jueves, 28 de agosto de 2008
CUABITAS UNA VEZ FUE MI DESTINO
Reinaldo Cedeño Pineda
(para Antonio Desquirón)
Un poeta, un crítico de arte, un amigo, Antonio Desquirón, anda entregándome sus crónicas de Cuabitas, poblado en las afueras de Santiago, en el medio, entre Quintero y Boniato.
Nunca imaginé cuanta historia guardaba este pequeño poblado.
Todos los días tengo que pasar por allí, en viaje de ida y vuelta. Y he visto bajarse al poeta, cerca de la Iglesia, camino adentro… mientras sigo mi viaje.
Este es el caso en que un cronista inflama a otro. Y se han levantado unos recuerdos de hace más de treinta años, un pasaje de niño que, por alguna razón, la mente ha resguardado del olvido.
No hice preescolar. Mi propia madre fue mi maestra de primer grado, un accidentado primer grado. Cuando el resto de sus alumnos andaba muy sentado, me escapaba en cualquier descuido, salía a correr alrededor de la escuelita, cerca de un barranco, a coger las pequeñas naranjas que serían los proyectiles de mi imaginaria guerra…
Nunca pude ver a mi mamá como la maestra. Sólo años después pude valorar cuanta paciencia debió haber tenido conmigo.
Así, indefectiblemente sellé mi destino… Comencé segundo grado en otra escuela, con otra maestra, y lejos de mi casa.
Ahí entró Cuabitas en mi vida.
De lunes a viernes debía viajar de Boniato a Cuabitas. Serán tres kilómetros, tal vez un poco más; pero entonces me parecía una distancia extraordinaria y un pesado viaje… hasta que pronto descubrí al lado de la propia carretera, una cafetería, un “sodito” donde vendían helado.
−¿Sencillo o doble?, me preguntaban.
−Doble, doble… me apuraba
Era la ceremonia de todos los días. Y aquella copa antes de la escuela, me sabía a gloria.
(Hoy el lugar está semivacío, hay un “mercadito”, levantado con la arquitectura urgente y provisional de estos años)
Tal vez sea de esa época que me aficioné a la radio. Nunca miraba la hora: se me enredaban el horario y el minutero por más que me explicaban. El reloj se me hacía esquivo. Medía el tiempo por los programas radiales… Cuando a las 11.50 comenzaba “Alegrías de sobremesa”, ya estaba almorzando.
Aunque las clases comenzaban a la una de la tarde, había que calcular la distancia, y sobre todo la tardanza de la guagua (ómnibus). Al filo del mediodía, me apostaba en la parada, yo y un vecino mayor, José Luis, a quien me habían confiado. No te sueltes de su mano… era la despedida habitual. Ten cuidado cuando pases por la línea, el agregado.
Recuerdo mi uniforme almidonado, perfectamente planchado, con olor a limpio. Y la pañoleta azul y blanca, como la bandera, con un arito rojo al centro. Aquel dichoso aro se me extraviaba a cada rato, y yo no sabía como decirlo, ni en mi casa sabían de que retazo hacerme otro.
Segundo y tercer grados lo hice en la Escuela 80 Antonio Guiteras Holmes, con la maestra “Cuca”, María Caridad del Toro Torres. Hace un tiempo me dieron la noticia de que había muerto, y algo se me volcó dentro.
Cuando me contaron lo que había hecho aquel héroe, sentí que se hacía más grande mi modesta escuela sobre pilotes, toda de madera. Y si mencionaban a Guiteras en un libro o en la televisión, saltaba:
−¡Así se llama mi escuela!…
Si tardaban en ir a buscarme, a las 5 y media, la maestra me llevaba hasta su casa. (“Cuca” era amiga de mi madre).
Me encantaba. Cruzaba la carretera, y me iba delante, conocedor del camino. En su casa, no hallaban que darme, y por si fuera poco, podía jugar con las pequeñas en el patio… Tan bien me sentía, que casi nunca quería irme.
Cada uno de nosotros tenía su pupitre, con su brazo aplanado y su guardabolso debajo. ¿Cómo pude un día girar la cabeza entre las parrillas de abajo y el fondo? Todavía no lo sé… pero me atoré.
No logré salir del aprieto por más que lo intenté, y tuvieron que romper el pupitre… a pedradas. Salí colorado de arriba abajo. Y las risas no se hicieron esperar.
Otro día que llevo grabado fue aquel en que no pasaba nada rumbo a Cuabitas, rumbo a ningún lugar. A veces, aún es así.
Faltar a las clases, ni pensarlo, era un crimen para mí. Tampoco había llegado tarde, y lo llevaba como orgullo. Como vivía lejos, era de los primeros en llegar.
Cuando ya era inminente que no llegaríamos a tiempo de seguir esperando, miré a mi abuela y le solté mi decisión
-Vámonos a pie…
Y allá partimos bajo el sol, a carrera viva. Mi abuela con sus años, pobre, yo le pedía más, un esfuerzo más…
Llegamos a tiempo, después de una marcha heroica. Le di un beso a la abuela que me supo a sal. Nunca olvidaré aquel rostro vetusto, sudado, y aquella inconfundible sonrisa de abuela, y su mano diciéndome adiós.
Ay, abuela…
En Cuabitas tuve mis primeras “novias”: Fraida, Ileana, Angelita, Amaralis… tenía donde escoger entre mis propias compañeras de aula. Claro, ellas nunca se enteraron. ¿Dónde estarán ahora?
¿Y “la conserje”, la auxiliar de limpieza? Era minusválida. No sé si estaba así de nacimiento, o si la poliomelitis había mordido su cuerpo más adelante. Un niño no sabe de eso…
Hacía un esfuerzo extraordinario para mantenerse en pie. La veía. Una vez corrí a darle la mano, pero me rechazó. Se levantó por sus propias fuerzas.
Al otro día me estaba esperando. Apretó mis manos y dejó en ellas, un cucurucho de pinol…
Recientemente he visitado esa escuela. Ya no pasa el tren cerca del camino. La madera ha dado paso a una construcción de elementos prefabricados; pero yo tengo atrapado aquí al guardabarrera, los largos listones del piso curveados por el tiempo, y los álamos que faltan.
Cuabitas es un sitio de paso para mí, pero ya sabe el cronista del pueblo, ya sabe el poeta que una vez también fue mi destino.
(para Antonio Desquirón)
Un poeta, un crítico de arte, un amigo, Antonio Desquirón, anda entregándome sus crónicas de Cuabitas, poblado en las afueras de Santiago, en el medio, entre Quintero y Boniato.
Nunca imaginé cuanta historia guardaba este pequeño poblado.
Todos los días tengo que pasar por allí, en viaje de ida y vuelta. Y he visto bajarse al poeta, cerca de la Iglesia, camino adentro… mientras sigo mi viaje.
Este es el caso en que un cronista inflama a otro. Y se han levantado unos recuerdos de hace más de treinta años, un pasaje de niño que, por alguna razón, la mente ha resguardado del olvido.
No hice preescolar. Mi propia madre fue mi maestra de primer grado, un accidentado primer grado. Cuando el resto de sus alumnos andaba muy sentado, me escapaba en cualquier descuido, salía a correr alrededor de la escuelita, cerca de un barranco, a coger las pequeñas naranjas que serían los proyectiles de mi imaginaria guerra…
Nunca pude ver a mi mamá como la maestra. Sólo años después pude valorar cuanta paciencia debió haber tenido conmigo.
Así, indefectiblemente sellé mi destino… Comencé segundo grado en otra escuela, con otra maestra, y lejos de mi casa.
Ahí entró Cuabitas en mi vida.
De lunes a viernes debía viajar de Boniato a Cuabitas. Serán tres kilómetros, tal vez un poco más; pero entonces me parecía una distancia extraordinaria y un pesado viaje… hasta que pronto descubrí al lado de la propia carretera, una cafetería, un “sodito” donde vendían helado.
−¿Sencillo o doble?, me preguntaban.
−Doble, doble… me apuraba
Era la ceremonia de todos los días. Y aquella copa antes de la escuela, me sabía a gloria.
(Hoy el lugar está semivacío, hay un “mercadito”, levantado con la arquitectura urgente y provisional de estos años)
Tal vez sea de esa época que me aficioné a la radio. Nunca miraba la hora: se me enredaban el horario y el minutero por más que me explicaban. El reloj se me hacía esquivo. Medía el tiempo por los programas radiales… Cuando a las 11.50 comenzaba “Alegrías de sobremesa”, ya estaba almorzando.
Aunque las clases comenzaban a la una de la tarde, había que calcular la distancia, y sobre todo la tardanza de la guagua (ómnibus). Al filo del mediodía, me apostaba en la parada, yo y un vecino mayor, José Luis, a quien me habían confiado. No te sueltes de su mano… era la despedida habitual. Ten cuidado cuando pases por la línea, el agregado.
Recuerdo mi uniforme almidonado, perfectamente planchado, con olor a limpio. Y la pañoleta azul y blanca, como la bandera, con un arito rojo al centro. Aquel dichoso aro se me extraviaba a cada rato, y yo no sabía como decirlo, ni en mi casa sabían de que retazo hacerme otro.
Segundo y tercer grados lo hice en la Escuela 80 Antonio Guiteras Holmes, con la maestra “Cuca”, María Caridad del Toro Torres. Hace un tiempo me dieron la noticia de que había muerto, y algo se me volcó dentro.
Cuando me contaron lo que había hecho aquel héroe, sentí que se hacía más grande mi modesta escuela sobre pilotes, toda de madera. Y si mencionaban a Guiteras en un libro o en la televisión, saltaba:
−¡Así se llama mi escuela!…
Si tardaban en ir a buscarme, a las 5 y media, la maestra me llevaba hasta su casa. (“Cuca” era amiga de mi madre).
Me encantaba. Cruzaba la carretera, y me iba delante, conocedor del camino. En su casa, no hallaban que darme, y por si fuera poco, podía jugar con las pequeñas en el patio… Tan bien me sentía, que casi nunca quería irme.
Cada uno de nosotros tenía su pupitre, con su brazo aplanado y su guardabolso debajo. ¿Cómo pude un día girar la cabeza entre las parrillas de abajo y el fondo? Todavía no lo sé… pero me atoré.
No logré salir del aprieto por más que lo intenté, y tuvieron que romper el pupitre… a pedradas. Salí colorado de arriba abajo. Y las risas no se hicieron esperar.
Otro día que llevo grabado fue aquel en que no pasaba nada rumbo a Cuabitas, rumbo a ningún lugar. A veces, aún es así.
Faltar a las clases, ni pensarlo, era un crimen para mí. Tampoco había llegado tarde, y lo llevaba como orgullo. Como vivía lejos, era de los primeros en llegar.
Cuando ya era inminente que no llegaríamos a tiempo de seguir esperando, miré a mi abuela y le solté mi decisión
-Vámonos a pie…
Y allá partimos bajo el sol, a carrera viva. Mi abuela con sus años, pobre, yo le pedía más, un esfuerzo más…
Llegamos a tiempo, después de una marcha heroica. Le di un beso a la abuela que me supo a sal. Nunca olvidaré aquel rostro vetusto, sudado, y aquella inconfundible sonrisa de abuela, y su mano diciéndome adiós.
Ay, abuela…
En Cuabitas tuve mis primeras “novias”: Fraida, Ileana, Angelita, Amaralis… tenía donde escoger entre mis propias compañeras de aula. Claro, ellas nunca se enteraron. ¿Dónde estarán ahora?
¿Y “la conserje”, la auxiliar de limpieza? Era minusválida. No sé si estaba así de nacimiento, o si la poliomelitis había mordido su cuerpo más adelante. Un niño no sabe de eso…
Hacía un esfuerzo extraordinario para mantenerse en pie. La veía. Una vez corrí a darle la mano, pero me rechazó. Se levantó por sus propias fuerzas.
Al otro día me estaba esperando. Apretó mis manos y dejó en ellas, un cucurucho de pinol…
Recientemente he visitado esa escuela. Ya no pasa el tren cerca del camino. La madera ha dado paso a una construcción de elementos prefabricados; pero yo tengo atrapado aquí al guardabarrera, los largos listones del piso curveados por el tiempo, y los álamos que faltan.
Cuabitas es un sitio de paso para mí, pero ya sabe el cronista del pueblo, ya sabe el poeta que una vez también fue mi destino.
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2 comentarios:
Antes que nada,muchas gracias por escribir en mi blog,me gustó mucho el artículo que escribiste sobre México, me pareció genial, además de que se ve que conoces mucho sobre nuestro país más que nuestros mismos mexicanos, y muchas gracias por dedicarle tiempo a escribir algo tan positivo sobre nuestro país. Otra cosa este último post me encantó ya que deseo a escribir crónicas, y lo que tu escribiste me pareció estupendo, además de hacer volar mi imaginación para pensar como es tu país por medio de tus palabras.
Yo también te colocaré un link en mi blog. Saludos y cuidate.
Jeje si es maravillosa la serie y tu de casualidad no sabes los avances para la quinta temporada? o en tu país en que temporada van???
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