martes, 22 de septiembre de 2015
Cuando Caridad lloró a los pies de la Virgen
Reinaldo Cedeño Pineda
¿Tendría cinco, acaso,
seis años? Aquel niño sostenía su tesoro entre el pulgar y el mayor.
Resplandecía al sol y lo imaginó un talismán, una medalla, el pedazo de una
nave espacial que había aterrizado allí mismo, en el patio. En la otra mano,
masa amasada y vuelta a amasar, apretaba con desgano un pedazo de pan.
Hay momentos que se escapan, que nadie sabe
como ocurren y sin darnos cuenta, estamos ya al borde del abismo. ¿Cuándo se
trastocaron las manos? ¿Cuándo lo que fuera medalla, nave espacial y talismán
emergió en su física realidad de prendedor con una larga, larguísima
aguja? Nadie lo sabrá a ciencia cierta.
Con la palabra atragantada atinó a susurrar:
―Abue… me tragué el
sello.
Y como la abuela
andaba ocupada en su faena de lavar y con las manos mojadas, con
despreocupación, le dio por respuesta:
―Tómate un vaso de
agua, muchacho.
―No abuela… no es un
sello de papel.
Giró la anciana, ya
lívida, al comprender que no se trataba de una inocente estampilla de papel.
¿Con qué manos giró el disco del teléfono? ¿Con qué voz llamó a la madre de
aquel niño? Eso tampoco podrá saberse. El auto a toda velocidad y las luces que
se apagan, todo fue una sola cosa.
Tres milímetros, mida usted bien, tres
milímetros. A tres milímetros estuvo la aguja de interesar un órgano vital, de
prenderse en la muerte. El objeto se lo extrajeron en el quirófano. El cirujano
lo bautizó como “El niño que se tragó a Lenin”, pues tal era la imagen del
sello de metal. Un largo desfile de curiosos pasó ante su cama.
No bastó ninguna explicación científica,
médica ni biológica. ¡Es un milagro! dijo la madre. ¡Un milagro! repitió la
abuela. Y a eso se abrazaron.
La
promesa
El pequeño pañuelo bordado.
Lo apretó tanto en el pasillo del hospital, en los ires y venires, que es un
amasijo de hilos. Le pidió tanto a su virgencita. Tanto, en aquellas horas.
Ahora viene a pagar la
promesa. Su nombre es Caridad, como la Virgen. Es Caridad por la Virgen. Se
deja caer en la larga escalinata del Santuario del Cobre, se sube ligeramente
la falda y empieza la andadura.
Ya no es tan joven. La
carne choca contra la piedra, contra el polvo. Un escozor la recorre entera,
pero ella anda. Sonríe, por primera vez en muchos días, lo puede hacer
Las piernas pesan en
cada ascenso. El amor es, a veces, dolor. Mira el rosetón de la pared, mira el
penacho de las palmas, mira donde no se puede ver. Un suspiro, un descanso y
otra vez. Más de una mano se tiende, mas ha de hacerlo sola, como prometió.
Levantarse en el
último peldaño le toma un siglo, pero la fe es su bastón. Despacio, muy
despacio. Sangrante llega ante los pies de la Virgen de la Caridad del Cobre.
Mestiza, como ella. Junta las manos, se hinca. El silencio es impenetrable. El
mundo se detiene.
Caridad llora ante
Caridad.
Esa mujer, era mi
madre. Ese niño, yo.
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2 comentarios:
Qué bello y tormentoso recuerdo, amigo mío. Y qué bien relatado, se sufre con él. ¡Fue un verdadero milagro! Tu mamá vivió un martirio en esos momentos, pero le pagó con creces a la Virgen. Gracias por contarlo. Un fuerte abrazo desde Santa Clara.
Aunque muchas veces hemos hablado de ese pasaje, leerlo como tu lo escribes, es vivirlo siempre diferente. Grande la fe de tu madre, grande como ella, como Caridad.
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