sábado, 30 de agosto de 2008
UN ABRAZO SALVA
Reinaldo Cedeño Pineda
escribanode@gmail.com
Mi madre tiene 74 años. Todavía lleva el peso de la casa, no ha querido cederlo, aunque los años, naturalmente, han hecho mella en su salud y sus emociones.
Durante más de cuarenta años fue maestra, y a ello se consagró. La estoy mirando ahora mismo en un aula llena de niños, con la tiza y los libros, con el componedor de palabras…
Mi madre enseñaba a los niños a leer.
Alfabetizó en 1961, en el difícil año de Playa Girón. Y sin reparos se fue a enseñar, chica de ciudad, monte adentro…
Fue una de las que festejó en La Habana la declaración de Cuba como territorio libre de analfabetismo. La he buscado muchas veces en las filmaciones históricas. Ella y otros habían partido en un tren de carga acondicionado para el traslado. Tenía poco más de veinte años.
Fue mi propia maestra en primer grado, aunque me resultó imposible convertirla de mamá en maestra, y debí seguir en otra escuela, con otras maestras que, a la larga, resultaron inolvidables: “Cuca” en segundo y tercero, Alina en cuarto y sexto, Edilia y Sonia en quinto.
Era un niño entonces. Era tan natural verla escribir sus planes de clase, levantarse temprano cargada de energías, repasar en horarios extras en la sala de la casa…
Ahora le daría un aplauso a tal fidelidad.
Han pasado los años, no tiene las mismas energías. Sale menos. A veces, la casa se le viene encima. La cocina cubana es retadora…
Era uno de esos días en que la tristeza se había posado en su rostro. O la nostalgia, o las dos. Era el momento de voltearle los ánimos… y la invité a un recorrido por Baconao, parque natural santiaguero al lado del litoral, una actividad planificada por mi trabajo; pero…
Vivimos en el trópico. Esta región es la reina de los ciclones. Y se acababa de declarar la fase de “alarma ciclónica” para todo el Oriente de Cuba. El huracán “Gustav” nos truncó la salida. ¡Vaya, que mala suerte!
Aunque disfrutaba de mis vacaciones, subí al pequeño departamento de la emisora. Actualicé este blog, respondí algunos comentarios. Y decidimos desandar lo andado, rumbo a casa.
El rostro de mi madre andaba el doble de triste:
−Otra vez a lo mismo, me dijo… pero se equivocaba.
Al bajar, nos salió al paso la locutora Kenia Campuzano. Una profesional en su trabajo, una persona mejor aún.
Se conocían. Ella era la conductora del programa “Hecho para el domingo” de Radio Mambí. Bajo la dirección de Zulima Nicolau, el espacio proponía un tema central, un tema humano… y mi madre solía llamar para dar su opinión.
No era “la maestra” en el programa, era una oyente; pero una oyente atenta y fiel, como la que desean todos los programas de radio. Si no llamaba, le daban un telefonazo:
−Caridad, ¿no va a decir algo hoy?...
Ya sé que viene de cerca, pero, en efecto, siempre tenía algo. Yo me asombraba escuchándole. Lo que decía, llevaba toda su experiencia, su experiencia llevaba sus años de amor. Y cuando el programa dejó de salir, le quitaron un poco de esa alegría.
Ver a Kenia, fue reencontrarse con todo aquello.
La conductora la recibió con una sonrisa. Le dijo su nombre con dulzura. La apretó contra sí. En sus brazos sentí la sinceridad, y ese delicado sentimiento que se llama cariño.
No quiero que ese día se vaya sin sujetarlo.
La conductora me devolvió a otra persona: mi madre alborozada, agradecida, sonreída. Mi madre niña. Ya no se acordaba del ciclón, ni del viaje trunco, ni de la rutina de la casa...
Abrió la puerta con ánimo, como si hubiera llegado del viaje más hermoso del mundo.
Un abrazo salva.
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