lunes, 22 de septiembre de 2008

Crónicas íntimas: MAMÁ YOYA y PAPÁ LUIS




Reinaldo Cedeño Pineda
escribanode@gmail.com


Dicen que aprendí a caminar de manos de Papá Luis. Dicen que extendía el brazo fuera de su cama de enfermo, que se le iluminaba la mirada cuando aquel niño, aferrado a uno de sus dedos, daba sus primeros pasos. No lo recuerdo…

Durante años le vi envuelto en sus sábanas blancas, con olor a limpio.

Papá Luis era mi bisabuelo, y cuando al fin aprendí a caminar, y a hablar, y a reconocer a los más cercanos, sentí por él la misma veneración que mi padre y mis tíos, cuando pasaban delante de su lecho. Sería por su pelo blanco, blanquísimo, o por tantos hijos echados a la vida y vuelto hombres, no sé; pero callaban ante el anciano, apretujaban sus sombreros campesinos, y asentían.

En esa casa habían nacido casi todos.

Papá Luis, desde su ocaso, aún era el horcón de la familia. Nadie osaba disputarle sus órdenes, dadas ya con cansancio, en aquella casa con piso de tabla, en aquella casona alta de enormes ventanas por donde entraba el sol y el aire, aquella de agua de tinaja, pura y fría, y de reloj de péndulo. Me detenía frente a su esfera y a sus cadenas para oír las campanadas que resonaban en la cocina, a la que se bajaba por dos enormes escalones, que me empeñaba en saltar; resonaba en los balances de la sala que hacían renquear el piso, y en el sótano que fue cediendo con el tiempo, que era nuestro escondite ―mío y de mis primos―, por más que pelearan mis padres o mi abuela.

El sótano era el lugar de los tesoros: de las viejas botellas, de las latas, de las cosas perdidas. En el patio había una enorme paila del trapiche, donde otrora caía la melaza de la caña. Hundida en la tierra, sólo asomaba la mitad de su estructura, sus remaches oxidados, y andaba tapada a duras penas.

─Muchachos… salgan de la paila que el agua tiene sereno!!!

Los mayores nos velaban, pero nosotros, los muchachos, éramos tenaces. Y al menor descuido... toda esa agua era nuestra piscina, el lago para los barcos de papel, el estanque particular para manotear y patalear hasta el cansancio. Y no íbamos a renunciar a eso aunque toda la madrugada le hubiera caído dentro.

En el patio armábamos nuestro juego, nos montábamos un bazar con los tesoros del sótano, imaginábamos calles y comercios. Cuando me toco la frente, vuelve esa época: una lata llena de pintura solidificada con el tiempo ―sabe Dios cuanto―, lanzada sin querer, fue a dar justo en mi cabeza. Tremenda la algazara de todas las mujeres de la familia, y la pequeña hendidura en el lado derecho de mi frente, que allí sigue.

Si Papá Luis era la semilla, mi bisabuela era la tierra. Sus nombres eran pronunciados por lo bajo, como si demasiada voz para nombrarles fuera ya un desatino. Ella decía palabras que me parecían antiguas como bacinilla y aspaviento, alebrestado y colegio. Tenía el color del trigo y en su cabello brillaba siempre una peineta. Era la madre de todos, Mamá Gregoria, Mamá Yoya.

Nadie se atrevía a pasar sin reverenciarla. Sabía todo lo que pasaba sin moverse del asiento, porque echaba a correr sus años de ventaja. Si te ponía la mano en la cabeza, sabía que estabas bendecido; si te abrazaba, estabas protegido. Así debieron ser los abrazos que daban las madres antiguas a sus hijos cuando partían a la guerra, o a componer la vida cotidiana que es otra guerra nada despreciable.

Fue mi abuela Ana quien los sostuvo en su lenta caída.

Una fotografía de Mamá Yoya y Papá Luis presidía la sala. Jovenazos, como nunca les vi. Siguieron vigilantes desde su puesto, hasta mucho después de haberse ido. Nunca le faltaron las flores, y no hubo quien los quitara, no fuera a desgajarse la casa tabla por tabla, o a quebrarse los troncos de sus cuatro costados, agotados de pronto por la lluvia, los años, las hormigas...

Lo que más me gustaba de aquella casa encantada y gigante, en San Luis de las Enramadas, de aquella casona, era la lluvia. Las gotas caían sobre el zinc, primero unos toques, y luego, sobrevenía la arremetida del aguacero. Aquella música bajaba por las vigas y las maderas, el sonido metálico se convertía en un murmullo. Sobrevenía entonces una pesadez dulce, un letargo. El aire húmedo, procuraba abrigo y allá me iba a la cama, a cerrar los ojos, y a soñar.

El techo de la casa de los abuelos era mágico.

4 comentarios:

Yolanda Molina Pérez dijo...

Rey: me encantan esos relatos donde la familia llega desde tres generaciones anteriores, no logro entender como la gente dice: "no conocí a mis abuelos" y lo dicen sin pena, los recuerdos de mis bisabuelos, conoci a 5, están entre las cosas sagradas de mi vida y recorro la isla de punta a punta, al menos una vez al año, para que abuela Esperanza y abuelito Sergio, no sean sólo nombres o fotos de mamá, el día que mis hijas hagan recuentos de su memoria, un abrazo y gracias por el deleite

Reinaldo Cedeño Pineda (EL POLEMISTA) dijo...

Gracias Yolanda. Hayq ue afincarse en las raíces para entender mejor el presente, sobre todo en la sde uno mismo. Quiero hacer otras de este corte. En tiempos de huracanes atmosféricos y personales, esas vuelktas y esos abrazos que nunca se apagaron, te devuelven la ternura y te iluminan los ánimos. Gracias.
Rei

Amparo dijo...

Reinaldo: Me ha conmovido muchísimo tu relato. Desgraciadamente yo no puedo decir lo mismo, pues no conocí a mi abuela materna, hecho que siento grandemente, aunque sea llevo su nombre, y mi abuelo paterno estaba bastante ausente, y mis abuelos paternos no estuvieron muy cerca de mí, vivían lejos. Por suerte, mis hijos sí pudieron disfrutar de sus abuelos, y tuvieron hasta uno de contra, mi padrastro. No dejes de escribir trabajos de este tipo, me gusta cómo lo haces, llegan hondo. Gracias

Lilith Alfonso dijo...

Reinaldo, la verdad no había leído crónicas tan buenas desde hace mucho. Que conste, te felicito con pena: Ojalá algún día llegue a escribir así. Gracias por ocuparte en llenarnos la vida con esos pedacitos de la tuya, te lo digo, sobre todo, porque sé del esfuerzo y de el mucho trabajo a tus espaldas.
Lilibeth Alfonso, periodista de Guantánamo