escribanode@gmail.com
Durante cinco años fui responsable de la página cultural del periódico Sierra Maestra en Santiago de Cuba. Del 1995 al 2000. Fue un lustro exigente, muy exigente. Y era un alambre vivo.
Tenía que escoger entre un mar de papeles y propuestas para el resumen de toda una semana. No sé cuantas llamadas por teléfonos, peticiones que atender, y conciertos y exposiciones y estrenos…
Es difícil escoger entre artistas que se entregan sin importar las carencias, y entre los amigos que vas ganando. Todos se merecen estar. Cuando ya no sabía que hacer, se me encendió el bombillo y creé una sección llamada TRAZOS para hacer unos apuntes rápidos y solventar tal cúmulo de información. Pronto me di cuenta de que nada había descubierto, pero ni así…
Cada semana me dedicaba a ese trabajo de jerarquización, de selección, casi de purificación, en cuerpo y alma, sin que vaya en esta expresión ninguna jactancia.
Mi mesa era un mar blanco y entintado… pero no podía estirar el pequeño espacio ni complacer a todos: el de la casa de cultura, el poeta, el de teatro, el comentario del festival que se acababa, el adelanto del que venía. Por si fuera poco, tenía que revisar algunas colaboraciones que llegaban.
Era un rompecabezas que me excedía, con mucho.
Cuando ponía fin a todo aquello, sentía mi cabeza del mismo tamaño del pasillo del periódico, el mismo de casi todos los periódicos de Cuba, alejados del centro de las ciudades, y enormes…
Todos los jueves, a veces los viernes, tras el cierre, tenía que irme a caminar, a hablar boberías por ahí… Era mi forma de aliviarme.
Cuando, al final de aquel esfuerzo, después de los tamices del jefe de información, el de redacción, la correctora, el director… después de todo eso, se iba alguna errata, quería morirme.
Esperaba los sábados, cuando salía el periódico, con una mezcla de terror y de euforia. Algunas vendedoras ya me conocían, porque no podía disimular la ansiedad. Y me atendían con premura…
—Mira, ese es uno de los que hace el periódico…
Me sentaba en un parque a auscultarlo. Cada párrafo pasaba por mis ojos en vilo, y cuando no se había ido nada, cuando ni una coma sobraba, Santiago de Cuba entero era mío.
Cuando sucedía lo contrario me arrepentía hasta del día en que había nacido.
—Un periodista publica sus errores como un médico entierra los suyos, me había dicho un viejo colega. Siempre ha sido así y siempre será, remataba. Errar es de humanos, agregaba otro… pero nada de eso me confortaba.
—Un error es como una pedrada, como quiera que sea, respondía intolerante.
Para algunos “el corrector, o la correctora (porque muchas son mujeres) es responsable en última instancia”. Discrepo. El trabajo de la corrección carga las culpas, las suyas y también las ajenas. Y casi nunca se lleva las palmas, nunca le pertenecen.
He aprendido a reverenciar ese trabajo de lupa y de hormiga, que tantas veces molestamos con un comentario o una entrada intempestiva, sin saber que aquí una distracción (una pequeñísima e intrascendente distracción), puede ser la diferencia entre la limpieza y el gazapo. Si el trabajo se respeta, es casi un crimen.
Eso lo he aprendido con el tiempo, claro...
En el equipo de corrección del periódico, con perdón, había una compañera que era mi confianza. ¿Lo revisó S…? Y cuando me respondían afirmativamente, los nervios volvían a su sitio.
Pero todo tiene un día. Y estábamos en ese, en el que pese a todo, se había ido la errata, se había publicado.
(Casualidad de esta vida, justo ese sábado, no había podido salir a buscar el periódico.)
El lunes, día del recuento, del consejillo famoso, la correctora me estaba esperando en las propias escaleras. Me sorprendí cuando me llamó aparte. Me pidió disculpas, encarecidas disculpas, casi con lágrimas en los ojos. Y no es un adorno de ocasión.
—Discúlpame…
—¡¿Pero… qué pasó?!
—Es que se me fue un error en tu trabajo… no sé como, no me di cuenta.
El piso se abrió bajo mis pies…
Y cuando ella esperaba tal vez una mano en el hombro, una palabra que hiciera menos pesada su carga... le di la espalda, y partí presuroso hacia el archivo para buscar el periódico.
La soberbia corroe como el cáncer.
La esquivé durante toda la semana. Y aún durante otra más. Entregué mi trabajo el jueves, como siempre. Y luego, ya en la casa, cuando empecé a recapitular palabra a palabra, tema a tema, título por título, como era mi costumbre, sobrevino mi tragedia personal: había cometido un error... y ya era tarde: el periódico estaba en la imprenta.
Llegué el lunes como si me hubieran apaleado. Abrí el periódico con ánimo masoquista, para echarme en cara aquel dislate, para flagelarme; pero la palabra terrible no estaba.
Me apreté contra el respaldar de la butaca, dejé caer los brazos, y el alma volvió al cuerpo, como hubiera dicho mi abuela, con aquel tono refranero.
S… había detectado mi falta, me había salvado.
No nos dijimos una sola palabra.
Fue magnánima cuando le tendí mis brazos. Me abrió su pecho sin reservas. Y allí, calladamente, cuando la estrechaba, me dio una lección de humildad.
(Correción: Amparo Ballester / Periódico Vanguardia, Santa Clara)
1 comentario:
Reinaldo: Si todos los periodistas y los jefes valoraran más lo que se salva... sería una maravilla. Gracias por ese trabajo, está muy muy bueno, lo verás en mi blog, como te dije, en nuestro día que es octubre. Te deseo mucha suerte, sigues subiendo y es por la calidad. Un abrazo para ti y tu familia.
Publicar un comentario