A Lucía Dalis
“La verdadera amistad es aquella que aún siendo
diferentes, amamos las diferencias. Aún siendo defectivos, nos aceptamos
perfectibles”. José Luis Cunha, poeta y
músico venezolano
Misael Lageyre Mesa
Existen
palabras cuyo espíritu viaja sin rumbo preciso, abarcador y polémico, más que
nada por lo que pueden despertar para los hombres, sumergidos en sus más
intensos conceptos existenciales.
Así, mientras se acepta que en la
“diferencia”, donde se aleja la monotonía y cobran vida los contrastes, está lo
atractivo de la creación, ser “diferente” puede constituir la negación o el
rechazo más humillante al que se vea sometido un ser humano, aún hoy cuando al
menos se aborda el asunto con cierta libertad y se tratan de limar distancias y
prejuicios ancestrales.
Lo que sí me es seguro aseverar es que los
sucesos diferentes marcan con un cursor muy propio nuestra memoria. Crean allí
una morada breve y discreta, adueñándose de un islote de neuronas más que
particulares, reacias a la sustitución o la comparación.
Eso sentí, y aún siento, en Bomarzo, lugar que “visito” eventualmente desde hace mucho. Manuel Mujica Lainez,
el sagaz escritor del vasto sur americano, me lo “presentó” muy a su modo allá
por mil novecientos noventa y cinco, en medio de una oscuridad diferente a la
del resto del mundo conocido. En ese primer momento confieso que el voluminoso
texto no fue la tabla en altamar, pero sí la seguridad de una isla cercana. Los
avatares de una sociedad desesperada, mi polémica incursión en una relación
diferente, la licenciatura desafiante…eran caminos pedregosos que me sumían en
la irreverencia y la confrontación.
Arribé entonces a la isla prometida, que no
era perfecta, solo suficiente para mostrarme que mi situación no era la más
injusta del universo, que era compartida por otros, también vapuleados por el
mundo, y que aunque les tocaba doblar su espalda, seguían de pie. Y me
transmitió una paz extraña, tolerante y comprensiva, justa con todos y en
especial conmigo mismo. Me sentí protagonista de mis vivencias y propósitos y
comenzaron a latir las ganas de entender la vida como un regalo, breve,
impreciso, pero merecido amén de las diferencias.
Dicen
que cada cosa llega a tu vida en el momento justo en que la necesitas, si bien
puede que no alcances a entenderlo. Bomarzo fue de hecho ese puente que unió mis fragmentadas
ideas y las condujo hasta el interior del “otro”, de “ese que está enfrente”,
que precisa la luz que muchos de nosotros podemos encender y comúnmente no lo
hacemos. Fue así que aprendí a avivarla en cualquier corazón que me invite a
entrar, sin pensar que el viento de la inseguridad hará lo posible por
apagarla. No obstante, la mayor transformación fue a un plano muy personal, el
más necesario de todos.
¿Qué causó esta oportuna e inesperada
evolución en mí? Pues esas páginas me absorbieron, se apoderaron de mi
incertidumbre y desde entonces abrigo una atracción desmedida ante la
posibilidad de recorrer los pasillos y laberintos de una época italiana de
esplendor, de jardines y sensibles alfombras, de obras de arte eterno, y de
osos protectores envueltos en reliquias etruscas. Yo palpé la esencia de una
sociedad miniaturizada entre aposentos lúgubres y ventanales al horizonte.
Percibí el aroma añejo de la opulencia, la apariencia y el placer. La confusión
del deber con el ser: la justeza enrostrando a la moral.
Todavía busco un poco de mi privacidad más
auténtica en esta construcción y sus macabros alrededores, constipados de
piedras vivientes, a quién su controvertido creador, Pier Francesco Orsini dio
en llamar El sacro bosque de los monstruos. Bomarzo es, con toda certeza, la mezcla homogénea de la
ficción vital y la realidad histórica a la manera de un sueño muy vívido que
pone en duda la lealtad de la vigilia.
Sin embargo, lo que atrapó para siempre un
fragmento de mi mente insaciable, propiciando el cuestionamiento necesario, fue
la personalidad tormentosa, analítica y esquiva del propio Pier Francesco
Orsini, el niño, el joven, que llegaría a ser el Duque de Bomarzo. Me lo
describieron con tanta maestría y dominio de las más profundas y enrevesadas
callejuelas de la psiquis en un hombre enfermo de temor, vergüenza y ansiedad,
que aprendí a ver con facilidad el interior de quienes física o
mentalmente les acoge una diferencia agobiante.
Este ser incomprendido fue llamado a vivir
esa diferencia desde el altar más vulnerable del juicio social: su cuerpo
físico, su imagen ante la vastedad del universo y la estrechez destructiva de
la vista humana.
Yo vi su hermosura, capté su inteligencia,
su candidez transparente que buscaba el mismo amor que necesitaba dar. Pero a
seguidas me encaró el peso desmedido de su espalda deforme, su pierna rastrera,
sumiendo en la oscuridad de la angustia cualquier sentimiento de estabilidad
emocional, valor y estima necesaria. Quién diga que “perdido en el bosque de los objetos, olvidaría la selva de los
hombres” se carga de aislamiento y soledad interna.
Cuando miro al vacío con los ojos del
pensamiento piadoso le veo correr con inestable equilibrio, huyendo de sus
hermanos Girolamo y Maerbale, amasijo de maldad y burla, mientras el viento
poderoso de la intolerancia, el desprecio y la humillación lastraban su
silueta. Aseguro que entendí su desesperación, sus múltiples “por qué”
acentuados.
¿Quién no amó a su abuela como él a la suya?
Será siempre la ancianidad el desván para el descanso físico o psicológico
frente a la sociedad oprobiosa. Rogamos en silencio que vuelvan esos seres
desgastados de huesos, engrandecidos de alma. El pequeño Orsini la describiría
como “intacta, luminosa, transparente,
en la distancia inmensa del tiempo, conjurando con su aparición a los duendes y
a los vampiros”. Yo nunca dediqué esas palabras a la única que tuve, pero
la amé tanto o más. Y aún sigue siendo mía.
Quedé identificado con este joven
aristocrático, de clase innata, nacido en la grandeza material y ahogado en la miseria animal.
Desde siempre vibré con la sensualidad de sus episodios amorosos, esa
complejidad de lo que se quiere ante lo que se puede. Adriana dalla Roza, Abul,
Nencia, Juan Bautista, Zanobbi… eran con la diversidad de sus personalidades
como “un dédalo sentimental que
embargaba mi ánimo y poblaba mi soledad con emociones distintas”. No me es difícil buscar analogías.
Pero me fue muy interesante el valor que va
cobrando el despliegue de este personaje, su perseverancia y la fuerza interna,
esa que nos permite alcanzar propósitos aparentemente inaccesibles. Este
mensaje es toda una lección de crecimiento espiritual loable, posible,
necesario, si bien se hace palpable en estas páginas algo que sucede a menudo:
la evolución nefasta que se apodera de los comportamientos reprimidos,
acomplejados, frustrantes y los lleva a la maldad y el rencor. La necesidad de
reconocimiento corroe la paz del alma y sin ésta solo puede haber destrucción
en aras de supervivencia.
El Orsini corcovado, el giboso, aseguraba al
hablar de su padre y hermanos: “Lo más
doloroso de todo lo que voy exponiendo como materia vergonzosa y vil, es que yo
los hubiera querido, los hubiera adorado. Los necesitaba terriblemente. Pero me
rechazaron, me humillaron. Y el resentimiento creció dentro de mí como una
planta negra nutrida con hiel. Gerolamo Cardano apunta en las páginas de De Subtilitate, que los jorobados son
los más viciosos de los hombres, porque el error de la naturaleza envuelve su
corazón. No es cierto. A mí me atacaron y me defendí. Me odiaron y odié. Pero
ansié delirantemente, hasta las lágrimas, que me amaran”. Creo justo
destruir tales procesos interpersonales y por eso lucho. La sociedad lo pide a
gritos.
En cualquier caso esta obra magna canalizó
mi inquietud compasiva hacia quien es diferente, ya sea por decisión propia o
impuesta, pero a la vez cuestionó mis diferencias, revitalizando mi carácter y
la proyección de mis actitudes. Barrió muchos de mis conceptos, apegos,
rutinas. Por eso me apropié de ella desde el primer encuentro.
Bomarzo ha sido entonces mi libro de texto o el manual
primario de la asignatura que aún sueño estudiar: psicología. Y cuando digo
estudiarla me refiero desde el punto de vista pedagógico y formal. Porque a
decir verdad tras habitar el laberinto psicológico que plantea este elocuente
escritor argentino me convertí en un devorador de cuánto material didáctico, de
autoayuda e incluso un tanto esotérico, llega a mis manos. Perdí la capacidad
de observar a otros de forma pasiva, sino que sondeo su mundo interior
revertido en gestos, inquietudes o en los más espontáneos criterios. Me atraen
las actitudes humanas, su génesis y consecuencias, aunque siempre con la idea
fija de colocarlas en provecho de su portador.
Bomarzo es para mí esa voz distinta que se alza sobre los hombros de la
intolerancia y la oposición para mostrarnos que la posibilidad real del logro
vive en cada uno de nosotros y que nos corresponde defenderla a pesar de los
obstáculos. Guardo las tres inscripciones que el inmortal duque de Bomarzo mandaría a grabar en la terraza palaciega
con vista al oriente. Sobre las palabras “SIC
ERIS FELIX”, quedó impreso: “NOSCE
TE IPSUM; VINCE TE IPSUM y VIVE TIBI IPSUM”(Así serás feliz: conócete a ti
mismo; véncete a ti mismo; vive para ti mismo”).
En ello creo
definitivamente, y de a poco en estos valiosos 20 años que ya han transcurrido
desde aquel contacto inicial, he ido incorporando esta praxis a mi forma
habitual de vida. De más está decir que a muchos la sugiero, asegurándoles que
no es para nada egoísta, pues debemos
dominarnos a nosotros mismos antes de intentar conquistar el mundo; y para
compartir primero hay que haber alcanzado la ración propia, la que nos
pertenece.
Bomarzo no me marcó, Bomarzo me “vivió” como yo a él. Su
eternidad absorbió lo efímero de una lectura, o dos, o tres…Por eso le guardo
en un puesto privilegiado al costado de mí cama. Sé que cuando ese andamio de
939 páginas busque luz y justicia me llamará de nuevo. Yo, endeudado por tantos
lúcidos aportes, intentaré ayudarle a pesar de no haber resuelto todas mis
incoherencias y algunas otras un tanto ajenas. Más no me quejo, es obvio que
“cada uno tiene su propio Bomarzo”. He ahí lo que nos hace sugestivamente
diferentes.
(El presenta trabajo además de la mención del jurado
central, mereció el premio de la Universidad de Oriente y el del Centro
Cultural y de Animación Misionera San Antonio María Claret-revista Viña Joven)
DEL AUTOR:
MISAEL LAGEYRE MESA
Director de programas, escritor y realizador de sonidos de la emisora
Radio Siboney, Santiago de Cuba.
Graduado del Instituto Superior de Arte en la Facultad de Arte de los
Medios de Comunicación Audiovisuales (FAMCA).
Este propio año se acreditó el Gran Premio del Festival Provincial de la
Radio en Santiago de Cuba.
♣ OTROS TRABAJOS DEL AUTOR O SOBRE ÉL:
Una
mirada INDISCRETA a Ludwig van BEETHOVEN o el Allegro de MISAEL LAGEYRE. Gran
premio del Festival de la Radio en Santiago de Cuba
♣ LINK de los TRABAJOS PREMIADOS Y NOTICIAS
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