Jesús García Clavijo
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En el patio de la abuela de mi madre había una mata de ciruelas igual a la de la vecina. Ambas daban para un barranco donde vivía, sin familia, el Indio, al que una mañana lo encontraron muerto de tres días.
Al lado de su casa pasaba la zanja que servía de desagüe a las dos de arriba.
Subido en la mata de ciruelas de mi bisabuela, miraba siempre a la casa del Indio
(nunca supimos su nombre), imaginando que un día todo el barranco caería sobre su techo de paja y yaguas.
Desde esa misma mata de ciruelas, vi a la abuela de mi madre orinar de pie sobre el inicio de la zanja que quedaba justamente en el final de la raíz de la mata del patio donde comenzaba un pasillo de cemento y dejé mi primer diente.
Después que el Indio murió, nadie más vivió en su casa y una noche de mucha lluvia, la tierra del barranco fue cayendo lentamente sobre ella hasta dejarla tapada, llevándose la mata de ciruelas y un pedazo del patio que nunca fue el mismo.
Nunca somos los mismos.
Hoy caminé por el callejón -que da a un parque- y pasa por donde estaba la casa del Indio, mirando hacia arriba -por donde cayó el barranco- miré a la abuela de mi madre de pie sobre la zanja, con sus piernas abiertas y un cartucho de ciruelas entre las manos.
Diciembre 2010
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