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Ciclones, temblores y todo tipo de desarreglos de tierra mar y aire jalonan la vida de todo caribeño. Sin embargo, mi niñez, como ciclón, sólo recuerda uno que nos sorprendió a mi madre y a mi cuando fuimos a La Habana, a ver a mi hermana que entonces estaba en lo que hoy se llamaría una escuela especial.
Vivíamos donde una tía, en una callejuela que va a dar al Torreón de San Lázaro. Recuerdo las noches sin electricidad y el viento que ululaba, las velas encendidas, las galletas con café claro, la gente mojada, pero sobre todo la indescriptible sensación de seguridad que me trasmitían aquel batallón de mujeres habladoras y aspavientosas que formaba mi tía, sus amigas y mi madre. ¿Cómo se llamaría aquel ciclón? No sé. Quizá ocurrió entre el ‘51 y el ’52.
Luego, no viví otro hasta el terrible Flora de 1963. Es decir, sabía que había ciclones: desde muy niño he sido muy curioso de la radio, los periódicos y las revistas. En octubre de 1963 se celebró en Cuba un congreso internacional de arquitectos y yo cumplí 17 años: desde meses atrás el periódico local convocó a quienes desearan trabajar como guías de los congresistas durante su estancia en Santiago de Cuba. Por supuesto que me alisté, proponiéndome para atender el personal de habla francesa.
Recibimos varios cursillos, el más interesante de todos –verdaderamente fascinante- se llamó Historia Local de Santiago de Cuba y lo impartió el historiador, escritor y periodista Raúl Ibarra Albuerne –padre del poeta Raúl Ibarra Parladé- quien además de lo anterior era un comunicador muy eficaz y una persona sumamente jovial –además de amigo personal de mi padre. Su cursillo tenía lugar en la calle Enramadas entre San Agustín y Calvario, donde funcionó el Colegio Juan Bautista Sagarra y hoy existe un gimnasio. Yo estaba fascinado y esperaba con impaciencia el Congreso.
Pero quien llegó fue el Flora. Es verdad que cada ciclón es diferente de los otros. Como se sabe, Flora entró a la antigua provincia de Oriente entre Guantánamo y Maisí, giró 90° al oeste por el Valle del Cauto, como para salir por el golfo de Guacanayabo, pero las altas presiones se lo impedían: Flora daba vueltas y vueltas, y no se iba. Por Santiago, lo que se dice sobre Santiago de Cuba, ese ciclón jamás cruzó –a pesar de que frecuentemente oigo, siendo falso, que a Santiago la devastó el Flora.
Al principio pensé que, para cuando llegaran los arquitectos, ya Flora se habría marchado; luego vi que pasaban los días y seguía batiendo aire y lloviendo a cántaros.
Una mañana nos decidimos a salir de casa: bajábamos a la ciudad por el plano inclinado de Quintero. Íbamos en un jeep: la gotas de lluvia chocaban contra mis mejillas como alfileres. Ya no había electricidad y había estudiado suficiente Álgebra, por lo que me invadió la desesperación. Sin electricidad no había radio, ni noticieros ni periódicos. Me sentía desolado. Fue tiempo después, cuando ya pude oir y leer noticias, que supe todo la huella de muerte y desolación que Flora dejó en Oriente.
Ya he dicho qué edad tenía en aquel tiempo; además, mi casa era cuarentitantos años más joven y no tenía goteras. Cuando por fin terminó de llover y soplar, salieron once manantiales en el patio de casa –hecho que nunca se ha repetido-; uno de ellos, junto a una mata de mangos, brotaba como un frío chorro vertical directamente del terreno: duró unos quince días. Y quince días pasaron antes de que hubiera de nuevo electricidad –hoy nos quejamos si el “apagón” se mantiene más de ocho horas después de un huracán.
En octubre del ’63 no solamente ocurrió el Flora, también tuvo lugar la Segunda Reforma Agraria, en cuya implantación sucedieron incidentes de todo tipo. Pero esas son otras historias.
Santiago, septiembre 17/2008
1 comentario:
De ahí la gran frase de la trágica Agustina (mi madre): "ese día entraron en mi casa dos ciclones".
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