miércoles, 9 de septiembre de 2015
La INCREÍBLE historia de La Señorita Nancy
Reinaldo Cedeño
Pineda
Ha vuelto. Ni ella
misma puede creerlo. Le ha tomado ¡veintisiete años!... Cuando se enteró que la
vía férrea atravesaría su casa, la que había levantado su padre en el poblado
de Boniato, sintió que la arrancaban de raíz.
Había que empujar la verja, tomar el
sendero. Allí asomaba la majestuosa casona de tres corredores. La cocina
infinita. Los closets de cedro. Las lámparas, los muebles, el estilo...
En apenas seis meses, apenas unos metros más
allá, tendrá otra vez su vivienda, le aseguraron. Finales de los ochenta. Los
buldócer escarbaron la tierra. Se tendieron las líneas paralelas y sobre ella
rodaron personas, mercancías; rodaron millones. Pero aquella promesa ―la de la
casa―, atravesó un camino inenarrable de burocracia y desidia.
Tal vez la poesía ―tenaz y cegadora― pudiera
describir la sajadura: “¿Qué quieren esos hombres con sus torsos desnudos ⁄ y
sus picas en alto? ⁄ ¿Qué buitres picotean mi cabeza?⁄ ¿De qué fiera el colmillo
que me clavan?⁄ ¿Qué pez luna se hunde en mi costado?”.(1)
Estirpe
Cuando Nancy dijo que
trabajaría fuera del hogar, los verdes ojos de la abuela le atravesaron. Nadie
se atrevía a desafiarla; mas la estirpe de los Ravelo y los Nariño de su propia
sangre, llegaba de Venezuela, de República Dominicana con aliento de
libertadores. Y la joven se lanzó a buscar su destino.
Perdió los apellidos ilustres entre los
niños que enseñó a leer durante cuarenta años, entre los alumnos que les
llevaron a sus hijos de vuelta. Se
convirtió en La señorita Nancy, de una vez y para siempre.
No le tocaron las grandes escuelas ni los
barrios más favorecidos; mas eso nunca le arredró. Cuando hacía falta, ayudaba
a los alumnos de su propio peculio, como algo natural, sin que se dieran
cuenta.
Nunca la vi llegar tarde, no se lo hubiera
permitido. Los cuadernos y los libros de su aula, permanecían impolutos. La
sobriedad de su atuendo, sobrecogía, y la mirada recia. La estoy mirando…
La señorita Nancy no estuvo sin techo durante
su larga espera, no podrá decirse eso. Se le asignó una vivienda provisional
junto a su hermana, solo que aquella casa no olía igual, no había marcas ni
agonías en la madera. Era una casa clavada en el aire.
La nueva casa que ¡al fin! le construyeron
es confortable, es amplia, es obra de estos tiempos. Desde su ventana asoma el
metal que se alarga y retuerce. La nueva casa está en el lugar que siempre
quiso, pero es otra; ella también. A los 83 años, solo la sostiene la fe.
¡Ha tardado veintisiete años en volver! Le
robaron el tiempo, le secuestraron los recuerdos. Una avalancha amenaza con
sepultarme cuando tomo su mano. Solo su voz me rescata: “Todavía estoy aquí.
NOTA:
(1) El fragmento de poema pertenece al poema “Últimos días de una casa” de
Dulce María Loynaz.
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