Maikel José Rodríguez Calviño
Frisaba yo los veinte años cuando me tropecé con Escuelita de los horrores. Por aquel entonces, ser escritor significaba para
mí poco menos que ostentar un título nobiliario, y al único autor que había conocido (de lejos)
lo miraba como si fuera extraterrestre o un ser de otra dimensión. Por suerte,
todavía no he perdido esa mala (¿o buena?) costumbre.
Pues bien, Escuelita... estaba allí, en un estante de
La Cabaña, y lo compré específicamente porque bajo el título aparecía un
diablito rojo de cola puntiaguda que me recordó al señor Magoo, cuyos dislates
solía yo disfrutar a cada rato en el ya extinto programa Prismas.
Sin pérdida de tiempo, esa misma noche me
dejé arrastrar por la historia del otro Enrique, alias Rigoberto Fidelio
Apolonio Pancracio Bicicleto Monopatínico del Transvaal, alias Kikito, en el
riguroso internado Rocas Altas para
niños modelo (con personal de alta capacidad y método educativo acelerado),
donde protagonizó una rocambolesca aventura junto a sus amigos Kulito, Franki,
Lobato, Monstruosi, Bethania y la hermana gemela de esta, que al final era
trilliza.
Apenas dejé atrás los primeros capítulos, me
hice la pregunta del millón: ¿acaso yo estudié en una escuela así?
Desde chiquito mi madre me había enseñado que
el colegio era una fuente de inmenso placer a la que se debía asistir puntual,
usando correctamente el uniforme y con los libros forrados. Los maestros, esos
grandes intocables, siempre tenían la razón, y uno debía obedecerles a ciegas,
incluso si te golpeaban la palma de la mano con una regla porque no habías
memorizado los múltiplos de nueve. A la escuela uno iba a aprender, a
prepararse para ser alguien en la vida. Jamás escuché en una actividad
político-cultural el tema de reggaetón más pega’o del momento (sobre todo
porque el reggaetón aún no se había inventado) ni vi niñas con uñas acrílicas o
varones exhibiendo celulares, pulóveres del Barcia y babilónicos yonkis como
los de ahora. Pero bueno, en aquellos tiempos, la escuela era otra cosa...
Por eso, ya crecidito, me extrañó tanto
«descubrir» una donde sus más prestigiosas profesoras (entre ellas Mademoiselle Elexni D’Etrurix, doña
Lolita Di Bacallao, la Teacher Rose y
la Priepadabatielnisa Liudmila Ilieva
Nikolaevna Petrovna) fueran un atajo de verdaderas arpías capaz de machacarle
la corbata a cualquiera. ¿De dónde había sacado el tal Enrique Pérez Díaz
aquellos nombres? ¿Quién le había dicho a él que las maestras podían ser tan
crueles, despiadadas, brutales, sádicas y esperpénticas como las «muchachitas»
del plantel de Peñas Altas? Ni idea;
sin embargo, seguí leyendo hasta la última página, que me dejó un regusto a
secuela. Aún hoy no se ha escrito la segunda parte. A veces pienso que es mejor
así.
Pero me estoy apartando del tema... A los
veinte estaba yo en la universidad, segundo año de Sociología, ¿no? Por lo
tanto, solo tenía cabeza para repetir conceptos y más conceptos de Economía
Política del Socialismo o plagiar al descaro el manual de filosofía de Nicolás
Abbagnano. Aún no sabía qué cosa eran la intertextualidad, el pastiche ni la
parodia. Las grandes estrategias discursivas de la posmodernidad vinieron a
freírme los sesos mucho después, mientras este servidor agonizaba en las clases
de Estética impartidas por el profesor Simón. Si hay algún historiador del arte
leyendo esto, sabrá de qué hablo.
Sin embargo, cuando disfruté Escuelita... por primera vez, me percaté
de que algo raro pasaba con aquel libro. ¿Acaso Lobato, Frankie y Kulito no se
parecían demasiado al Hombre Lobo, Frankenstein y Drácula? ¿Acaso Monstruosi no
se parecía demasiado a mí, que nunca me caractericé por una autoestima alta ni
reunía el mínimo de condiciones físicas para convertirme en el Chico Más
Popular de la Facultad, o en el Guaposaurio de Turno?
Ratón de biblioteca por convicción, ya había
leído de casi todo, pero nunca un libro para niños donde los personajes se
rebelaban contra el orden académico establecido y tomaban prácticamente por
asalto su centro de estudios. Incluso llegaban a travestirse, algo totalmente
inadmisible para un lector como yo, educado bajo los estrictos principios de la
heterosexualidad normativa.
Y es que, sin yo saberlo, Escuelita... me estaba mostrando otra forma
de narrar, y por consiguiente, otra forma de leer. Tras haber paladeado en mi
infancia los inolvidables El Cochero Azul,
La flauta de chocolate, Basilisa la Hermosa, Las aventuras de Burattino y otros
tantos títulos que publicaban las editoriales Gente Nueva y Mir, el primer Enrique ponía frente a mis
ojos una historia rocambolesca, divertidísima, contestataria, intertextual y
paródica, que sin comerla ni beberla socavaba la ilusión infantil de que la
escuela es un Paraíso recobrado, tal y como me habían asegurado desde pequeño.
En pocas palabras: una novela para niños posmoderna, tal vez de las primeras
que producía un cubano y se daban a conocer en nuestro país.
Latía en aquellos personajes la rebeldía de
Pippa Mediaslargas; saboreaba yo en los pasillos del gótico castillo donde
radicaba el internado algo de las atmósferas opresivas tan afines a las
películas de terror clase Z que podía ver de vez en cuando; la capacidad
subversiva de Kike y sus secuaces me contagiaban los deseos de protestar contra
todo. ¡Peñas Altas era el acabose, la
Escuela del Mundo al Revés! (con permiso de Galeano). Para más atractivo, había
humor y desacralización, ironía y choteo (en el mejor sentido del término),
todo eso aderezado con piscas de criollismo y mordaces reflexiones sobre los
errores y horrores de la mala pedagogía.
Como otros tantos lectores, descubrí en
aquellas ciento y pico de páginas luz verde para imaginar sin límites,
transgredir los cánones y revisitar caracteres ya clásicos, pero siempre
nuevos, que generalmente hacían mis delicias gracias al cine y la televisión,
pues a excepción de las antologías dedicadas a la obra de Poe, Lovecraft y
Oscar Hurtado, pocas historias de miedo había tenido yo la posibilidad de
leer.
Escuelita... fue para mí un
texto revelador. Años después, cuando decidí escribir el primer cuento,
figuraba entre mis libros de cabecera. Hoy atesoro el ejemplar que compré en La
Cabaña como si fuera un incunable. Siempre me he confesado un convicto
irremediable de lo fantástico, y creo que, en mayor o menor medida, hago un
buen intento para aportar al género algún pasaje salvable. Eso sí: el tono de
comicidad que de vez en cuando utilizo en tal o mascual historia, o ese
constante rejuego con personajes arquetípicos, se lo debo a tres libros: Caída y decadencia de casi todo el mundo,
Los papeles de Valencia el Mudo y,
por supuesto, Escuelita de los horrores.
El primero me demostró que nada es lo suficientemente sagrado como para no
reiterpretarlo (siempre con el debido respeto), y los otros dos, que se pueden
escribir historias de terror «a lo cubano», aunque quizás no asusten mucho,
pero bueno, historias de terror al fin y al cabo.
Cyril Connolly
cifra en diez años el purgatorio que un libro debe aguardar para que pueda
saberse si hay en él algo meritorio o si es tan sólo efecto momentáneo de la moda
literaria. (1) Este año, Escuelita...
cumple diecisiete agostos de haber sido escrita. Afortunadamente ha superado
con creces la prueba de Connolly y aguarda, paciente, por alguna reedición que
la ponga de nuevo en manos de jóvenes lectores dispuestos a reírse a carcajadas
y reflexionar un poco.
Hoy, la novela del tal Enrique Pérez Díaz (a
quien veo a cada rato, y siempre me parece un extraterrestre o un tipo de otra
dimensión) es todavía ese libro inefable, casi antológico, que regocija hasta
el cansancio al niño que soy y al escritor que llevo dentro. Y junto conmigo, a
tantos chiquillos y autores, por dentro y por fuera, de cualquier edad, que
aprendieron a apreciar en él la invaluable libertad que solo nos ofrece la
fabulación.
( 1. La cita es de
Fernando Sabater (La infancia recuperada,
Ed. Santillana S.A., 1997, p.: 13), y me parece tan brillante que decidí no
cometer el sacrilegio de parafrasearla.
DEL AUTOR:
Maikel José RODRÍGUEZ CALVIÑO
Narrador, investigador, crítico de arte y periodista.
Licenciado y Máster en Historia del Arte por la Universidad de la Habana. Ha
dado a conocer un amplio número de reseñas, artículos y entrevistas sobre arte
y literatura en las revistas Palabra
Nueva y Artecubano, los
periódicos Noticias de Artecubano y Escambray, los suplementos El Tintero y Vitrales, la página web de International
Press Service en Cuba, y la revista digital Cubanow. Tiene publicados los libros Puertas de papel (cuento, Premio La Edad de Oro 2011, Editorial
Gente Nueva 2012) y Los enigmas de la
rosa de marfil (novela, Editorial Gente Nueva 2014, Premio La Rosa Blanca
2015). En 2014 obtuvo la Beca de Creación La Noche con el proyecto de libro Fantasmacromía.
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--FINALISTA: Pippa Mediaslargs y yo
LEER CON EL CORAZÓN: IV Concurso Caridad Pineda In Memoriam
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--PRENSA LATINA: Trasciende a otros
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