Reinaldo Cedeño Pineda
Cuando me vi en aquella “guaguita” [1], perfectamente sentado y con nadie de pie, sin haber esperado una hora o dos o más en una parada, sin un empujón, ni grande ni pequeño; sin nadie que me recostara su jaba del costado, sin un codo sobre mi cabeza o una axila pegada a mi nariz, sin calor bajo una lona, sin sudores entrándome por los ojos, corriéndome más abajo; sin peligros de llegar con una mancha o una rotura en mi ropa, sin temer por lo que llevo en la mano, sin “frotar” a nadie y sin que nadie me “frotara”, sin que me conminaran a desbrozar camino rumbo a la puerta trasera, sin gritar “parada” a voz en cuello, sin nadie que se sujetara de mi a falta de algo mejor; sin resbalarme del asiento en los grandes camiones, sin hacer piruetas para entrar a las camionetas … no lo podía creer.
Han sido años viajando así….
Monté la semana pasada en un taxi rutero, en mi propia parada, y apreté el tiquet, el comprobante… como un pasaje hacia la gloria...
Le he tomado la vuelta, y no me he bajado más de ellos.
¡Un taxi rutero!, pequeño ómnibus de 16 plazas, Mitsubishi para más señas, con ventanas corredizas y asiento acolchado…
Me ha dicho la despachadora que son treinta kilómetros en la ruta Boniato-Versalles, ida y vuelta, que hay diez taxis. Estoy tentado a hacer el recorrido completo, aunque no conozca a nadie en el final.
Por ahora, llegan uno tras otro, hasta con música.
Cuestan tres pesos en moneda nacional. [2] Y… paran donde tú les digas.
(Es julio del 2008)
Memoria de un caminante
Desde mi casa se ven las montañas. Vivo en las afueras de Santiago de Cuba, en un lugar llamado Boniato, en la base de una montaña parte de la Sierra Maestra.
Casi todos los días debo recorrer unos pocos kilómetros entre mi poblado-dormitorio, mi pueblo-satélite hasta la ciudad de Santiago de Cuba. Allí estudié, allí trabajo, allí me muevo.
Incluso le hice un poema a ese trayecto cotidiano:
Vivo en una isla dentro de otra isla
todos los días recorro el largo camino
entre el mundo y mi cama
todos los días intento…
A mis cuarenta años he montado de todo. Soy todo un especialista, modestia aparte.
Cuando niño, monté los ómnibus Skoda que llegaron desde Checoslovaquia, fuertes y calurosos, muy calurosos. La parte trasera era un verdadero fogón y el humo salía despedido hacia cualquier parte.
(No alcancé a subirme a las elegantes Leylands inglesas. Son referencias de mis tíos, de mis abuelos.)
También me subí a las cómodas Hino japonesas.
Miro un poco atrás y me veo esperándola, a “mi” guagua de la ruta 16 (Boniato-Plaza de Marte) que por largos años tuvo su primera parada frente al almacén de la tienda Amistad, a quien la gente le ha seguido diciendo SIART, justo en el corazón de Santiago.
Prepararse para subir era todo un suceso.
Cuando “La Hino” doblaba la esquina, comenzaba lo que un grupo de compañeros estudiantes de Pre Universitario (bachillerato) habíamos designado como “el “abordaje”, al estilo de los corsarios que habíamos visto en las viejas cintas de Errol Flynn. Subir era una victoria nada despreciable.
¿Y las Ikarus húngaras?, enormes y despilfarradoras. Alguna vez se dijo que eran llaves abiertas de combustible.
¿Y las Girón de ensamblaje cubano? Asientos ortopédicos, vibraban por todo el camino como si tuviera los remaches flojos, pero resistieron tanto tiempo… Y ahí siguen, como fieles testigos.
Sobrevino la sorpresiva caída del campo socialista, “el desmerengamiento”, la desintegración del CAME y de la URSS (la mayoría de nuestro comercio). Una severa crisis económica se abalanzó sobre nosotros. Faltó de todo durante lo que se denominó “período especial”.
Cuba recibió un mazazo. Y los cubanos.
Resistimos con zapatos de suelas de camión, con bistés de… toronja, en medio de largos apagones (o más bien “alumbrones”). Se lavó con ciertas plantas en vez del ausente jabón, y hasta con ceniza. Y mucho “jabón angolano”, como la gente le decía al “agua y la mano”.
Entonces se “montaba” una sopa de cualquier cosa. Los rostros se volvieron largos, la ropa se caía. Las colas fueron interminables. Las hamburguesas se volvieron una bendición, se conseguían por reservación (cuando las había)…
Para qué contarles…
Entonces, hubiera parecido un banquete aquel plato del que algunos nos habíamos atrevido a burlarnos en momentos precedentes, bautizándole como “Los tres mosqueteros”: arroz, chícharo y huevo. Freír un huevo era un lujo innombrable. El arroz estaba “a tres trozos”. La harina de maíz se volvió protagónica.
Resistimos gracias a la invención, y con lo mínimo. No teníamos otra alternativa. Los muchachos seguían en sus escuelas, con sus zapatos agujereados, con sus casi zapatos, con sus bolsitas de merienda menguadas.
Pudimos sobrepasarlo porque nuestro gobierno, en medio de todas las carencias, nunca nos abandonó. Y lo poco que había, se repartió equitativamente.
Casi todos nos tuvimos que trasladar en la guaguita de San Fernando: un rato a pie y otro caminando…
Y no es que los cubanos nos riamos de nosotros mismos: es que hacemos un extrañamiento de las dificultades, le buscamos el lado absurdo, risible −y aunque sean las mismas, aunque sean nuestras− ya no nos parecen insuperables.
En los años de 1991, 1992, 1993 (y más), cuatro ruedas se volvieron una excentricidad. No puedo olvidar los días enteros de espera en la carretera Guantánamo-Santiago, dos provincias a sólo unos 80 kilómetros de distancia.
Ha pasado el tiempo: ahora mismo el transporte inter provincial ha tenido una mejoría notable con las cuadrillas de ómnibus chinos Yutong; pero en ese principio de los noventa, fue la bicicleta quien vino a echarnos una mano. Curiosamente, eran también chinas.
En Guantánamo, monté un enorme ciclo “de hombre”, “una 28”, con frenos de varilla… Era más grande que yo. En las esquinas tenía que abrir las piernas en barranca y ladearla, porque su “caballo horizontal” me sobrepasaba largamente.
Me la dieron como estímulo en mi centro laboral. Algunos me miraron extasiados. La usé un tiempo y la tengo guardada.
No vendo mi bicicleta ni se la cambio a nadie. Acabé tomándole “cariño” a aquella enormidad de metal que hacía renquear mi hombro cuando tenía que cargarla, que hizo un surco en las paredes de la casa, cuando intentaba voltearla.
Con ella iba a mi trabajo agrícola de los sábados, a casa de mi hermana en el centro de la ciudad… y también a recibir abrazos por esos caminos, abrazos que salvan.
Y hubo bicicletas de alquiler con un asientico, un cojín en la parrilla, un trapo doblado a modo de almohada. Fueron muy populares entonces, no necesitaban combustible.
Un avance resultaron los “bicitaxis”: las bicicletas-taxis. Tres ruedas: variante criolla de los triciclos chinos, con banderillas, flecos, discos, adornos de todo tipo…
Daba pena subirse a un bicitaxi y ver correr el sudor de quienes lo manejaban… pero también se disfrutaba “el paseo” al aire libre, y de paso, podía admirarse la perseverancia y los músculos de aquellos ciclistas que sacaban fuerza de no sé sabe donde.
También los bicitaxi han seguido ahí.
Alguna vez, más de una, tuve que subirme a una rastra para cargar vacas, a un tractor lleno de miel o de tierra… Me subía a lo que fuera…
Si lo tomabas deportivamente, hasta te divertías con los bamboleos, para acá y para allá. Si te tocaba en el medio del camión, te graduabas de equilibrista. No tenían techo. Era un viaje a sol, lluvia y sereno, pero no podía detenerme en esas “menundencias”, lo único que me importaba era llegar.
Andando el tiempo, se les incorporaron bancos, bancos de todo tipo, lonas contra la intemperie, techos de metal. Los camiones se volvieron más “habitables”, aunque también más calurosos…
Y finalmente, llegaron las camionetas. No me pregunten las marcas, ¿quién se va a fijar en eso?
Los asientos bajos, las estrechas entradas exigen habilidades de contorsionista para subir y bajar. Han de desarrollarse poco a poco, con la práctica. Las rodillas han de ser firmes: muchos incluyen “pequeños banquitos” en los pasillos y no hay para donde moverlas.
La “capacidad de carga” de las camionetas es fija, aunque te toque al lado una modelo o un luchador de sumo. Tienes que aprender a encogerte.
He vivido instantes terribles: un caballo encabritado en una arteria principal, e incluso hasta la muerte de uno. Es un espectáculo estremecedor la mirada de un caballo moribundo.
En algún momento aparecieron “las limosinas”: taxis modificados, alargados, doble capacidad sobre cuatro ruedas; también taxis con trailers… pero resistieron un tiempo breve.
Recuerdo aquel pomposo título periodístico: “Ya los proletarios montamos limosinas”
Santiago de Cuba se ha vuelto “La ciudad de las motos”. Es la variante santiaguera de “los almendrones” habaneros, los autos de alquiler de los cincuenta, “el museo rodante capitalino”, los Buick, Chevrolet, los “colas de pato”. Algunos están como si hubieran salido ayer mismo de las fábricas.
Vuelvo a Santiago. Algunas rutas han sido reforzadas: la “24” por ejemplo, rumbo a la Textilera.
Aún no bastan para cubrir las necesidades del municipio más poblado de Cuba, pero los ómnibus han vuelto a incorporarse al panorama de la ciudad.
En un reciente reporte de la televisión, una colega (casco en mano) afirmó que en Santiago de Cuba hay no menos de 17 000 motos. Muchas de ellas son “de alquiler”. Es un fenómeno local.
No recuerdo cuando aparecieron las motos en estos lares, en magnitud semejante; pero las que ruedan aquí son de cualquier sitio de la Isla.
A las motos habrá que hacerle una oda, lo mismo que al “plátano burro”, salvador de la cocina cubana, “el zorro” como algunos le marcaron (o plátano macho, fongo, cambute, jumbo, cuatro esquinas… según sea la zona del país).
Las motos “de alquiler” no son baratas, mas lo valen y sobre todo, lo compensan: van a donde tú le digas, se mueven a cualquier hora, te acortan el tiempo, te salvan… lo mismo si vas a tu trabajo, a una cita amorosa, o a un hospital… Si lo sabré yo.
Sacar la mano, alquilar una moto, alzar una pierna, depositarte, hundirte el casco que te dan, recibir esa descarga de aire por toda la carretera, sujetarte del tronco del motorista o del aro metálico al final del asiento, y “volar”… es una experiencia típicamente santiaguera.
A decir verdad, no es la primera vez que hay taxis para la ruta de Boniato. Hace un año y tanto, a este recorrido se les asignaron unos taxis a prueba, a dos pesos moneda nacional, mas se me escapó la emoción de esos momentos, por no escribirla.
(Como mismo llegaron aquellos taxis un día, un día se fueron…)
Soy de los cubanos de “a pie” y esta vez no me pasa lo mismo: no podía dejar de hacerle su crónica a “los taxis ruteros”. Y voy a atraparlos para siempre, como puedo: en blanco y negro.
Juro que los voy a montar mientras pueda, rezo porque sea por mucho tiempo.
−¿Quién es el último?....
Notas:
[1] Guagua es el término cubano para designar el ómnibus, el transporte público por excelencia. “Guaguita” se refiere a un ómnibus pequeño.
[2] En Cuba circulan ahora mismo dos monedas: el peso cubano (el de siempre) y el peso cubano convertible. El cambio actual es de veinticinco pesos cubanos por cada peso convertible.