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miércoles, 11 de septiembre de 2013
MEMORIAS DE NOÉ: José Orpí Galí / GRAN PREMIO del II Concurso Caridad Pineda In Memoriam de Promoción de la Lectura
♣ Relato inspirado en el
cuento Monólogo de Isabel viendo
llover en Macondo de Gabriel García Márquez
El invierno se
precipitó un domingo a la salida de misa. Con esta frase, que he repetido
una y otra vez a lo largo de muchos años cuando llegan a nuestra isla los
primeros frentes fríos, comienza esa lectura que marcó mi vida. Desde ese
instante supe que la literatura era algo más que un simple encuentro de
palabras, una herramienta emocional, un señuelo ante los males del cuerpo y del
espíritu.
No sé en qué momento
cayó el libro en mis manos, el libro que contenía ese relato absorbente y
rotundo. Ya era muy conocido el nombre del Gabo, particularmente por la
publicación de "Cien años de soledad", pero desconocía el alcance de
sus primeras obras, que Casa de las Américas dio a conocer bajo el título
"Todos los cuentos de Gabriel García Márquez".
Entonces llovió y el
cielo fue una sustancia gelatinosa y gris, que aleteó a una cuarta de nuestras
cabezas.
Me acosté a la hora de
una siesta calurosa que empapaba la almohada y solo me permitía dar vueltas y
vueltas, sin conseguir un minuto de reposo. Extendí la mano y tomé el volumen
que se abrió en la página de "Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo".
A partir de entonces solo fue Isabel que me contaba su desolación, en letras
apretadas como el nudo de estupor que se iba conformando en mi garganta. Era
lluvia. Lluvia y fango y ecos y voces lejanas que me llegaban como filtradas a
través de una telaraña verde, pegajosa. Aguas sobre las casas, sobre el techo
de tejas descoloridas. Agua - bálsamo. Tiempo difuminado. Lentes chorreantes
aplastados contra el vidrio de la melancolía en un espacio cerrado. Y solo
escuchar la lluvia. Inmóvil. Contemplando a Isabel que había distorsionado las
fechas y los nombres. Extraña sensación de vacío y misterio. La impotencia de
no saber cuándo terminaba aquel diluvio de maleficio, sin arca y sin Noé, ni
paloma ni rama de esperanza. Se borró todo. Se esfumó la realidad.
Me acordé de las noches
de agosto, en cuyo silencio maravillado no se oye nada más que el ruido
milenario que hace la Tierra
girando en el eje oxidado y sin aceitar.
Una fuerza inexplicable
me obligaba a seguir leyendo. Volví con Isabel que no me dejaba respirar. Sentí
sus ansias sobre mi vientre y el espesor de la neblina que se diseminaba en el
patio. Flores decapitadas bajo el estropicio de la lluvia. Helechos que
murmuraban enigmáticos nombres. Y yo flotando sobre aquella sustancia incolora,
mientras la humedad me devoraba el cuerpo, con la ropa pegada a las costillas
en una amalgama de almidón y lodo. Querer salir del sueño y no despertar.
Querer atravesar las cancelas de la luz y no atisbar un solo filtro en la
monótona caída del agua. Todo detenido y ausente. Mirando en un espejo
roto las imágenes de un fotograma del
cine silente. Y si embargo yo seguía acostado, como la bestia apresada en el
lodazal del relato, sin poderme quejar ni pedir ayuda, mudo como en las pesadillas
más violentas.
Al amanecer del jueves
cesaron los olores, se perdió el sentido de las distancias. La noción del
tiempo, trastornada desde el día anterior, desapareció por completo.
Mucho tiempo después,
mientras bañaba a mi madre, recordé esa tarde de la lectura: cómo sentí caer la
lluvia aunque afuera el sol se mostraba implacable. Cómo finalmente me quedé
dormido y al despertar la vi en el marco de la puerta y le pregunté ¿ya escampó? Ella, atónita y desconcertada me respondió: En
ningún momento ha llovido. Tan atónita y desconcertada como ahora que la baño y
le recuerdo aquella anécdota que ella ya no puede rescatar en el laberinto de
su memoria.
Nunca más he vuelto a leer ese relato. Quizás por temor a no
experimentar las mismas sensaciones o para que permanezca intacta en su esencia
el recuerdo de aquella tarde en que Isabel me sumergió en el estruendo de una
lluvia sin final.
Conservo, ajenas a todo desastre, aquellas imágenes que me evocó
el encuentro con la literatura desde su dimensión humana y vital.
El aire a mi alrededor se torna denso, las nubes avanzan y
comienza a caer una llovizna misteriosa, pórtico del diluvio que vendrá
después. Aún suena en mi cabeza el amago de la lluvia. Es más, todavía llueve.
El autor José Orpí Galí (Santiago de Cuba, 1953) es un reconocido poeta. Laureado además como escritor para niños. / Imagen cortesía de María Mercedes Rodríguez Puzo.
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Segundo Concurso Caridad Pineda / UN APORTE A LAS
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