a Portofino sólo por el privilegio de estrechar su mano (…) Me la había imaginado morena, curtida por el viento de la cordillera y en fin medio india como ella se complacía en repetir, y estoy por decir que aquel colorido propio del pincel de Reynolds casi me decepcionó. (…)


“¡Qué hermosa fue la cena a la orilla del mar, en compañía de Gabriela niña, Gabriela humanizada, alborozada, dulcísima!”


Pero, esta que llegaba a La Habana acompañada de todos sus honores, era la Gabriela de siempre que “como todos los genios, tenía sus imperfecciones (…) impertinencias auténticas”.


¿Qué pruebas tenía Dulce para hablar así? ¿Cuándo hace semejante confesión?


Sólo pueden saberse hoy los detalles por la insistencia del periodista Aldo Martínez Malo, quien le arranca para la posteridad esa confesión, en una carta firmada por Dulce María el 1 de agosto de 1976. No era un escrito dedicado a la imprenta, sino la evocación íntima. Y uno se da cuenta de que las pruebas sobraban:


“(…) fuimos a la librería. Gabriela quería comprar libros, pero su joven secretaria (…) me advirtió que la Poetisa se negaba desde hacía muchos años a tocar dinero alguno.


“Era por tanto yo la que tendría que entenderme con los pagos y a ese efecto puso en mis manos un billete de cien pesos. Acepté pues mi papel de pagadora (…) Gabriela gastó aquello y mucho más, sin preguntar lo que gastaba (…)”.


Y otra:


“Recuerdo que Federico de Onís, hospedado en mi casa cuando la estábamos esperando, se echó a reír un día que le mostré la bella sobrecama de encaje legítimo, con que pensaba revestir la cama de la poetisa:


“Lo primero que hará al llegar será echarse sobre ella con los zapatos enfangados del viaje”.


“Yo me reí también pensando que el honor de hospedar a Gabriela Mistral, bien merecía el sacrificio de una y cuarenta sobrecamas”.


El Chimborazo no se sometía a disciplina alguna, y la dama habanera, en cambio, andaba atada a no sé cuantas convenciones “de las cuales no osaría jamás emanciparme”, confesaría.


Despedida y reencuentro


Gabriela correspondería a su granjeada fama.


Dulce era la anfitriona que le había propiciado un almuerzo de etiqueta con “prominentes personajes del cuerpo diplomático y de la intelectualidad cubana”. Y no sin gran temor, vio partir a su ilustre invitada justo ese día “con una gran necesidad de ver el mar”.


Vanos fueran los recados, vanos los llamados por teléfono, y sólo se apareció cuando todo anduvo despejado.
Puesto a prueba su orgullo, la cubana perdió los estribos ante la mismísima Nobel:


"Yo hubiera podido soportar muchas genialidades de este estilo, pero que nos pusiera en ridículo a mi marido y a mí, era algo ya que se pasaba de la raya.


“(…) cuando Gabriela llegó esa noche, halló una nota en su cuarto donde le decía que puesto que en mi casa no parecía sentirse a gusto (…) era preferible que yo sacrificase el mío de tenerla allí. Y al día siguiente, ella se trasladó a un hotel”.


Sin embargo, veintitrés años después, todo había sido sopesado:


“(…) he meditado mucho en su conducta y en la mía, sobre todo en la mía (…) Procedí, no lo niego en un momento de violencia, provocado por ella, pero violencia al fin, y en eso momentos no se suele ser justo”.


Compréndase al fin, cuanto embarazo tendría Dulce María al impartir la conferencia Lucila y Gabriela en el Lyceum; pero ello resultó a la postre, ajuste de cuentas a la memoria, un abrazo de amigas al lado de la fuente.


Las lágrimas asomaron a sus ojos en aquel juego de espejos, juego de agua entre Lucila y Gabriela, la mujer y la poetisa:


“Ahora Gabriela, aunque ya no estemos en el jardín de casa, necesito decirte algo: no creas que voy a referirme a nuestro último malentendido que me doliera tanto como a ti. Eso no cuenta ahora y además lo tengo olvidado, tú lo sabes.


“Lo que quiero decirte, amiga mía, es que hubo una cosa muy importante en la cual te equivocaste.


“Te equivocaste y acertó Lucila que no tenía tu sabiduría y solo era dulce y sencilla como la miel agreste.


“A reina pues, llegaste, como en los juegos de tu infancia: faisanes de oro y árboles de leche te contemplan ahora, alta más que las cien montañas de tu valle”.


Aquellas palabras de Dulce María se utilizaron además en el Prólogo a la Poesía Completa de Gabriela Mistral publicada en España dentro de la colección Premio Nobel.


Gabriela había escrito de Dulce María Loynaz, de su poesía: “Son palabras-pintura y escultura que la dan a usted viva, vivísima”.


Y de Jardín, su novela lírica: “es el mejor repaso del idioma”.


El tiempo, había trocado en río, la nieve del Chimborazo.


FUENTES:


Dulce María Loynaz: Cartas que no se extraviaron, Fundación Jorge Guillén-Centro Hermanos Loynaz, Pinar del Río-Valladolid, 1997.


Dulce María Loynaz: Conferencia “Lucila y Gabriela” (1957) en Canto a La mujer, compilación de textos, Tomo II, Ediciones Hermanos Loynaz, 1993.


Entrevista del autor con Dulce María Loynaz, en 1994.