sábado, 14 de septiembre de 2013
REZO a los maestros labradores de libros: Rosaida Savigne Sánchez // MENCIÓN ESPECIAL Segundo Concurso Caridad Pineda In Memoriam de Promoción de la Lectura
♣ Como marcaron su vida los libros de rezos
¡Padre
Nuestro!. Bienaventurada aquella década-luz de los sesenta, cuando llegué con
siete meses al mundo, entonces la esperada niña, tenía pocas posibilidades de
sobrevivir, al coro familiar no le quedó otra cosa que rezar, e iniciaron una
cadena por mi sobrevivencia, con un enjambre de cánticos y rezos, que
convirtieron la casa de mis abuelos en un verdadero centro espiritual.
En verdad nunca habían sido tan creyentes, pero su
hembra finalmente se le había salvado, y mi mamá prometió rezar toda su vida.
Desde entonces sobre mi memoria subyacen, fantasmas de rimas asonantadas, que
recuerdo me transportaban a un estado de vigilia medio inconsciente, desde el
cual alguien de rostro nacarado posaba
sus manos de finos dedos sobre mi frente,
y besaba mis manitas hasta
intentar inmovilizarlas. Eso me agitaba un poco, mi madre una mujer
extrañamente intuitiva, querendanga
de su hijos - como decía-, creyó que me molestaban y comenzó a pensar en algo mejor para las dos, en realidad tampoco se sentía cómoda
repitiendo letanías cada día de su vida.
Se reconocía gran lectora;
las viejas espiritistas amigas de mi abuela, se aprovecharon de su promesa, y
le confiaron la lectura de los rezos, convencidas de que era un médium en
desarrollo, por eso se le veía con ellas de misa en misa, medio por respeto a la amistad de tantos años, y otro
buen poco, debido a que cuando las cosas
andaban como andaban, aquello daba para comer.
Convencida de sacar provecho
al don de su contar, disfrutaba el poder ejercido sobre los demás, la
distinción del traje recibido en la mirada de los hechizados, pero su gran
secreto, era que no se sentía una religiosa sincera, ni quería serlo. Apenas se
daba cuenta que lo fascinante para ella, era la maravillosa poética de la letra
impresa, el poder sobrenatural de la “cantidad hechizada”, para echar a volar
“las penas y llevarlas a descansar”, a
buen recaudo, añadía en tono
aleccionador para que no lo olvidara.
Era de esperarse que por muy
mal que suene, mis primeras nociones de libros, fueran esos justamente; los
libros de rezar. Sé que nadie confesaría semejante dislate, pero la voz de mi
madre sigue viva ahí, la escucho cuando descubro su letra pequeña, preciosista,
domada por la caligrafía Palmer, que deja ver su tempo vivo, apurado a ratos, o
agitado por momentos, registros de una cotidianidad que me la devuelve. Qué me
importa el desprecio de los puristas lisiados, el volcán dormido de los
académicos santificados, los literatos institucionalizados cazadores de locos
orgasmos intelectuales, el oscurantismo de los maestros medievales, que
hicieron del conocimiento una vaca sagrada, e invisibilizaron este telúrico
sentido de transmisión originaria, menos escrupuloso y más sincero,
perteneciente a la honda cultura
espiritual de los seres humanos. Para ellos, ¡Misericordia señores!
Y que sea derramada, pasarle
la vista gorda a esta circunstancia de nuestras vidas, es como pertenecer a la
inconsecuencia de esos colorarlos, que ayudan a levantar las estéticas de
dominación de unas culturas sobre otras, donde
la libertad de lo humano es condenada al ostracismo, y yo con el perdón
de los demás, necesito rescatar a mi
madre de ese inframundo, para
reconocerla como luz terrenal. No me queda otro camino, que compartir el destino
probable de esos libros, que hacen como si se fueran, espantados ante la
declaración oficial de su nocividad, y comienzan a dar tumbos por un anonimato
errante, provistos de un poder viral para circular de persona a persona,
decantarse en las individualidades, renovar mensajes, sopesar los nexos
humanos, y retomar la existencia negada.
Uno termina por saber que no
han partido nunca, los maestros oficiales están destinados a hacerles una tumba
ignota, también colectiva y con nuestra anuencia. Sin embargo los llamados
“buenos libros”, se descubren bajo esas
luces de miseria, asaltando los razonamientos, que hacen preguntarte a ti
mismo, ¿eso lo escribí yo?. Se comportan como un amuleto fatal, filtrado de
entre todo lo visto y entreoído,
aconteceres del corazón adentro, que nos sorprende un día con el
abandono de la niñez, y el doloroso advenimiento de la plenitud
adulta, alguien llamó a eso, miseria de las influencias. ¡Palabra del
señor!, y vivencia nuestra.
He crecido con las sombras de
esos libros, mi madre los hizo parte de nuestra casa, no fue un plan
perfectamente urdido. Su servicio espiritual, urgente de tiempo, la obligaba a colocarlos
a la mano, me tropezaba con ellos en la mesita de noche del cuarto, la sala, o
en el mismo baño…, una nalgada preventiva hizo comprender a “Nené Traviesa”,
que no se tocaban, por muy abandonados que parecieran en los sitios más
inverosímiles. Llegó a acumular muchos, algunos se los regalaban los propios
creyentes, fruto de un trueque por morosidad o impagos del servicio, otros eran
préstamos de los propios cabezas del cordón espiritual, de los que terminó
siendo su afortunada dueña. Especial cuidado ponía en algunos, los forraba del
mejor papel blanco que encontraba, los envolvía en paños blancos, rojos,
amarillos o negros según el motivo del rezo,
los guardaba en una gaveta pequeña, a veces les prendía velas, les
regaba incienso, y prefería de marcador al rosario.
Aseguraba azuzar el poder de
las palabras sentidas más allá de todo texto, por eso no le preocupaba, que la
manera de relacionarse con sus libros no fuera tan ortodoxa, “es mi libro de oraciones, cree en lo que digo, y hace lo que le mande”.
Sentía una posesión tan suya sobre ellos, que le daba mil usos, tenía uno en el pasamano de la cocina, que
nunca lo vi manchado de grasa, en ellos
anotaba lo que fuera preciso, el nombre, la dirección, el teléfono,
un recado para alguien, fechas de difuntos, misas realizadas con sus
días y horas, el número de la bolita,
lo que fuera, se quedaba protegido, nadie era capaz de destruirlo o moverlo de
lugar, era el sitio más seguro para guardar lo inmediato.
Con esos libros experimentaba
la mística de los días, eran la agenda que organizaba nuestro diario, comprendo
ahora las raíces de la complicidad, que nos fueron uniendo inexorablemente. Se
convirtió en mi primera maestra,
labradora de la semilla
primigenia que me hizo la persona que soy, el juego de “abrir las entendederas” para sus rezos se trastocaron en espectros
de un filosofar callejero, fecundamente confuso: Creo en Dios Padre, mago del cielo y la tierra, Creo en Jesucristo su
hijo, sentado a tu izquierda, siempre a la izquierda, para darte gracias por la vida que ha de
continuar contigo, Creo en la virgen María, en los pecados, en el amor, y a
pesar de la iglesia, Creo en la vida perdurable que nos une, por los siglos de
los siglos.
Desechaba la idea del temor a
Dios, nunca quiso que fuera temerosa de nada, el pretexto religioso lo usó para
entregarme la existencia de la espiritualidad, lo verdaderamente trascendente
para ella, sin calcular los daños colaterales, ni los valores agregados, por lo
que fui una niña introvertida, una adolescente rebelde, y una adulta
inadaptada, obstinadamente creativa, dotada de un incómodo poder agorero para
el destierro de las utopías más queridas, que me destinaron hacia una soledad
fecunda como estigma irrevocable.
Es que las tres parecían no
entender el peligroso juego de la vida. Cuando la niña conoció la escuela
pensó, que no eran libros verdaderos, esos que no se podían cambiar, la rebelde
adolescente consideró no leerlos, y la adulta tuvo que padecer la ignorancia de
desconocer la mitad del mundo; sin embargo tenía la cabeza poseída, “por las musarañas con la que enredaba
todo”, por lo que mi madre terminó
por presentir que haría mis propios libros. Lo confirmó mi intempestuosa elección por una carrera
desconocida entre nosotros, “una cosa
llamada Historia del Arte”, entonces no me importó el espasmo familiar, que
posponía una vez más el sueño del médico, me limitada a seguir el instinto
básico de una fantasía, pues cuando entré al recinto universitario, Doña Corín
Tellado, tiraba de mis faldas aún, como una
lactante carente y tardía.
Allí encontré a otros
maestros labradores de libros, con algunos olvidé más de lo debido, otros como
un viejito catalán, con malas pulgas para los “señores de negro”, pero adicto a
sus alumnos, reveló en un segundo todo el sentido de mi vida, con solo saber
mis apellidos: ¡OHH! niña sabes quién es
Madame Sévigné, recalcó en perfecto
francés. La respuesta de incredulidad
del ignorante ingenuo, le hizo tomar un libro, que abrió ante mis ojos, y me mostró el rostro de
una mujer de carne anacarada, que sobre su regazo exhibía sus finos dedos de
escritora, sentí un derrumbe interior, algo troncal me reconocía en el libro
que decía llamarse: Epistolario de Marie de
Rabutin-Chantal, Marquesa de Sévigné,
repetí lentamente hacia afuera, como
pude, en perfecto santiaguero, mientras las risas de mis compañeros, me
bautizaron con el apelativo con que mi profesor Francisco Prat Puig, me nombró
toda su entrañable vida, niña
Sévigné.
Lo que siguió después fue el
encantamiento, el encuentro de raras coincidencias, con la maravilla de una
genealogía ignorada, del cual salía un personaje novelesco seductor de ansias
cognitivas desconocidas, no podía creer que tenía una parienta tutelar de tal
envergadura, presentirla en los libros como en mi infancia, me impulsó a leer
todo el universo de la noble marquesa, y más.
Aquel catalán se convirtió en
los ojos con los que quería ver, y la boca con la que quería hablar, no eran libros de rezar,
pero a mí me parecieron de verdad, el decía de ellos más de lo escrito, para él
todo era cambiable, personal, un día de un color, y otro radiante como un
sueño, se trataba de un maestro labrador de libros, para creer y crecer en lo
onírico de las artes. Ahora sé la onda raíz con la que se conectó mi maestro, pido
ahora, ¡luz para ese espíritu!.
Aún no me explico la razón
por la cual fueron desapareciendo los libros de rezar, incluso del cuarto, la
sala y la cocina, hacia donde la fiebre de “otro conocimiento” no necesitaba
mirar, que parecía invisibilizar aquel calostro creativo. Sin embargo, hacer
esta oración de autoconciencia bajo sus luces de miseria, ha dado sentido a la
complicidad del rostro nacarado, con que descubrí la espiritualidad perdurable
de los libros, que nos han unido para siempre. ¡Amén!.
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