Cuando El Tío Perucho gritaba a voz en cuello ¡Viva el Partido Liberal!, el corro de los muchachos le caía detrás por encima de los canteros, saliendo de los viejos corredores y los pasillos empedrados, saltando los muros de la Logia…
La larga calle, agujereada por el tiempo, tenía no obstante, el nombre ilustre de un general mambí, Agustín Cebreco.
Por allí avanzaba El Tío Perucho, como podía. Su paso trastabillante anunciaba que venía envuelto en el letargo del alcohol. Los más atrevidos le voceaban para buscarle las cosquillas, pero El Tío les entregaba una sonrisa a cada uno, que les dejaba sin armas.
El Partido Liberal había dejado de existir hacía tanto tiempo, que todos se convencieron de que aquellos vítores eran prueba no de la inconciencia, sino de su ingenio. Algo había de choteo, de desgaje en el tono de su anacrónico pregón, del que era imposible sustraerse, y así, El Tío Perucho acababa sumiendo en la risa al más sereno de los mortales.
Indefectiblemente asociaba su nombre, o más bien su sobrenombre, al autor del Himno Nacional, Perucho Figueredo. Y tal vez de aquella similitud ―acaso fortuita―, o de mirarle desde mis pocos años, le hallaba crecida su estatura.
El Tío Perucho completó su condición de hombre, cuando encontró a Reina, hermana de mi abuela. Era hermosa de cuerpo, y lo era aún más de carácter. Quién la hubiera visto una vez, o hubiese tratado con ella, no la olvidaba nunca. Eso afirmaban muchos, como queriendo deshacer el pasado.
Había una fotografía suya, pero andaba la imagen detenida, sin aliento, sin hacerle justicia a toda esa vida que llevaba dentro.
No logro acordarme de ella por más que he buscado con afán en los recovecos más remotos de mi mente. Tengo que entretejer los hilos de la memoria ajena.
Mi madre me ha contado que Reina daba pequeños paseos por la casa mientras me sostenía contra su pecho, que me protegía de los mosquitos y las malas miradas. De esa manera insospechada, puedo ufanarme de que un día, una Reina me acunó en sus brazos.
A la mitad de su vida, Reina mostraba aún todo su esplendor. Y con esas energías, se fue de tiendas aquel día tremendo. Fue como si un rayo la hubiera atravesado, y así como se desplomó ella para siempre, también se desplomó el Tío Perucho.
Los puentes del afecto una vez tendidos sobre sus pilotes, no hay adversidad que pueda derrumbarlos. Y así, una vez perdido el lazo familiar, el otro no le dejó caer del todo.
El Tío Perucho buscó a Reina entre los suyos, en el aire. La buscó en las tablas que pisaba, en sus sabores favoritos, en cualquier semejanza. Puso sus ojos en lo que nadie podía ver. Y cuando ya no hubo bálsamo ni palabra que darle, el Tío Perucho encerró su mundo en una botella.
Nada de eso sabía, cuando le veía llegar con los hombros caídos, con la lengua tropelosa, sin zapatos casi… Entonces no entendía porqué tantos hombros para rescatarle.
El Tío Perucho siempre me hacía reír. Todos queríamos darle la taza de café, todos le extrañábamos. Siempre se podía contar con él: se quitaba la camisa y te entregaba sus manos.
Nunca hubo diferencia entre la sangre y sus afectos. Él era nuestro tío.
En los años que siguieron ya no hubo tiempo para los Tíos Peruchos. Sólo lamento que ni una sola, ni una sola vez grité contigo… ¡Viva el Partido Liberal!
1 comentario:
Tú crónica ha removido mi cofre de recuerdos.
Un cordial saludo,
Zenia
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