martes, 14 de octubre de 2008

CRÓNICAS ÍNTIMAS: EL niño y el Titán


Reinaldo Cedeño Pineda
escribanode@gmail.com

El relumbre del sol me cegaba cuando intentaba mirarle de frente. Entonces, mi padre me alzaba hasta el cielo, me sentaba a horcajadas detrás de su cabeza… y la estatua bajaba, hasta dibujarse ante mí las botas enormes, los enormes brazos…

A un Titán no le hace falta un pedestal.

Seguía por la Avenida de Los Maceo, me sabía de memoria los bancos y los árboles. Y cuando el bronce se hacía pequeño, casi de mi tamaño, la casa de la abuela estaba cerca.

Allí encontré a los hermanos que nunca tuve, y me aferré a ellos con todas mis energías hasta bien entrada la adolescencia. Mis primos me salvaron del egoísmo del niño solo, de su tristeza; Cristina, fue mi otra hermana. Ella es como el oro auténtico, que no le desgasta el tiempo.

San Luis era mi tía Georgina. La creía inmortal cuando la veía venir ir de aquí para allá, sin cansarse nunca, repartiendo cariño y comida a manos llenas. De habérselo propuesto, hubiese cobijado al mundo entero bajo su ala.

Me resisto a creer que se haya ido.

San Luis era el caramelo que doraba mi tía Nena, tan hermosa de niña que allí mismo perdió su nombre de Aracelis; tal vez ni ella misma lo recuerde. Detrás de las casillas, después de la vía férrea, vive aún. Me vestían de pantalones largos, me peinaban con esmero para ir a verla, y allá se iba el niño bueno…

Casi daba pena vaciar el pequeño plato. Las natillas de mi tía Nena sabían a ternura.

San Luis era la excursión de toda la familia hasta Vegabotada. Su nombre siempre me daba gracia, dicen que otrora había sido un realengo, una tierra de nadie. Vegabotada era sinónimo de río, de mamoncillos gemelos y de yuca con mojo.

La tierra ancha y sin límites que se abría ante nosotros por única vez.

Aquellas caminatas entre cañas y charcos, se aderezaban de cuentos campesinos y aparecidos: la palma de la colmena levantaba su recia soledad en medio de un lagunato, y había que pasar en silencio, con cuidado. Dicen que de allí salían unos ruidos y unas luces… pero nunca lo quise comprobar.

Por esos caminos se habían encontrado un día, la maestra recién llegada de la ciudad y el campesino del caballo blanco. Son mis padres. Algo tenía aquel paisaje donde todos, de repente, se volvían más jóvenes. Nunca fue igual cuando la autopista quebró los trillos y la senda de las carretas.

El camino de vuelta al pueblo se volvía pesado, como si le hubiesen quitado el color. El sol se me apagaba cuando mi madre iba a buscarme. Los regresos son terribles.

Mi abuela Ana era mi último recurso. Por sus manos había pasado la ropa de un ejército y ocho hijos. Las venas asomaban, pero todavía andaba firme… y no había Dios que me moviese si mi abuela no prometía irse conmigo, que era llevármelo todo: mis juegos, el paisaje, los dulces, los abrazos.

La sujetaba tan fuerte como puede un niño de cuatro años… y mi abuela andaba conmigo, casi a rastras, por todo Agustín Cebreco, toda Avenida de Los Maceo, todas aquellas calles, hasta la terminal.

Yo era el niño más feliz del mundo cuando volvía a ver al Titán.

Cuando crecí, alguien quiso arrancarme el recuerdo al decirme que Antonio no había nacido en esos lares, que no era San Luis la tierra de Los Maceo. Le respondí que no importaba: Majaguabo le había visto cuando ayudaba a sus padres a vender los productos de la finca, cuando era el hijo de Mariana., cuando empezaba a ser cubano… Y eso era suficiente.

Aprendí de números primero en la terminal que en la escuela, al preguntar cuántos minutos tenía una hora, cuánto costaban los turrones, cómo se decía aquella cifra larguísima del tiquet…

Cuando ya ponía el pie en el estribo de la guagua, y mi abuela, tímidamente, se quedaba atrás… la desesperación me calaba los huesos:

― ¡Abuelita, abuelita…! Sube, que te quedas, ¡sube!...

Media terminal salía a ver al niño que gritaba.

―Móntese señora, móntese… decían algunos.

Pero mi abuela no subía, no podía. Y cuando tomaba la primera curva, yo era el niño más desolado del mundo.

No puedo perdonarles como me engañaban una y otra vez. Eso creían.

Ellos hablaban de malcriadez, de cosas que no entendían. Ellos la veían bajar… pero no eran sus pasos, ni un punto en la distancia, entre la estatua del Titán y el relumbre del sol.

Los adultos nada saben: mi abuela siempre se iba conmigo.

OTRAS crónicas íntimas:

---Mamá Yoya y Papá Luis:
http://laislaylaespina.blogspot.com/2008/09/reinaldo-cedeo-pineda-escribanodegmail.html

--- El Tío Perucho
http://laislaylaespina.blogspot.com/2008/09/crnicas-ntimas-el-to-perucho.html

---El hombre que se entendía con los trenes

5 comentarios:

Amparo dijo...

No sé por qué, mas cuando leí: "Pero mi abuela no subía, no podía. Y cuando tomaba la primera curva, yo era el niño más desolado del mundo." Sentí un vacío en el estómago. Debías sentirte muy triste, yo losentí también. Sigo pensando que eres genial en esas crónicas familiares, no las dejes. Un abrazo

Anónimo dijo...

Felicidades Cedeño en el Día de la Cultura Cubana, a ti, que conviertes en hechizo la cotidianidad con la imaginería de tus escritos.
Un beso, Zenia

Anónimo dijo...

Me encanta leerlo una y otra vez, me pone muy triste y me hacen llorar esos recuerdos y no se como desirte que à la misma vez me hace bien.

Adelaida Cedeño Escalona

Anónimo dijo...

Hola cielo me has hecho llorar que tiempos tan felices. Cómo pudiera retroceder el tiempo seria perfecto. Ahora solo nos qiden los recuerdos bellos de los que ya se han ido, cuanto los necesito. Pero viven en mi corazón para siempre gracias es precioso solo tú sabes decir cosas tan bellas gracias de nuevo te quiero besote te tengo en mi corazón a mi tio dile que lo quiero mucho como el padre que perdi besitos

Isabel Cristina Ricardo Cedeño

Anónimo dijo...

Me da mucha alegría y tristeza primo cuanto demenos les hecho cada día a esas personas ausente hoy ,q les puedo dar de todo y no los tengo conmigo

Aylen Sarmiento Ricardo