Mi biblioteca era
un ducado suficientemente grande
Shakespeare. La tempestad
Siempre imaginé
que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca
Borges
Amílcar
Rodríguez Cal
Tenía nueve años y hasta entonces vivía en un hueco. El camino
desde la casa a la escuela, y allí el largo patio donde nos reuníamos los
chicos a jugar pelota y baloncesto; los solares en los contornos del barrio
para bañarnos en los aguaceros; los aburridos domingos de calles desoladas, ese
era todo mi mundo, y ni siquiera intentaba imaginar lo que podría existir más
allá de mis fronteras.
Una mañana lluviosa la maestra faltó a clases. El aula se inundó
de esa alegre bullanga que acompaña la despreocupación. Juntamos sillas y nos
reunimos en pequeños grupos, rasgo de nuestra especie que adelantaría las
tribus urbanas a las que perteneceríamos en el futuro. Algunos dibujaban en la
pizarra, otros tiraban tacos de papel. Llegó una auxiliar y se sentó en la
silla de la profesora, imponiendo orden por medio minuto, pero la gruesa señora
no tenía autoridad ni en su propia casa, y la algazara prevaleció. Mi amigo
Monguito sintió deseos de orinar, y allá fue sin pedir permiso a nadie para
cumplir su imperativo.
Cuando regresó del baño traía bajo el brazo un libro de hojas muy
blancas y letras grandes, sin la portada y faltándole las diez primeras
páginas, con muchas ilustraciones donde aparecían cabras junto al mar, botes a
la deriva en un océano embravecido, un hombre barbudo con sombreros y harapos
que entonces me pareció extravagante, un velero encallado en los riscos.
Alguien puso el libro sobre el retrete para que ejerciera un servicio público,
pero Monguito lo rescató diciendo que los dibujos le recordaban un animado que
en esa época ponían casi todos los días en la televisión, acerca de un hombre
que sobrevivía en una isla desierta, y me entregó el libro para que se lo
leyera.
Cierta fama tenía yo de lector. Por mi ritmo expresivo, mis pausas
y pulcritud, era uno de los destacados en la asignatura de Lecturas, a pesar de
que eran los libros escolares mis únicos ejercicios de aprendizaje, y las
historietas que de vez en cuando me compraba mi madre. Nunca había leído una
novela o un libro de cuentos, múltiples páginas con muchas letras me
espantaban.
Cumpliendo el encargo de Monguito, empecé. Acabando la tarde, el piloto y el contramaestre pidieron
permiso al capitán para aserrar el palo de mesana, pues de otra manera el navío
habría de hundirse sin remedio. Eso fue todo. Impaciente,
Monguito me dejó para enrolarse en uno de los dos ejércitos de la batalla de
tizas que recién comenzaba. Pero algo se movió dentro de mí al pronunciar
aquella línea, hojear los dibujos y leer las denominaciones de capítulos.
Guardé el libro en mi viejo maletín de lona, y lo olvidé hasta la noche, cuando
al ordenar las asignaturas del siguiente día me lo topé. Volví a sentir el
mismo cosquilleo de la mañana, y me aventuré a leer par de páginas.
Treinta años después recuerdo aquella lectura como un mazazo. Las
imágenes que nacieron en mi mente al compás de la narración han permanecido en
mi baúl de añoranzas al mismo nivel que sucesos reales tan impactantes como la
primera noche de sexo, el primer entierro de un ser querido o el iniciático
viaje a lejanos destinos. Me entusiasmé tanto que en dos días concluí mi
primera novela, récord que a mis ojos infantiles pareció inmenso. Y sí, supe
enseguida que el libro era una adaptación de un animado en boga entonces, pues
necesité algún tiempo para comprender que el segundón era el muñequito.
Mi amigo Robinson Crusoe, embarcó en el puerto de Hull en la
mañana del primero de septiembre de 1651, y después de naufragar cerca del faro
de Winterton, aprendió de marinería en varios viajes a Guinea, hasta que su
barco fue apresado por un corsario y Robinson llevado a Marruecos. Por dos años
sirvió de esclavo hasta hallar la oportunidad de escapar bordeando la costa
africana, y subir luego a un velero que lo condujo a Brasil. En la colonia
portuguesa se hizo hacendado, pero su carácter rebelde lo llevó a enrolarse en
un buque negrero, con tanto infortunio que en su primer viaje se vio arrastrado
por varias tormentas a parajes lejos de las vías frecuentadas por los barcos,
al norte de las costas de las Guayanas. Allí encallaron y el cruel destino quiso
que mi amigo Robinson fuera el único sobreviviente del naufragio, y precipitado
al fondo del mar llegara nadando a una isla deshabitada.
Todo está incrustado en mis pupilas como si hubiera sucedido ayer.
Los varios viajes que hice al pecio para recuperar la mayor cantidad de bienes
posibles, ahora que todo tenía valor; el establecimiento en la isla, los
primeros cultivos, el fomento de los rebaños de cabras; la elaboración de
recipientes de barro, la fabricación de pan, la confección de indumentaria a
base de pieles, los intentos de bojear la isla en canoa. Recuerdo con claridad
el espanto que me invadió al toparme con la huella de un pie humano en la
arena, más larga y ancha que mi propio pie.
Corrí a mi casa lleno de pavor, volviendo la cabeza a cada
instante para ver si alguien me perseguía. Luego los caníbales empezaron a
merodear la isla, y un día conseguí arrebatarles a un cautivo al que puse bajo
mis servicios. Viernes le llamé. A partir de entonces ya no estuve más solo, y
juntos liberamos a otros prisioneros de los salvajes hasta formar una pequeña
comunidad. Finalmente, luego de veintiocho años sobreviviendo en aquella
ínsula, conseguimos apropiarnos de un navío repleto de amotinados que vino a
carenar en las costas. Regresé a Inglaterra en 1687.
En los días que siguieron me cuidé mucho de mencionarle a Monguito
los tesoros que hallé en aquel libro, no fuera a ser que me lo reclamara.
Derribados mis jóvenes prejuicios a las páginas con muchas letras, me aventuré
a bucear en la biblioteca de la escuela, y una mañana encontré en uno de los
anaqueles un grueso libro con un hombre barbudo en la portada, y allí el
nombre: Robinson
Crusoe.
Para mi sorpresa, la historia en el interior era otra, y descubrí
que las secuelas no son alumbramientos tan modernos. Pero la segunda parte de
las aventuras del emprendedor inglés resultaron ser, además de mucho más
extensas, tremendamente aburridas. Robinson retornaba ya anciano a la isla,
donde los hombres que dejó al partir habían formado una colonia, y dedica interminables
páginas a describir sus luchas intestinas y su apogeo. Luego emprende un viaje
alrededor del mundo tan monótono, que para los críticos de hoy resulta poco
probable que ambos volúmenes hayan sido escritos por la misma persona. El
fracaso fue tan demoledor que ya nadie se acuerda que Robinson volvió a las
andadas. Pero la rueda de mi vicio había echado a andar, y no pararía.
Una nueva narración de Defoe me devolvió al camino, Moll Flanders,
las aventuras de una prostituta londinense de la que años después supe era una
de las grandes novelas inglesas. En el transcurso de un año conocí de las
habilidades de Stevenson, Dumas, Verne, Cooper, London. Me pareció entonces que
las vidas de tales escritores debían estar cuajadas de hazañas sobre las que construían
aquellas historias, y amplié mis lecturas a biografías y memorias.
Supe de las muchas andanzas del padre de Robinson, sus avatares
como espía y la desaparición al final de su vida, huyendo de los acreedores; la
novela que lo inmortalizaría se la inspiró un personaje real, un marino escocés
de nombre Alexander Selkirk, que navegando en una expedición corsa bajo el
mando del inglés William Dampier fue abandonado, luego de una discusión con su
comandante, en una isla deshabitada del archipiélago Juan Fernández, 700
kilómetros al oeste de Chile. Sobrevivió en solitario cinco agobiantes años,
hasta ser rescatado por un buque inglés. También conocí las leyendas en Tahití
acerca del contador de cuentos, y el pasado rojo y agitador del que narró las
historias de Buck y de Colmillo Blanco.
Fue en aquella biblioteca donde, superados mis raigales temores,
cometí mi primer pecado: me robé un libro. En la portada la cruz svástica, y en
el interior una alucinante ucronía donde los nazis ganaban la Segunda Guerra Mundial,
y un inglés evadido de los campos de concentración caía dentro de las grandes
haciendas del conde Von Hackelnberg, jefe de los guardabosques de Hitler. El cuerno de
caza fue publicado
en Inglaterra en 1960, y su autor se ocultó bajo el seudónimo de Sarban. Un
relato cegador donde el sadismo y los métodos científicos modernos para
degradar a los seres humanos en bestias esclavas alcanzan dramáticos
desenlaces. Mujeres–linces, hombres–mandriles, prisioneros cuyo destino final
era ser cazados. Aún resuena en mis oídos el grueso ulular del cuerno que el
conde tocaba desde sus pabellones para dar inicio a la caza. Guardé aquel
pequeño ejemplar entre mis más entrañables pertenencias, y seguí por el camino
de los años.
Una vez enganchado en la carroza de la lectura no tuve vuelta
atrás. Tuve que sustituir mi primer librero por un juego de planchas de madera
que clavé en las paredes, en poco tiempo el espacio vital de mi cuarto se
redujo por culpa de los libros, que empezaron a acomodarse igualmente en el suelo
y bajo la cama. Con los años llegaron también las nuevas relaciones, y la
atmósfera para respirar se me fue haciendo tan estrecha que debí dejar atrás
varias cajas de libros con tal de seguir adelante, pero por alguna razón
siempre volvía a ellas, como árbol que no puede crecer sin sus raíces.
Con el arribo de la era digital la cuestión del espacio ya no fue
un problema. En una nuez podían apiñarse todos los libros que adquirí en la
vida, y los de mis amigos, y los del catálogo de tantas bibliotecas públicas y
privadas esparcidas por la ciudad. Siguió acompañándome el fetichismo por el
objeto que significa un libro impreso, su olor, el tacto, el sonido de las
páginas vueltas, pero también fue abriéndose lugar la adicción a coleccionar
ideas e historias, pensamiento, que en primera instancia es el sentido de un
libro.
Me reconocí colega de Robinson Crusoe, navegante indomable de una web mucho más ancha que todos los
océanos juntos, y donde información, criterios, debate y polémica se dan la
mano en un sendero abierto para todas las generaciones, géneros, colores,
afiliaciones políticas y religiosas, infotribus y tendencias.
Supongo que de no haber existido aquel primer día hubiera llegado
otro para sustituirlo, un mes después, un año, tres años después. El destino
está marcado, no hay escape posible. Pero me gusta pensar que todo lo que vino
posteriormente en mi vida, universidad, humanidades, estudios literarios,
viajes de trabajo, familia, fue consecuencia directa de aquella mañana
lloviznosa y despreocupada en que faltó la maestra.
♣ DEL AUTOR
AMÍLCAR
RODRÍGUEZ CAL (Santa Clara, 1974)
Licenciado en Estudios
Socioculturales por la Universidad Central de Las Villas. Egresado del curso
anual de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge
Cardoso, dirigido por Eduardo Heras. Mención en Concurso Nacional de Ciencia
Ficción 2003 de la revista Juventud Técnica con el cuento “La huida”. Mención
en Concurso Nacional de Poesía Regino Pedroso 2006 con el poema “Oficios.
Díptico”. Textos publicados en las antologías de minicuentos “Nota de prensa” y
“El equilibrio del mundo”, editoriales Luminaria y Caja China. Crónicas
publicadas en diarios nacionales como colaborador
♣ LINK de los TRABAJOS PREMIADOS Y NOTICIAS RELACIONADAS:
Gran Premio IV Concurso Caridad Pineda In Memoriam:
RUDYARD KIPLING. Los libros son manantiales, de Pedro Manuel Calzada Ajete
Premio Capítulo Internacional: A los niños que fuimos,
somos y seremos de Yarimar Marrero Rodríguez.
PUERTO RICO
SOBRE CORAZÓN. PREMIO de la Oficina del Centro de Intercambio y Referencia
Iniciativas Comunitarias (CIERIC)
MENCIÓN ESPECIAL:
El Maestro y Margarita: UN OVNI dentro del panorama literario
MI BOMARZO: Misael Lageyre Mesa ∕ MENCIÓN del IV
Concurso Caridad Pineda In Memoriam de promoción de la Lectura
EL LIBRO QUE DERRIBÓ A ARTHUR CONAN DOYLE: Maydelín
Aurora Remón Ramón / MENCIÓN
Ver TODOS LOS DETALLES: FOTOS,
ACTA DEL JURADO, PREMIO DE LAS INSTITUCIONES.
MENSAJES:
LEER CON EL CORAZÓN: IV
Concurso Caridad Pineda In Memoriam
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