Ricardo Hodelín Tablada
Cuando
Braulio Causse, cimarrón de nacimiento, que va y todavía anda escondido por
ahí, supo que iba a ser abuelo, saltó de alegría en el palenque y bajo el
flamboyán más bello del monte reunió a toda su familia. Tocó entonces el
vientre bendecido y evocando a sus ancestros africanos dijo: Será varón y le
pondré un nombre poético
Jesús Cos Causse, él será el elegido, el
encargado de contar nuestros gritos y lamentos. Sonaron entonces los tambores y
bailaron todos juntos hasta que las luciérnagas, cansadas de iluminar la noche,
se fueron a dormir. Cumpliendo la profecía de su abuelo haitiano, trovador y
cortador de caña, Cos Causse publicó en 1981, en la colección espiral de la
Editorial Letras Cubanas, su libro Las islas y las luciérnagas.
Yo
llegué a este texto en mi adolescencia cuando buscaba con ansias un buen poema
para declamar en un acto patriótico. Me encontré entonces con este libro
autobiográfico escrito por alguien que nació con las manos vacías y tan lejos
de la fuente, que nunca tuvo rostro en la infancia y siempre tuvo sed, y sus
juguetes naufragaron y tampoco tuvo una lámpara o un relámpago a tiempo para
mirar cómo se hundían hacia el fondo las lágrimas de su madre. Así decía el
poema “Escribo Fidel”, que además cantaba porque ya sé mi nombre, esta ventana
es mía y mi madre desde el jardín espanta con las flores el fantasma de la
miseria, y mi padre el obrero tiene una fábrica y una herramienta que canta y
anuncia en su canto el porvenir.
El
libro se convirtió para siempre en mi más leal compañero, donde encontré en
cada momento la palabra exacta, el verso necesario para enamorar, la oración
para la tribuna o el canto para compartir con los amigos. Precedido por un
sugerente verso de José Martí “Las islas dolorosas del mar”, el texto estructuralmente
se divide en tres partes. La primera parte “Las últimas hojas del otoño”,
agrupa nueve poemas que retratan la infancia del poeta. Un niño que juega con
su flota de papel, barcos con cañones y velas de claveles. Un marinero a bordo
que busca en las penínsulas y en los archipiélagos un tesoro y una sirena. Un
escolar que ya declara peligrosamente que su puerto es el tiempo y su rumbo el
amor.
De
ese amor en toda su dimensión escribe Cos Causse, porque para él la infancia es
un fantasma que huye si abres esa puerta y saldrá volando del sótano una tojosa
o una lechuza. Verás pasar un mambí a caballo, al galope, machete en mano, que
cae mortalmente herido con la dignidad de un General. Y amor son también las rosas silvestres que
su madre, escondida del mundo, cortaba en el jardín cada mañana en silencio
como una mariposa, como una muchacha enamorada. El amor es la muñeca de Zenaida
y el caballito de palo, y ese rincón del cuarto donde intercambiaban caramelos,
canciones y secretos de la infancia, y el patio donde su madre lavaba las ropas
de los vecinos y lloraba a veces de tristeza y con razón.
Como
se evidencia el tema maternal es una constante, así como la familia toda. La
abuela con sus leyendas y su mirada misteriosa como si buscara en las aguas del
mar la estela de espuma de un barco que nunca llegará a estas costas. El
abuelo, una imagen en la sala donde se pasó la noche tan serio entre cuatro
velas y el rostro de antillano errante. Otras escenas recuerdan el sombrero y
el bastón del abuelo, el cofre familiar, el frasco de perfume, el paraguas por
si llueve en mayo y el espejo para que no se olvide la abuela del maquillaje,
de la flor que llevaba en el pelo y de contemplarse la sonrisa. Y digo escenas
porque Cos tenía la rara habilidad de otorgar a sus observaciones una
profundidad vivencial y armaba las palabras de modo tal que, sin perder el
aliento poético, el lector es capaz de percibir ante sí escenas de la vida
cotidiana.
La
segunda parte titulada igual que el libro, mantiene el tono de la poesía
conversacional. Por sus versos cruza cabalgando Toussaint Louverture, entre sus
aguas navega la tripulación errante de Marcus Garvey. Con sus pasos se acerca
Jacques Roumain y aparecen caracoles muertos en Guadalupe y Martinica. A mi
juicio, el poema más logrado de esta parte es “Braulio Causse”, otra vez lo
desvela su abuelo, quien contaba que vino solo desde Haití, polizonte sin ruta
y sin viento. Contaba que tuvo varios naufragios peligrosos y que en cada isla
decía una mentira. En Santa Lucía era un príncipe que se escapó del palacio por
temor a la espada de su padre. En San Vicente buscaba sus palomas perdidas que
a veces se iban volando detrás de la espuma.
Y
seguía el abuelo con sus mentiras que el poeta nos trasmite con una voz intensa
a nivel idiomático y escrupulosa en su estilo poético. Así en Granada era
oficial y primer emisario de Toussaint Louverture y Napoleón lo venía
persiguiendo con una flota y de capturarlo lo esperaba en Francia la
guillotina. En Curazao iba a colocarle al arcoiris el color que le faltaba. En
Donaire salió desde África a descubrir por qué razón las estrellas caían
siempre en el Caribe. En Aruba necesitaba partir, estaba de prisa porque esa
tarde, antes del crepúsculo, tenía cita con una sirena. En Gran Caimán no dijo nada
y hacía señas como un mudo. A los güijes que sueñan con las sirenas y viven
enamorados de las luciérnagas, también le canta y asegura que los güijes
llegaron desde África y sólo despertaban cuando escuchaban los tambores.
Otro
mérito de este volumen radica en las pinceladas historiográficas que nos regala
el autor. Ya hemos mencionado algunas; también destaca lazos históricos entre
Marcus Garvey que se acerca a Cuba y pregunta por los mambises de Antonio
Maceo, besa la frente de Mariana Grajales, contempla los cañaverales de Jesús
Menéndez y conversa con los obreros de Lázaro Peña. En otro poema que titula
“Leyenda de amor para Elma Shelley” le pregunta a la jamaicana ¿No viste a
Martí en el combate junto a los esclavos de Morant Bay? ¿No viste a Maceo
atravesar tu isla de punta a punta con Marcus Garvey al lado y una inmensa
caballería mambisa de cubanos y de jamaicanos?
En
la tercera parte del libro “La tierra canta y tiene un rostro” aparece una
poesía más intimista, acompañada de la trova y siempre el amor, esta vez el
amor a la mujer amada. Merece destacarse aquí el poema “Que falta me hace una
guitarra”. El poeta recuerda a Sindo y pulsa su lira bien afinada porque uno no
sabe nunca en qué amor acabarse, en qué salto cruzar las cenizas, porque ni el
jardín detiene el paso de la muerte y juntos desaparecen el recuerdo y el amor.
Afirma que estamos inaugurando el amor del futuro, llenando de júbilo esta isla
que en cualquier momento salta del mar y se convierte en un caracol. Recuerda
también a Corona, el trovador que murió con la nota en alto y el corazón
inquieto antes de comenzar la serenata. Y como un susurro le dice a una
muchacha: ya le dije a todo el mundo que fuiste la única mulata de Carlos
Enríquez que no pudieron raptar, que te escapaste de algún cuadro de Víctor
Manuel, que en tu presencia fusilaron a Plácido, que eres como aquel verso de
Martí, sinsonte asustado, mujer antillana, Longina del Caribe.
Florece
en esta parte el poema con el cual tengo el mayor compromiso afectivo. Titulado
“Como una serenata”, es un texto que estudié con la pasión de un escolar
enamorado. Me lo aprendí, ya no puedo recordar cuantas veces lo leí, lo
utilicé, lo declamé, porque así es el amor, como una serenata a pesar del
tiempo. El amor tiene la eternidad de las piedras que sostienen las estatuas de
los héroes y ejerce diferentes oficios familiares: el perfume en la flor, el
esplandor en la penumbra, la palabra en el libro, el rostro en el espejo, el
color en el coral, el cristal en la ventana. Me resultaron tan certeros estos
versos que hoy este poema es nuestro testimonio a este sitio de la ciudad, a
esta calle donde nos conocimos inocentes, y aunque han pasado los años ya somos
dueños de la esperanza y agosto tiene otros argumentos para los enamorados
desde aquella noche que dejó en el fondo de tus ojos brillando para el
porvenir, las estrellas de Santiago.
De
exquisita factura es también el poema dedicado a esa muchacha que siempre lleva
un jazmín escondido, por eso cuando pasa reparte para la vida ese perfume tan
familiar como la nostalgia. Aquí se desborda el poeta y exhibe un lenguaje
sugerente y comunicativo cuando apunta que por suerte todos los poetas
románticos están muertos pero si otro se atreve a escribir el nombre de esa
mujer tiene que hablar también de su tristeza. Ella es la muchacha que puso la
flor en la tarjeta del libro de Retamar, y ella, a pesar de Suardíaz, volverá
en otoño al mar Caspio y como homenaje a Sindo, arde en sus ojos la luz y si
los abre amanece.
Dueño
innegable de una potencia expresiva con un matiz propio, Cos nos regala un
discurso que va de lo cotidiano a lo trascendental. A lo que se añade el uso
del verso largo donde se transparenta un grado de elaboración estética que sin
ser perfeccionista es comprensible para el amplio público. Todavía recuerdo
aquella tarde cuando leí ante mi padre “La tierra canta y tiene un rostro”, el
último de los poemas incluidos en el volumen. No supe nunca qué recuerdo toqué
en el fondo de su alma pero vi en sus ojos el color de la nostalgia, ese que
aparece cuando se escucha una guitarra, o cuando llueve y se acerca la tarde.
Los
veintisiete poemas que integran este volumen lírico están colocados
magistralmente, cada uno en su justo sitio, de manera que el lector avanza
entre ellos como si se sostuviera un ameno diálogo con el poeta. Más de tres
décadas después de su publicación, todavía leo este poemario y me estremezco
cuando encuentro ese misterio, ese hechizo que solo la buena poesía es capaz de
ofrecernos. Es que, sin dudas, estamos ante un libro único, yo diría excepcional,
que ha tenido la virtud de llenar de esplandor la poesía insular, continental y
de la lengua española. Les aseguro que es un libro de matices encendidos a lo
Portocarrero, a lo Mariano, nada de naturaleza muerta, es un libro que invita a
descubrir dónde comienza el arcoiris.
Hay
todavía algo más para animar al lector a
la búsqueda de estos versos impregnados por la magia de la creación y es que,
aunque no puedo asegurar que haya sido intención del autor, son poemas que
tienen un ritmo propio, poemas cantables donde se sienten los tambores de los
esclavos, el ladrido del perro de Pastor, el sonido de las aguas del Caribe,
del látigo y el yugo, y del llanto lastimoso de Jean el haitiano. Finalmente
les invito a disfrutar con placer y provecho de este poemario tocado por la
lucidez, continuidad de la mejor tradición de la poesía cubana de ayer y de
hoy. Un libro iluminado por luciérnagas, dibujadas con las manos seguras de Cos
Causse, una de las más altas voces poéticas cubanas de todos los tiempos.
DEL AUTOR
El doctor Ricardo
Hodelín recibe el premio de la Casa del Caribe de manos del poeta León Estrada
Ricardo
Hodelín Tablada. Santiago de Cuba, 1964. Doctor en Ciencias Médicas. Profesor
Titular. Investigador histórico. Miembro de la UNHIC y de la Sociedad Cultural
José Martí (SCJM). Tiene cuatro libros publicados Su libro Enfermedades de José Martí obtuvo el
Premio Martiano de la Crítica “Medardo Vitier”. La SCJM le ha otorgado los
reconocimientos “Honrar honra” y “La utilidad de la virtud”. Ha obtenido el
Premio de Investigación Científica de la Academia de Ciencias de Cuba. Textos
suyos han aparecido en múltiples publicaciones entre ellas: Revista Honda, de la SCJM, SIC, El Cubano libre, Viña Joven y el boletín Ideas.
ARTÍCULO DEL MISMO AUTOR:
--Este es mi Martí. Premio de la Unión de Historiadores, Concurso
Caridad Pineda In Memoriam, 2014
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